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XXV

Acostumbrarse a la compañía de Danielle fue sorprendentemente sencillo. Aunque no era algo constante, de alguna forma u otra sabía cómo hacerse presente en cada detalle: mensajes, llamadas, notas en su oficina; había cambiado las flores por los cafés matutinos sobre su escritorio y eso siempre le provocaba una genuina sonrisa. En verdad era como si pudiera darle la vuelta al dolor y escribir sobre esa nueva página.

Ese viernes, Lucía acababa de visitar su oficina. Llevó algunos documentos relacionados con una nota sobre las próximas elecciones en la ciudad. Por fortuna no mencionó nada sobre el reportaje de Gastón. De hecho, no dijo más que lo necesario, pero Emilia estaba acostumbrada a esa actitud después de tantos años.

—Con permiso, presidenta.

La vio partir. Se sintió tentada a preguntarle si estaba bien pero no lo hizo. Había decidido tomarle la palabra a Danielle e impedir que su relación con Lucía interviniera de forma constante en su vida.

Salió de la oficina dispuesta a llamarle para ver si tenía tiempo en su agitada agenda después del festival. Pero para su sorpresa, la encontró estacionada junto a la acera, recargada en el Bentley mientras las miradas se posaban sobre ella y su llamativo estilo tomboy.

—Su carruaje, presidenta.

Emilia esbozó una sonrisa tímida al verla abrir la puerta del copiloto, llevaba una camisa blanca con un ligero escote de dos botones sin abrochar, un saco color gris que hacía juego con sus pantalones y zapatos tipo mocasín. Siempre impecable y perfecta. Observó a su alrededor para descubrir aquellas curiosas miradas fugitivas. A ella no parecía importarle. Su seguridad era envidiable y en ocasiones contagiosa.

—¿Qué haces aquí?

—Pensé en darte una sorpresa, ¿subes?

Y vaya que lo había logrado, pensó.

—Sabes que soy mala reaccionando a las sorpresas.

Danielle sonrió.

—Estoy dispuesta a aceptar el reto.

Abrió la puerta del Bentley y Emilia finalmente subió. Esperó a que Danielle fuera hasta el asiento del conductor. El invierno estaba próximo en la ciudad y un aire nostálgico lo cubría todo. Aquella época no era su favorita, muchos recuerdos llegaban a su mente pero ahora sentía que con la compañía de Danielle todo podía ser diferente. La observó entrar, haciendo un sonido con la boca mientras frotaba sus manos. Emilia las tomó entre las suyas llevándolas a sus labios. El vaho tibio de su boca impactó con los nudillos de Danielle, que la miraba con tanta afección que por un instante se sintió avergonzada. Emilia besó sus manos y finalmente colocó una entre sus muslos.

—Me encantaría dejar la mano ahí, pero debo cambiar las velocidades.

—Lo haré por ti —intervino, mirándola con una sonrisa divertida.

Danielle le devolvió aquella expresión juguetona. Presionó los muslos de Emilia subiendo delicadamente la falda para mirar sus hermosas medias negras. Le sonrió, encendiendo el auto para continuar con la sorpresa que le tenía preparada.

Condujo durante un rato hasta que Emilia se percató que las luces de la ciudad comenzaban a ser como pequeñas luciérnagas.

—¿A dónde vamos?

—Es una sorpresa —respondió, mirándola de pies a cabeza.

Danielle lo había expresado poco, pero el estilo de Emilia le parecía encantador. Las faldas rectas le ornaban divino gracias a la anchura de sus caderas y la pequeñez de su cintura. Sus preciosos abrigos debían ser sumamente finos, recordaba haber visto uno como el que llevaba en alguna colección de invierno en París.

Sin embargo, fuera de su explícita belleza y su buen gusto, la armonía que desprendía después de aquellas semanas de citas y formalidades le parecía aún más encantadora.

Era posible, y no le gustaba pensarlo mucho en realidad, que Emilia Navarro se saliera con la suya y terminara enamorándola con una intensidad que hasta ahora desconocía. Solamente podía pensar en alguien que despertara un sentimiento así de fuerte, pero incluso en ella, le era imposible encontrar la pureza con la que Diciembre llenaba su corazón.

