Septiembre 15
Septiembre 15
Cuarenta centímetros.
A veces busco, entre las rendijas de los sillones, monedas que se hayan quedado extraviadas porque el cajón donde guardo el papel que vale oro, se queda vacío. Lleno de polvo. Las busco con desesperación, muevo cada sillón mugroso, cada pequeño mueble de madera podrida con la esperanza de que en algún momento inconsciente, se haya caído algo.
Lo hago cuando no he tenido ganas de oler perfumes baratos y extraños en la semana. O cuando he estado respirando demasiadas cosas caras. Si no encuentro nada entre los muebles, voy a la casa de papá. Mientras me habla, me regaña, me lanza una mirada triste y acabada, le rasgo los bolsillos de los pantalones para que caigan algunas monedas desgraciadas.
Lamentablemente, hoy que te escribo, papá no estaba en casa. Eso me digo. Porque también sé que, de vez en cuando, se le ocurre cerrarle la puerta a su borrego perdido y se tapa los oídos con fuerza cada que le escucha balar. Cada que le escucha llegar. Cada que le escucha.
Cuarenta centímetros.
Me quedan opciones, algunas. Le hablo a los cinco o cuatro individuos que me prestan ese papel que vale oro; tengo mi cuello hundido con letras que me han prestado, intereses banales que me han cobrado. Y después de algunas palabras, cuelgo la llamada, no quieren darme más dinero. Por supuesto que no, les duele que el papel que vale oro sirva para respirar un poco de ilusión.
Me falta revisar las boletas empeñadas. Algunas ya perdidas, de cosas que adornaron la casa, ahora ya empeñadas forman el vacío que causa un eco en las paredes. Vuelvo a buscar entre las rendijas de los sillones, debajo de la ropa. Encuentro basura, nada de oro. Tocan la puerta, pidiendo la renta que he atrasado desde hace tres semanas porque decidí que el dinero iba a ser para salir de ese lugar, pero ha acabado directamente en mi inconsciencia.
Estoy perdido en ese punto.
Entonces observo el teléfono, lo miro fijamente, como si un perfume asqueroso y barato fuera a llamar por el producto de mi cuerpo. Puedo estar horas así, mordiéndome las uñas. Si mamá estuviera, podría ir con ella, vendería las joyas, vendería los coches, vendería la casa para alimentarme con papel de oro.
Cuarenta centímetros.
Eso es a lo que me quedo. A cuarenta centímetros de verte frente a frente. De respirar el mismo aire, encontrar tu mirada extrañada. Sentí entre las gotas de lluvia el olor que desprende tu miedo. De perder completamente la vergüenza y pedirte unas monedas porque tengo hambre, tengo vacío entre los sillones y un padre; a cuarenta centímetros de que me veas con las manos en los bolsillos, con sudor en la nuca y una desesperación que no puedo controlar ni atado a mil cadenas.
Cuarenta centímetros y una puerta de madera que nos separa.
Es tu culpa.
Es realmente tu culpa.
Porque tienes esa aura que solo los nobles cargan. La misma aura de mamá. Porque se me ha metido la idea de que si te digo que tengo hambre, tu te quitarías el papel de oro de entre los labios y me lo darías a mí para comer. Salvación, tú tienes la culpa de la idea de salvación. Tu mirada la tiene, esa que nunca he visto, la he pintado con mil respuestas.
Cuarenta centímetros mide el ancho de la puerta de las cárceles que nos encierran.
Si tienes tantas malditas respuestas en tu mirada, ¿entonces por qué no me salvas? ¿por qué no miras el cielo y ves que está podrido?
A cuarenta centímetros me llamó un perfume barato, contesté, aseguré más papel de oro para comer, pagar y ahogarme.
-El hombre quebrado y maldito.
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