XLIII
Después de unos meses de la muerte de Grecia las cosas comenzaban a tomar su curso rutinario. Aunque sabía que su ausencia le dolería toda la vida esperaba que en algún punto el sentimiento fuera más llevadero. Remodeló la mansión, finalmente había despedido a Amelia y con la compañía de su pequeña hija Nadine su vida estaba lo suficientemente ocupada como para no pensar en todas las heridas que el pasado le había dejado.
Al final, justo después de su muerte, descubrió que Bianca le había cedido la custodia de la encantadora bebé que ahora sostenía entre sus brazos. Y aunque en primera instancia aquello le había parecido una locura estaba segura de que no había sido un error. Nadine se había convertido en su adoración.
Estaban en el jardín, con la llegada del verano y los altos rayos de sol el lugar era perfecto para pasar las tardes juntas. La llevaba acurrucada en sus brazos, colocó sus piececitos sobre el césped y el agua tibia de la alberca mientras la escuchaba reír y balbucear.
—Señorita, el señor Navarro le busca.
Era una visita tan inesperada como indeseada, tomó a su pequeña en brazos y regresaron al interior de la mansión.
Al verla llegar, Umberto no pudo ocultar su evidente expresión de asombro al descubrir a la bebé que Danielle colocaba en brazos de la mujer que le acompañaba.
—¿Me perdí de algo?
Su cara de idiota le producía gracia. Después de reparar en él, le pidió a la niñera que llevara a Nadine a su habitación para que descansara.
—No mucho en realidad. Supongo que vienes a ver como van los negocios.
—No exactamente. De hecho, vengo a terminar nuestra sociedad.
Sus ojos se encontraron, aquella repentina noticia le tomó por sorpresa.
—¿Por qué? —Quiso saber, intentando encontrar alguna intención oculta.
—Porque quiero que vayas por el buen camino, Danielle. Eso es lo que hubiera querido tu hermana y es lo que necesitas para recuperar a la mía. Además, tienes otras prioridades por lo que veo.
—Las tengo y recuperar a tu hermana no es una de ellas.
Para Umberto era evidente que mentía. Sin embargo, encontró diversión en comprobar por su cuenta esa afirmación.
—Y si te digo que ella está afuera esperándote.
Danielle permaneció inmóvil. Se mantuvo tensa, llevaba por un sentimiento que la recorrió de pies a cabeza, ansiosa por descubrir que en efecto se tratara de ella.
—Adelante, ahí está.
Caminó hacia la ventana decidida, miró la entrada y descubrió que no había nadie. Volteó a ver a Navarro con una expresión de odio y el hombre comenzó a reír.
—Mentir no es bueno, Dany. Pensé que ya lo habías aprendido.
Danielle refunfuñó, colocándose cerca de la puerta de salida para indicarle el camino.
—¿Es todo?
—No —continuó el hombre, disfrutando de aquella reacción—. Quiero que hagas un último trabajo para mí.
La chica le miró extrañada. Ese sujeto no dejaba de ser una maldita piedra en su camino. Ni siquiera imaginaba qué demonios podía querer ahora.
—No entiendo, pensé que ya no querías hacer negocios conmigo.
—Esto es algo más personal —aseguró, yendo hacia el mini bar para servirse un trago sin invitación—. Emilia irá a España para encontrarse con su madre, necesito que vayas y cuides de ella. Mis hermanos están molestos después de lo que hizo y temo que quieran intentar algo.
—¿Qué fue lo que hizo?
—Compró con ayuda de uno de tus socios, un tal Ferrer, dos de las tantas empresas Navarro que Dante y Eva llevaron a la ruina. Y no están muy contentos con eso.
—¿Por qué no mandas a alguien de tu confianza?
Umberto le dio un largo trago a su vaso de ginebra. Llevando a su nariz el dulce aroma de la misma para después observar a Danielle.
—Porque sé que a nadie le importa mi hermana como a ti, de no ser así no habrías contratado a aquel grupo de hombres para protegerla de Espinoza.
No le sorprendía que estuviera al tanto. En realidad dudaba que existiera algo que Umberto no supiera a esas alturas.