La ciudad era ahora como una distante estrella fugaz en la inmensidad de esa oscuridad. Emilia bajó el volumen de la música después de un silencio prolongado entre ellas.

—Debes saber que la incertidumbre es tortuosa para mí. Ir en carretera a estas horas de la noche me parece demasiado peligroso.

Danielle la miró de reojo. Observando esa pose diligente de superior, comenzaba a tratarla como si fuera uno de sus empleados. Ahora comprendía cuánto odiaba no tener el control de ciertas cosas. Eso podía ser un gran obstáculo para su relación porque ella también disfrutaba de ser la jefa.

—No te preocupes. No hay nadie que sea más peligroso que yo.

—¡Vaya! —Exclamó Emilia lanzando un suspiro ironizado—. No tienes idea de cómo me tranquiliza lo que acabas de decir.

Danielle comenzó a reír, señalando un punto en la llanura del lugar.

—Solo bromeo. Son un par de kilómetros, llegaremos en unas horas.

—¿Horas?

Lombardi esbozó una sonrisa traviesa, condujo hasta llegar a una larga brecha poco iluminada de tierra y pasto. Estaban cerca, si su sentido de la orientación no le fallaba solo quedaban un par de minutos de camino.

Emilia no encontró señalamientos por ninguna lado, en realidad el paisaje no era más que maleza y oscuridad mientras observaba por su ventanilla. Era inquietante, aquello parecía el inicio perfecto de una película de terror.

Finalmente vislumbró el pórtico de una cabaña. Danielle estacionó el automóvil y lanzó las luces largas a la entrada tétrica del lugar.

—Bajemos.

—¿Qué? ¿Aquí? pero no se ve nada.

—La cabaña está a pocos metros...

Emilia miró por su ventanilla, bajando ligeramente el vidrio para sentir el fresco aire del campo y ver aquel azulado prado que era bañado con la luz de la luna. Recordó su viaje al mirador. Danielle tenía un gusto por los lugares recónditos y naturales pero sobre todo solitarios.

—Está bien, quédate aquí mientras enciendo las luces. No pensé que llegaríamos tan tarde, así que olvidé dejarlas encendidas. Volveré en un instante.

Emilia asintió. Su temor no estaba relacionado con nada paranormal, sino con aquella profunda oscuridad que le impedía ver con claridad el lugar que pisaba. Una serpiente o un animal ponzoñoso era su verdadero terror después de descubrir que estaba a horas del hospital más cercano.

Danielle fue hasta la caja de fusibles usando su teléfono como linterna. Iluminó para subir el switch de la caja de energía y finalmente abrir la puerta. Encendió la luz principal y Emilia se percató de lo enorme y hermosa que era aquella cabaña en medio de la nada. Tenía doble piso y quizá unas cinco habitaciones en ella. El porche estaba decorado con algunas plantas y tenía un par de sillas afuera para pasar el rato. Las rústicas escaleras estaban iluminadas por focos led y desde ahí podía verse su elegancia. Danielle volvió hasta ella colocándose junto a su ventana para abrirle la puerta.

—Bienvenida, señorita Navarro.

Emilia bajó despacio contemplando el piso que sus pies tocaban. Estaba fresco y húmedo y el aire era mucho más gélido que en la ciudad. Danielle descubrió su temor a la maleza así que decidió tomarla en brazos y llevarla hasta el porche.

La belleza de la cabaña era aún mayor por dentro. Los pisos eran de madera pulida así como los muebles que le decoraban, había una enorme lámpara de cristal colgando del techo de la sala principal desde donde podía observarse una majestuosa chimenea de piedra blanca.

—Ponte cómoda. Iré por algunas cosas al automóvil.

Emilia deslizó la yema de sus dedos por cada uno de los muebles que recorría. Hasta finalmente llegar al living y dejarse caer sobre un sofá de vinil blanco que se veía lo suficientemente cómodo.

