Enero 2

No puedo.

¿Aferrarte a las flores?

Escribiste dos cartas. Una en noviembre, una en diciembre. Solo he podido leer la primera. Luego me he vuelto a esconder en el baño. Estuve a punto de quemar todo, ponerme a dormir y fingir que nunca nadie intentó salvarme. Nunca te escribí, nunca te vi. 

Nunca existió querer revivir.

Porque nunca existió alguien queriendo revivir. 

Así es mejor.

Porque así tiene que ser mejor. Si me pierdo entre los azulejos por dos horas hasta que vuelva a sentir una sensación de necesidad y delirio, no hay problema, no hay nadie que quiera verme de otra forma. 

Pero tú, incluso sin estar, estás. 

¿Cómo?

¿Cómo pretendes que siga?

No puedo.

Me he quedado perdido entre tu caligrafía. En la falta de mayúscula: noviembre. Me imaginé tus dedos sosteniendo la misma pluma que yo. Recargándote en el mismo azulejo que yo. Y he terminado perdiéndome con un último pensamiento en mi cabeza: Ahogo. Me reprendí por morderme las uñas, por seguir con el brazo casi amarillento, sosteniéndote a ti. Sosteniendo la premisa donde, a tus ojos, soy una flor.

Soy una esperanza blanca.

Soy.

¿Qué voy a hacer con tu diciembre?

En el minuto que quiero deshacerme de ellas, encuentro partes de ti. Una tragedia poética. Mis venas no sanarán con tinta. Ya están podridas. 

No sirvo para escribir. 

No sirvo para vivir.

No sirvo para morir.

No puedo.

¿Por qué me dejaste tantos trozos de ti?

Intenté asesinar las cartas sin leer diciembre. Porque no debí escribirte, mucho menos leerte. Prendí un cerillo, lo dejé encendido entre mis dedos y me acerqué lo suficiente para quemar de mis ojos el rastro que hayas dejado. Poco me importó el ardor de mis yemas. 

Y volteé a la ventana de la entrada.

Volteé a ver tus malditas flores. Esos pétalos criminales cazadores de tu mirada. 

Siguen blancos.

Siguen vivos.

-El milagro de un maldito.