—Lo siento, no puedo hacerlo. No puedo simplemente dejar a mi hija y mis negocios para ir del otro lado del mundo a cuidar de ella.
Umberto dejó la copa de lado. Caminó directo hacia la salida, pero antes de irse se detuvo frente a ella.
—Piénsalo —dijo, entregándole una tarjeta con la dirección y ubicación exacta de a dónde iba—. Fue un placer hacer negocios contigo, Lombardi.
Umberto comenzó su retirada, no sabía cómo, pero de pronto, de malhechor había pasado a ser el conciliador de aquella historia de amor. Estaba decepcionado de sí mismo. Se detuvo, justo antes de salir por la puerta principal.
—¿Danielle? —Sus ojos verdes estaban fijos en él—. ¿Sabes por qué estaba siguiéndote cuando Espinoza te atacó?
—¿Porque los enemigos de tus enemigos son tus amigos?
—No —contestó, de forma cortante—. Lo hice porque le debía un favor a tu hermana. Grecia me pidió que te vigilara unos meses antes de que Gastón te secuestrara. Siempre cuidó de ti, es lo mismo que intento hacer por Emilia.
Umberto se marchó, subió a su increíble automóvil y aceleró con rapidez dejando una nube de humo sobre el asfalto de la entrada de la mansión.
Danielle se quedó de pie, estaba pensando en sus últimas palabras. En el fondo compartían ese deseo. Aunque intentara esconderlo en lo más recóndito de su corazón, ella también quería cuidar de Emilia para siempre.
Pasó minutos observando la hermosa fachada rústica de aquella florería. El lugar era tan pintoresco que parecía sacado de un cuento. Tenía calles angostas, de piedra y casas tan antiguas que daba la sensación de estar en otra época. Emilia imaginó lo agradable que debía ser vivir ahí, muy cerca del océano atlántico, casi colindante con Francia.
Sus ojos se clavaron en el espectacular de la entrada: "La flor de Emilia". Una inquietante sensación comenzó a hacer estragos en su interior. Finalmente estaba ahí.
Sentía que las piernas iban a fallarle, había practicado toda clase de discursos para disminuir el impacto, pero ¿cómo podía presentarse frente a esa mujer que creía que llevaba veintisiete años muerta? Tenía que ser realista, había una probabilidad de que las cosas no salieran como ella deseaba. Dalia necesitaría tiempo así como el que ella se había tomado después de saber la verdad.
Tomó algo de valor y finalmente entró al lugar. Una campanita anunció su llegada y una simpática jovencita apareció frente a ella con una resplandeciente sonrisa de oreja a oreja.
—Bienvenida, ¿cómo puedo ayudarte?
Emilia la observó detenidamente. Su acento era exquisito. Se parecía un poco a la chica que había visto en las fotografías que Umberto le había dado. Sin duda se trataba de su hermana. Titubeó ligeramente, recorriendo con su mirada los arreglos como si buscara algo en especial. Pero luego intentó recobrar la naturalidad.
—Estoy buscando a Dalia Talamantes.
Sintió los ojos de la chica recorrerla de pies a cabeza, alejándose del mostrador para lanzar un grito sonoro.
—¡Mamá! ¡Te buscan! —De nuevo le regaló una simpática sonrisa—. En un momento viene.
Emilia continuó contemplándola, no debía pasar de los diecisiete años. Era un poco más castaña que ella, alta y con un cuerpo mucho más atlético que el suyo. Le recordaba un poco a Lucía cuando la conoció. Sintió que perdía la voluntad que la había convencido de emprender ese viaje. La cobardía le hizo creer que lo mejor era irse. No volver, simplemente dejar las cosas como habían sido durante todos esos años. Su madre ahora estaba bien, vivía en un lugar hermoso y tenía una familia con la que era feliz. Ella solamente le llevaría recuerdos terribles de su pasado. No era más que eso, un terrible recuerdo que quizá solo buscaba olvidar. Estuvo a punto de abrir la puerta para marcharse, arrastrada por esos pensamientos cuando la joven la interceptó.
—No debe tardar, ¿te apetece un dulce? —ofreció, extendiendo un frasco—. No eres de por aquí, ¿cierto? ¿te he visto en otro lado?