A Danielle le gustaban las cosas verdaderamente lujosas. Aunque sus esferas sociales eran muy similares sus formas de vida eran totalmente distintas. Pero al menos había cumplido su intención de sorprenderla. Jamás había estado en una cabaña tan hermosa como aquella. Escuchó los pasos de Danielle que volvía con un par de maletas que dejó junto a ella.

—¿Es mi equipaje?

—Me di a la tarea de buscarte un poco de ropa para tu fin de semana en la cabaña del amor.

—¿Del amor, eh? —Se puso de pie, caminando firmemente hasta ella con la frente en alto—. ¿Dime el número exacto de los amores que han pisado este lugar?

Danielle fue hasta ella, estrechando su cintura y mordiéndose los labios al descubrir su repentino desplante de celos.

—Aunque no lo creas eres la primera.

—Mentira —intervino Emilia, dejando sus brazos descansar alrededor del cuello de Danielle.

—Es cierto... porque acabo de comprarla hace un par de meses.

Ambas rieron, caminaron de la mano para hacer un breve recorrido. La cabaña tenía una sala de juegos, de cine, una habitación tipo spa y las habitaciones de arriba tenían un pequeño casino y un minibar enseguida de la habitación principal. Justo donde dormirían.

Decir que lo había comprado era parte de otra de sus mentiras piadosas. En realidad, aquella increíble cabaña la había ganado en una apuesta en el casino Grosvenor en Londres. El adicto a quien se la había ganado había muerto esa misma noche víctima de una sobredosis. Danielle fue investigada por la policía durante meses gracias a la apuesta. Pero no hubo pruebas en su contra.

—¿Puedo tomar un baño?

Danielle asintió, mientras Emilia se posaba de espaldas frente a ella.

—¿Podrías bajar el cierre?

Lo hizo con suavidad, besando su cuello mientras respiraba el delicioso aroma que escapaba de su espalda. Apenas sintió que su cálido cuerpo se alejaba no hizo más que sujetarla a su pecho. Sus prominentes caderas rozaban sobre su pelvis mientras aferraba con ambas manos ese par de senos perfectos y suaves.

—¿No vas a invitarme a tomar el baño contigo?

Emilia sintió aquellas inquietas manos alejando su ropa interior para entrar vertiginosas hasta tocar su pubis.

—En verdad quisiera darme un baño. Estuve sentada por horas —contestó, con algo de tedio.

Danielle alejó sus manos con tranquilidad, besando su mejilla antes de dejarla ir. Se llevó aquella mano al rostro, deslizando su lengua entre los dedos que habían acariciado su delicado vértice.

—No lo necesitas —finalizó.

Emilia la miró con reprobación. Tenía el rostro color escarlata y se apresuró para tomar un cojín de la cama y arrojarlo directamente a la cara de Danielle que pudo atraparlo como si se tratara de un balón de fútbol.

—Eres imposible, Lombardi.

Cuando salió, Danielle no estaba en la habitación así que imaginó que estaría en la sala o en la cocina. Miró hacia la cama y encontró una prenda que tenía una pequeña nota en donde indicaba que esa sería su pijama. La observó detenidamente, era bastante reveladora, más que un camisón aquello parecía una pieza de lencería. Pero qué más daba, la única persona que estaba en aquella cabaña era Danielle y ya había perdido todo su pudor con ella.

Bajó guiada por el olor a pasta y camarones con mantequilla que comenzaba a inundar aquel paraíso en medio del bosque. Llegó a la cocina y encontró a Danielle con un gracioso mandil rojo navideño preparando la cena.

—Eso me excita.

Danielle volvió su mirada al escuchar su voz. No podía creerlo, aquella prenda color negro le quedaba fabulosa. El diáfano diseño del camisón dejaba poco a la imaginación y le quedaba ligeramente más corto de lo imaginado, había hecho una excelente elección.

—¿Yo con un horrible mandil rojo? Diciembre, ¿te viste al espejo?

—No, solo me lo puse y decidí bajar.

Danielle fue hasta ella. Por un instante Emilia imaginó que la tomaría ahí mismo, sobre la mesa y la pasta con camarones. Pero no fue así. Estaba un poco decepcionada, una de sus fantasías más oscuras siempre había sido el Sploshing. Quizá en un futuro tendría el valor de revelárselo.

