diciembre 17

Querido Loto:

¿Soy yo?

Siento que te estoy hundiendo más. Los jazmines de tu entrada se ven un poco marchitos. Tus venas se ven más púrpuras.

Tus ojos...

Tengo que irme, Loto.

Conseguí un lugar pequeño, al otro lado de la ciudad. Desde la primera semana en que vi ennegrecidas mis paredes. Pero no quise dejarte. Había una pulcritud en las sábanas del cuarto que me prestaste que no podía dejar ir tan fácilmente.

¿Terminé doliéndote?

Ojalá no.

Loto, ya no me hablas.

No como al principio. Estás cansado, ¿verdad? No sé componer las cosas, por mucho que lo intento. Voy a arreglarlo. Lo prometo.

Pero tengo que irme.

Te dejo dinero debajo de estas cartas que no quieres volver a ver. Y, que por coincidencia, yo espero que no encuentres. Al menos no tan pronto. Ojalá me encuentres cuando sea tarde, cuando ya no duelan tanto los brazos. Cuando hayas crecido.

Si lo encuentras ahora, sé lo que harás.

Me encontrarás.

Lo harás quizás en una semana. En un mes. En cuatro años pasaré a un lado de ti y ya no olerás a tabaco. Ya no te tambalearás en las baldosas de este pulcro baño. Podré tomar tu brazo sin que te duela.

Habrás plantado un eterno jardín de flores.

Solo para ti.

Tengo que irme, déjame repetirlo. Que ahora mientras te escribo no has llegado y quiero buscarte y susurrarte consuelos para ayudarte. Tengo que irme, porque quiero verte sonreír. Quiero agradecerte que me diste cobijo junto a los jazmines. Un día que no pienses en esas cosquillas de tus brazos. Un día que olvides los ojos rojos. 

Mamá era tan parecida a ti.  En la manera que sonreías sin pena cuando te encontraba caminando al cuarto, porque te habías hecho algo malo y no tenías remedio. Pidiéndome perdón. Porque estabas perdido y dolido, sonreías. 

Con ella me quedé. 

La vi hasta que quedó putrefacta. Dejé que su piel muriera, que sus dientes se cayeran. Dejé que el pelo se le atorara entre cada cepillo, dejé que vendiera sus cosas para comprar aquello que escondes con Jorge. 

Le regalé consuelos, me acostumbré a sus jeringas, me acostumbré a su flaqueza. Supe arreglarla cuando gritaba en la madrugada desesperada por un poco de alcohol, yo misma le daba cucharadas cuando trataba de dejarlo. Yo misma la recibía cuando no sabía poner un pie adelante del otro. 

Con ella me quedé. 

Soy adicta a ti, a tus sufrimientos, y a estas cartas.

Y jamás lograré salvarte.

No si permanezco en este lugar, observando las cenizas, esperando que tú también te quemes. 

Vive. 

Vive, por favor.

Perdón. 

Me voy dejándote esta carta espantosa escondida. 

-Ella