Emilia negó. Sintió como su estómago se volvía denso y solo podía pensar en salir corriendo de ahí.
—¿Qué sucede, cariño?
Dalia apareció de pronto. La fotografía que Emilia había visto de ella no se acercaba ni un poco a la belleza de mujer que tenía enfrente. Llevaba un vestido color azul de mangas medias y hasta las rodillas. Tenía el cabello sujeto y algo despeinado, quizá por el ajetreo del trabajo físico. Se quitó los gruesos anteojos para mirarla, haciendo un gesto extrañado.
—La señorita está buscándote.
Emilia sintió aquel par de ojos abordarla con curiosidad. Sentía que aquello era un sueño, no podía creer que la mujer que tenía frente a ella fuera su madre.
—¿En qué puedo ayudarle? —le preguntó, tomando su mandil para limpiarse las manos cubiertas de tierra.
Por un momento se quedó sin palabras, era como si hubiera olvidado cómo articular. Estaba emocionada, asustada y al mismo tiempo quería tanto quedarse como salir corriendo. Una vorágine de emociones la abordaban, podía asegurar que su rostro estaba más pálido que de costumbre y que comenzaba a temblar. Intentó tranquilizarse pero por la expresión de Dalia y la chica su malestar comenzaba a ser evidente.
—¿Se siente bien? —inquirió la mujer con gentileza, colocando una mano sobre su hombro.
La calidez de ese tacto era inexplicable, jamás en su vida había sentido un calor como aquel.
—Yo...lo siento, estoy algo nerviosa —confesó, mirando ahora también a la joven que había detenido su labor a causa de la singular escena. Suspiró, observando fijamente los ojos azules de su madre. Estaba lista para enfrentarlo—. Mi nombre es Emilia Navarro. Mi padre es Guillermo Navarro y...
Fue testigo de cómo el rostro de Dalia comenzaba a contraerse, ni siquiera fue capaz de terminar cuando la mujer le interrumpió.
—No sé quién la envió o qué busca, pero le voy a pedir que se retire. —Tenía el ceño fruncido y el tono de su voz había cambiado radicalmente.
—No, por favor —continuó. Alternando su mirada entre Dalia y su hermana.
—Alisa, llama a la policía.
La observó sacar su móvil y comenzar a marcar con temor y confusión. Aquella situación la destrozaba. No se había equivocado al sentir ese arrepentimiento previo. Era consciente de que su presencia solamente iba a abrir una vez más esa herida. Sin embargo, había viajado desde lejos, estaba cansada y sin esperanzas. Al menos quería saber un poco sobre ella. Conocer su versión de la historia.
—¡Solo escúcheme un momento! por favor... Sé que es difícil de creer pero la realidad es que estoy aquí buscando a mi madre.
Dalia se detuvo en seco, su respiración empezó a agitarse y los ojos se le llenaron de terror. Se interpuso, sujetando a Alisa para obligarla a ir detrás de ella.
—¿Ella te envió? ¡Esa maldita mujer!
—Nadie me envió —replicó Emilia, sintiendo que estaba a punto de quebrarse—. Vine a este lugar buscando las respuestas que me fueron negadas. Dalia...soy la hija que creíste muerta hace veintisiete años.
La mujer había perdido el equilibrio, Alisa apenas pudo sostenerla para evitar que la caída pudiera hacerle daño. Emilia fue detrás del mostrador para intentar ayudarle pero la chica negó, mirándola con una expresión aterrada.
—Por favor, solo vete.
Emilia asintió. Salió casi corriendo por la puerta con dirección al hotel en donde se estaba hospedando. Había sido una tontería ir hasta ese lugar. Regresaría a casa por la mañana a primera hora, no había forma de recuperar ese pasado.
—¿Dijo que era tu hija?
Dalia asintió, presionando el paño humedecido contra su cabeza. Aquel encuentro había despertado en ella una migraña terrible. Estaba recostada sobre una silla, mientras su marido paseaba de un lado a otro analizando la situación.
—Pero si fuera una broma o una trampa, ¿por qué hasta ahora?