—Tome asiento, señorita. Su cena estará lista en un momento.

Estaba siendo espléndida, era la primera vez que probaba algo tan elaborado por ella. Su chica ruda estaba demostrando sus mejores dotes, era imposible no sentirse seducida por esa intimidad que ahora compartían.

Sirvió la cena, un poco de vino y decidió bajar las luces para hacer de aquella velada algo más íntimo.

—En realidad creo que no vengo apropiada para algo como esto.

Danielle sonrió, deslizando su mano para poder tocar el rostro de Emilia.

—Estás perfecta.

Comenzaron a cenar, platicando sobre sus días, sobre lo que había sucedido con el cierre del festival y sobre sus negocios. Emilia sentía que se encontraba en el idilio de su vida. Era increíble cómo meses atrás había pensando en saltar del balcón de un edificio y de su departamento. Ahora estaba ahí, compartiendo esa noche con aquella mujer que había sido capaz de abrir su corazón una vez más, de sanar las heridas a pesar de continuar siendo un misterio.

—El vino sabe delicioso.

—Es un Petrus 1982. El mejor de Burdeos.

Emilia sonrió. No conocía mucho de vinos a pesar de ser amante de los mismos. Su padre sí, era un gran catador y ferviente coleccionista, por eso es que tenía una amplia colección de ellos en la residencia que sus hermanos le habían quitado. No dejaba de pensar en que quizá su padre y Danielle se habrían llevado de maravilla.

—No sabía que conocías tanto de vinos.

Danielle sonrió. Dando un ligero sorbo a su copa mientras miraba fijamente aquellos ojos turquesa.

—Hay muchas cosas que aun no sabes de mí.

Era cierto. Todavía sentía que Danielle era un misterio para ella, pero en realidad no estaba segura de querer saberlo todo. Había cosas que simplemente era mejor dejarlas ocultas. Aun así, no significaba que no estuviera curiosa.

—Soy toda oídos. En realidad me encantaría escuchar tu historia.

Danielle arqueó una ceja. Había caído en su propia trampa, ¿cómo podía salir de eso?

—Es aburrida. No quiero que te duermas antes de tiempo.

—No puede ser, anda. Quiero saber todo el misterio detrás de Danielle Lombardi.

La expresión de Danielle se había vuelto seria, fría y miraba a la nada como intentando recobrar la memoria de aquella infancia perdida.

—Y... ¿qué quieres saber?

—Todo, lo que tú quieras compartirme —contestó, haciendo énfasis en aquella expresión melancólica—. Solo te recuerdo que yo te compartí mi cruel infancia.

—¿Quieres competir?

Emilia sonreía de forma luminosa.

—No puedes tener una vida más trágica que la mía, sería imposible.

—Bueno, espero que estés lista para sorprenderte, Diciembre.

Danielle caminó hasta llegar con una copa de vino en la mano. Sentándose junto a Emilia mientras contemplaba las llamas de la chimenea consumir los pedazos de encino.

—Nací en la ciudad de Gaza en Palestina. Mi padre era un empresario palestino que había hecho su fortuna gracias a la herencia que mi abuelo le dejó, mi madre era una profesora de arte francesa que se enamoró perdidamente de él cuando se conocieron en Ámsterdam durante unas vacaciones de verano. Mi padre tenía que regresar a Gaza a reclamar su herencia y como no quería dejar a mi madre decidieron casarse. Nací un año después de su unión o al menos eso fue lo que me dijeron...

» A los seis años perdí a mis padres en un bombardeo. No recuerdo mucho en realidad, solo el polvo nublando mi vista, los escombros por todos lados, gente corriendo, gritando supongo, no podía escuchar nada; y mi mano aferrada a la de Grecia que lloraba incontrolable cerca del lugar en donde los escombros habían sepultado a su madre. Minutos después, Lucio volvió y nos sacó a ambas de ahí. Pasamos toda la noche escondidos detrás de un montón de basura hasta que el sol salió de nuevo. Después de eso no supe nada de mis padres. Habían muerto junto con la madre de Grecia y Lucio me acogió como parte de su familia. Arregló mis papeles, me dio su apellido y me crió como su hija, o al menos eso intentó.

»Viajamos por Europa durante años. Supongo que no quería volver a casa por lo que eso implicaba, regresar con dos hijas y sin su mujer no parecía nada sencillo. Por eso lo aplazó lo más que pudo. Fue una época difícil. Cambiábamos de escuela cada tres o cuatro meses, era cansado tratar de adaptarse a un lugar nuevo así que Grecia y yo dejamos de intentarlo. Solo nos teníamos las dos. Ella tomaba clases de pintura, piano, modales. Pero yo tenía otro tipo de talentos y Lucio lo sabía. Arab, mi padre, era un aficionado de las artes marciales. Entrenábamos todos los días en un antiguo templo zen de monjes, supongo que tenía talento para ello así que cuando Lucio me tomó como su hija yo ya sabía lo suficiente como para iniciar con mi entrenamiento profesional. 

»Me entrenó con los mejores profesores, verdaderos maestros de las artes marciales mixtas; taekwondo, karate, judo, kick boxing, jiu jitsu. Aprendí todas y cada una de ellas. Luego vino la natación, era lo que más disfrutaba. En ese entonces no era una persona precisamente competitiva así que me gustaba solo estar en el agua. Sin embargo, los profesores vieron gran potencial en mí y comenzaron a entrenarme para las olimpiadas. Papá se dio cuenta de eso y entonces me obligó a dejarlo. Decía que tenía que ser la mejor en combate, que la natación era un deporte inútil y debía aprender a cuidarme y a cuidar de Grecia porque el mundo era un lugar cruel para las mujeres y los negocios. 

»Tiempo después entendí que él solo quería un perro guardián para mi hermana. Ella siempre fue demasiado frágil e ingenua, aún lo es aunque aparente algo totalmente distinto. Pero al igual que yo aprendió a sobrevivir. Papá siempre fue muy duro con ella, decía que su sentimentalismo no la iba a llevar a ningún lado, solo por eso me dejó al frente de los negocios y le dio a Grecia su pequeña empresa para que pudiera entretenerse. Nunca confió en que podría sacar el negocio a flote pero le calló la boca. Colocó su agencia de modelaje en lo alto y comenzó a generar ganancias por su cuenta. Papá jamás volvió a dudar de ella hasta sus últimos días... En fin, por tu cara imagino que mi historia no es tan aburrida después de todo.

Emilia estaba impresionada y sin darse cuenta sus manos estaban aferradas a sus muslos con cierto nerviosismo. Danielle acababa de confesar que no era una Lombardi. 

—Esto es... no sé qué decirte, estoy en shock.

Era natural, pensó Danielle, el prestigio y renombre que cargaba su apellido valía más que todo el dinero que guardaban en su bóvedas. Ser una Lombardi era parte de su poderío.

—No necesitas decir algo, no soy una Lombardi y es todo. Creo que ante los ojos de Lucio jamás lo fui. Siempre he sido una Sefaradíes. Danielle Sefaradíes Dupont.

—.... La sangre no es el único lazo que nos une —intervino Emilia —. Mis hermanos solían decirme que yo jamás sería una Navarro porque no era una hija legítima. Pero he puesto siempre el nombre de mi padre en alto. Él mismo me dijo que yo era más Navarro que ninguno de sus otros hijos, que tenía la sonrisa de su madre. Puede que tú no seas hija de Lucio Lombardi, pero él te acogió como parte de su familia, significa que confiaba en ti para cuidar de su patrimonio y su hija. Y creo que esa confianza también es un acto de amor.

Danielle bajó la mirada, el oscuro secreto que ocultaba de su relación con Grecia era algo que seguiría atormentándola toda su vida. De pronto había recordado los ojos de su padre justo al morir. El arrepentimiento que había en ellos sería algo que jamás podría borrar de su mente. Porque era claro, Lucio Lombardi se había ido de ese mundo deseando no haberla acogido jamás, no haberle dejado sus negocios y menos a su querida princesa.