Dalia encogió sus hombros. Estaba realmente conmocionada, nada tenía sentido para ella a esas alturas. Reparó en su marido, era un hombre checoslovaco que había emigrado a España para estudiar arte. Lo conoció en un café un año después de su llegada a Madrid. Novak tenía el cabello castaño oscuro, ojos claros, con un tupido bigote y un aspecto rudo que desentonaba con su tierna personalidad. Solo él conocía toda la verdad sobre su repentina huida a ese país.
—Quizá deba hablar con Umberto.
Novak hizo un gesto de desagrado. Jamás había confiado en ese sujeto, no estaba seguro de que fuera buena idea.
—¿Quién es ese tal Umberto? —intervino Alisa, entrando al taller con un par de píldoras para su madre—. ¿Y quién era esa mujer? ¿por qué se apareció diciendo que era tu hija?
Dalia no dijo nada. Sus hijos estaban al tanto de una versión de la historia que ella les había creado. Tanto Adriano como Alisa sabían que madre había perdido una hija antes de llegar al viejo continente y que esa herida era algo que jamás podría sanar. Pero sus motivos solo los conocía Novak.
—Ayúdame a cerrar —le pidió con una amable sonrisa—. Es tarde y mañana aún hay mucho por hacer, cielo.
Era claro que había un misterio que envolvía la repentina visita de esa mujer. Pero no hizo alarde, volvió sus ojos a su padre que solo le regaló un gesto gracioso.
Dalia lanzó un prolongado suspiro, tenía un nudo en la garganta. Se llevó las manos al rostro sin dejar de pensar en la joven que había entrado a su tienda hacía pocas horas. Por más que lo analizaba no encontraba un verdadero motivo para esa repentina broma. Pensó en los otros hijos de Guillermo, Eva y Dante. Le aterraba imaginar que quizá aquellos dos finalmente habían dado con su paradero y querían continuar con lo que su madre había dejado inconcluso: atormentarla hasta la locura.
—Sé que te prometí que no volvería a hablar con él. Pero debo saber si esto es verdad.
Novak podía entenderlo, sabía cuán dolorosa era esa herida para ella. Se inclinó, tomando sus dos manos y juntándolas para llenarlas de besos.
—No hay nada más importante para mí que tu tranquilidad.
La mujer sonrió, acariciando el rostro de su esposo para finalmente ponerse de pie y tomarlo en un abrazo.
Después de cerrar la florería llegaron a casa, había sido un día tan pesado para Dalia, que por un momento había olvidado que Adriano, Rue y su nieto Noah estaban ahí para cenar.
—¡Solplesa! —gritó el pequeño Noah mientras corría a los brazos de su abuelo para que lo elevara en el aire—. Papá dijo que hadíamos una cena solplesa pala ustedes.
Dalia miró a su pequeño nieto, a eso se reducía su vida y así era como quería que continuara. Veintisiete años atrás su ambición había sido otra, pero ahora solo quería vivir en esa tierra lejana, rodeada por sus seres queridos y su tranquilidad.
Los labios de Noah llegaron a su frente y ella lo aferró durante un largo rato hasta que su inquieta juventud la obligó a soltarlo.
—¡Noah! ¿Quieres helado?
—Alisa, después de la cena. —Adriano llegó hasta su hermana, dándole un par de besos en las mejillas, para posteriormente hacer lo mismo con sus padres—. Tardaron mucho esta vez, ¿pasó algo?
Dalia y Novak intercambiaron miradas, sus discursos se contradecían y Adriano pudo identificar con mucha claridad que algo estaba pasando.
Fueron a la mesa, en donde Rue, la esposa de Adriano servía la cena. Eran una familia bastante convencional y unida. Por lo general las cenas eran una tradición y solían hacerlas un par de veces por semana. Comida, risas, postres y vino para cerrar con broche de oro. La idea de convertir ese momento en una tradición había sido de Dalia. Después de lo sucedido con los Navarro estaba convencida de que podía formar la preciosa familia que tenía justo frente a ella. No dejaría que nada ni nadie arruinara esa armonía. Sin embargo, su mente no dejaba de divagar y pensar en la joven que había visto aquella tarde. Recordó su cabello rubio, atado con una coleta, sus rasgos hermosos, sus ojos azules intensos, su piel blanca. Los recuerdos llegaban a ella como un torbellino de emociones que simplemente no podía quitar de su cabeza ¿y si en verdad esa mujer era su hija?