—¿Alguna vez se lo habías dicho a alguien más?

—Eres la única persona que lo sabe.

Emilia sonreía aferrada a un cojín, sabía que eso era importante ya que Danielle estaba cumpliendo la promesa de abrirle su corazón. A excepción de Lucía, jamás había llegado tan lejos con alguien más. Eso debía significar algo.

—Creo que nunca había intimado con nadie a este nivel... —Danielle sobrecogió su cuerpo, subiendo sus pies al sofá—. Por Dios, ¿qué me está ocurriendo?

Emilia esbozó una sonrisa. Ahora sabía que ambas compartían más de lo que imaginaba. Su historia le era tan familiar que podía compartir su dolor. Esa empatía era algo que terminaría por unirlas, estaba segura.

—Supongo que ambas vivimos vidas que no pedimos.

Danielle la miró, para después reparar en las llamas del fuego extinguiéndose.

—Mi vida estaba escrita de esa forma —intervino, colocando su copa sobre la mesita— y es el motivo por el cual me encuentro aquí ahora, con la mujer más hermosa de la tierra, en una cabaña lujosa, con una vista de amanecer que seguro va a encantarte.

Emilia sonrió. Dejando caer su cabeza sobre el regazo de Danielle, sintiendo sus finos dedos haciendo surcos entre su cabello.

—Quizá tu misión era salvarme aquella noche... —Emilia se percató del semblante serio de la joven—. Aquella noche, en esa fiesta en la que nos conocimos, en realidad pensé en saltar por ese balcón. No había nada que me lo impidiera hasta que llegaste y comenzaste aquel discurso sin sentido. Solo recuerdo pensar en lo bien que se te veía ese traje y lo atractiva que te volvía esa cicatriz sobre tu rostro.

Danielle se acercó, tomándola de la barbilla para dirigirla a su boca y darle un tierno beso que duró lo suficiente como para encenderla. Cuando se separaron Emilia la contempló, esta vez no había frialdad sino una paz taciturna que hacía que su corazón latiera con prisa, con esa energía olvidada,

—Solo tengo una duda —intervino Emilia, retomando el tema—. ¿Alguna vez pensaste en volver y buscar a la familia de tus padres?

Danielle lo había considerado durante su adolescencia. Volver a Gaza parecía la mejor forma de saber sobre su pasado. Pero conforme pasaban los años y se adaptaba a vivir la vida que Lucio le había dado aquella idea se desvaneció por completo.

—No hay nada para mí ahí. Tengo una vida aquí como Lombardi. Además, Grecia... —pensó tranquilamente sus palabras antes de decirlas—. Es mi hermana. No podía abandonarla, no era capaz de dejarla sola después de lo que habíamos vivido.

Emilia comprendía. Danielle y su hermana eran muy unidas. Y aunque, ella, jamás había logrado esa conexión con sus hermanos sí había sucedido con Lucía. Quien pasó de ser el amor de su vida a ser su verdadera familia, la única persona que despertara un sentimiento de genuino afecto en su corazón. No era comparable, el amor que Grecia y Danielle debían sentir una por la otra era distinto a lo que ella había sentido por Lucia. Pero aun así, sabía que una vez que le entregabas tu vida a una persona era difícil renunciar a ella.

—¿Y qué me dices tú? Hija de una relación fuera del matrimonio, con una madre ausente, ¿jamás te dio curiosidad saber de ella?

Emilia suspiró. Lo había intentado por años, pero insistir solamente hacía de su relación con la familia de su padre y él un infierno. Así que había decidido dejar las cosas como estaban.

—Hasta donde sé mi madre murió de una sobredosis después de abandonarme. Mi padre jamás me habló sobre su relación con ella. Ni siquiera sé si la amó o solamente fue una aventura. Pero decidí no investigar más. Después de todo, si está muerta ya nada tiene sentido.

Danielle acarició el cabello de Emilia con la yema de sus dedos. En realidad ese debía ser el secreto más grande de los Navarro. El paradero de la madre de Emilia era algo de lo que nadie se atrevía a especular o indagar. Sin duda el viejo Navarro se había encargado de enterrar muy bien ese pasado.

—Somos un ejemplo de la desgracia humana —le susurró, acariciando su mejilla.

Emilia se incorporó. Dejando caer su cabeza sobre el pecho de Danielle, aspirando el perfume de su cuerpo y observando el tatuaje del calamar.

—Lo mejor será que me lleves a la cama... —intervino, dándole un beso tierno en el pecho—. Podremos lamentarnos de nuestro pasado otro día.

Danielle aceptó, no arruinarían la velada compadeciéndose de sus desgracias. La llevó hasta la habitación mientras comenzaba a recorrer su cuerpo. Besaba su boca, su cuello y sus orejas. Esa noche estaba dispuesta a disfrutarla por completo. Los ojos de Emilia se entrecerraban mientras intentaba deshacerse de la ropa de Danielle. Acarició su torso, besando su vientre y clavando sutilmente las uñas en su espalda.

Danielle intentó tomarla en brazos. Elevarla para poder tener su rostro frente a ella, pero sintió un ligero tirón en la costilla que la paralizó.

—Maldita sea —musitó, apretando los dientes mientras soportaba el dolor.

Emilia bajó de sus brazos, llevando su mano directo al costado de su torso. Había estado abusando un poco de su mejoría.

—¿Estás bien?

Danielle se había sentado con dificultad a la orilla de la cama, con un gesto de impotencia.

—No te esfuerces demasiado. Está bien.

Imaginó que Emilia dejaría las cosas ahí, viéndola realmente imposibilitada por su herida recientemente lastimada. No podía siquiera continuar con un beso. Era difícil incluso obtener un poco de aire debido a la intensidad del dolor.

La rubia la obligó a recostarse, mientras se arrastraba de rodillas hasta llegar a ella y para sorpresa de Danielle se despojaba del elegante camisón que le había comprado.

—No tienes que preocuparte por nada. Me encargaré de todo.

Danielle observó aquel cuerpo desnudo sobre ella. Sus pechos blandos rozando con los suyos, su boca bajando lentamente hasta la hebilla de su cinturón. Se deshizo de su pantalón y se percató de que estaba muy decidida.

—Esa costilla no arruinará nuestra noche. Cierra los ojos, relájate. Haré que ese dolor se vaya.

Danielle miraba directo hacia ella. Sentía el rostro caliente y cuando sus manos y su lengua comenzaron a estimularla sintió que perdería la razón. Emilia lo hacía excelente. De hecho, adoraba el empeño que ponía en hacerle sentir realmente bien.

Sintió sus dedos entrar ligeramente dentro de ella y soltó un pequeño quejido que hizo a Emilia volver su mirada para asegurarse de que todo estuviera bien.

Danielle afirmó. Aunque aquellos dos dedos de golpe habían sido demasiado para iniciar ahora solo podía concentrarse en el delicioso placer. Enredó sus dedos en el cabello de Emilia, levantándola un poco para poder mirar su rostro embebido, tan lleno de ella. Conforme continuaba succionando, el par de dedos hacían la presión necesaria como para correrse con rapidez. No podría contenerlo por mucho. Fuera de toda la técnica que tenía, la iniciativa de Emilia había sido tan provocativa que podía sentir el placer dentro de sus entrañas. Iba a llegar, realmente sentía que sus piernas se debilitaban cuando de pronto paró. Volvió sus ojos hacia ella y se dio cuenta de que el rostro de Emilia era quizá aún más rojo que el suyo. Estaba en frenesí, y ahora colocaba una mano en su entrepierna para auto complacerse mientras continuaba satisfaciéndola. Aquello era demasiado.

—Ven aquí —le ordenó, al descubrir lo que hacía—. Voltéate.

Emilia la miró con ese par de ojos ardientes. Giró su cuerpo para dejar su vulva expuesta y húmeda justo frente a Danielle. Introdujo su hábil lengua, repasando cada pliegue, succionando y lamiendo con insistencia, mientras sus gemidos eran todo lo que podía escucharse en la recóndita espesura de aquella cabaña. 

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