—¿Mamá? ¿Estás bien?
Adriano acariciaba su mano. La serenidad de su madre le resultaba inquietante e inusual. Delia solía ser bastante atenta y parlanchina durante las cenas.
—Sí, cariño. Es solo que estoy cansada. Alisa y yo tuvimos mucho trabajo, ¿verdad, hija?
La chica asintió. Parecía un tanto preocupada, pero dispuesta a seguir ocultando lo que había presenciado en la florería porque se lo había prometido a su madre.
Después de la cena, los chistes y el vino pasaban de las doce de la noche. El pequeño Noah dormía en los brazos de su abuela. Ésta lo acariciaba, haciendo surcos entre su cabello castaño. Toda esa noche los recuerdos iban y venían, pensó en el momento en que supo que Emilia crecía dentro de su vientre. Estaba aterrada, pero al mismo tiempo sumamente feliz. No había nada que opacara esa sensación, ni siquiera los problemas que traería consigo el nacimiento de su hija no legítima. Un par de lágrimas salieron de su rostro, mientras su esposo se acercaba para quitarle a Noah de los brazos.
—Iré a acostarlo. Deberías intentar dormir también.
Dalia limpió ese llanto y se retiró a su habitación sin decir más. Solo había una forma de sacarse aquella espina del corazón. Abrió su armario sacando un compacto velís que el mismo Umberto le había regalado antes de su viaje a España. En él guardaba todo su pasado, así que sacó una pequeña agenda de su interior y marcó los largos dígitos extranjeros esperando con nerviosismo la voz detrás de la bocina.
—Diga...
Sintió como un escalofrío la recorría. Era él, estaba segura.
—Umberto...
Por un instante imaginó que la llamada se había cortado, pero podía escuchar la respiración del hombre. Como si estuviera asimilando lo que acababa de escuchar.
—Dalia... supongo que ya te encontró.
La mujer cerró los ojos, aferrándose a la bocina de su teléfono con fuerza. Se contrajo, intentando ahogar su llanto por temor a preocupar a su marido y sus hijos.
—Sé que parece increíble pero es la verdad. Es ella, es tu flor.
Navarro esperó un instante para que Dalia pudiera recuperarse. La mujer sollozaba en silencio, sin poder detenerse. Debía estar en shock y no esperaba menos.
—¿Por qué me hiciste esto? ¿Por qué, tú, Umberto? ¿Por qué? —preguntó amargamente mientras sentía cómo su cuerpo comenzaba a temblar.
—Tenía que hacerlo. Debía protegerte y a ella también. Era la única opción.
La mujer negó, doblándose como si un fuerte dolor le atravesara. Caminó hacia la puerta para cerrarla y que nadie pudiera entrar a la habitación.
—No puedo creer que hayas hecho algo tan ruin. Eres repulsivo como tu madre y como tu padre... jamás voy a perdonarte.
Escuchó el sonido de su aliento. Umberto estaba herido. Aquellas palabras lograban tener un efecto muy poderoso en él. Dalia era la mujer que amaba, aún a la distancia, aún en el tiempo. Su amor era para siempre.
—No me arrepiento. Emilia sigue con vida y tú también. Todo valió la pena.
Dalia logró tranquilizarse. Novak había entrado a la habitación y se sorprendió al verla desecha. Se hincó frente a ella, mirándola con zozobra pero la mujer asentía y acariciaba su rostro como intentando hacerle ver que estaba bien.
—¿Cómo puedo localizarla? Te lo suplico, dímelo.
Umberto le dio su número telefónico y prometió investigar el hotel en el que estaba hospedada.
—Te enviaré la información... Es idéntica a ti, ¿no te parece?
La mujer colgó de golpe. Arrojó el teléfono hacia la cama mientras se desmoronaba entre los brazos de su esposo. Un llanto incesable salía de su pecho. Estaba eufórica. Solo recordaba haber llorado así una vez en su vida y había sido cuando Guillermo le llevó el cadáver de esa bebé que jamás había sido Emilia.
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