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2: Descubrir


Ambas estaban petrificadas.

—Si está vivo...

—Nos vamos.

—No —se negó Teresa—, no podemos dejarlo aquí. Es un hombre, ha de valer oro y diamantes. Este es un hallazgo histórico. ¿Sabes lo que significa, lo trascendental que es esto?

—Sí. Harían más hombres con sus genes y ¡bum! Adiós a nuestra perfecta vida. ¿No has leído los libros de historia? El mundo era un asco por ellos.

—Pero igual no podemos dejarlo.

La pelinegra sentía la adrenalina correr por sus venas. Era histórico, estaba formando parte de un evento que podría quedar marcado, podía salir en las noticias y quedar en los escritos como la re descubridora del hombre y la pionera en la nueva era. Le harían hasta un monumento...

—Teresa. ¿Estás aquí? —la llamó Kariba moviendo su mano frente a sus ojos.

—No podemos dejarlo aquí —insistió.

La chica frunció el ceño.

—Ya, ya te dije que lo sacaremos, pero al parecer te has perdido en tus ensoñaciones.

—Genial —dijo eufórica—. Hay que sacarlo. —Fue detenida.

—Una condición. No le diremos a nadie. Nadie. Y tú te encargarás de esto, ¿ok? —aclaró queriendo liberarse de cualquier problema—. Va a ser tu asunto.

—Sí, sí, como quieras. —Se apuró a abrir la cápsula. Esta se iluminó.

Kariba se encargó del sistema de despertar todavía sin saber por qué había cedido, y Teresa de los seguros. El agua se drenaba por algún sitio, la mascarilla se retiraba. La rubia retrocedía sin ser notada por su amiga, ya que temió que despertara y atacara, el miedo la recorría al no saber más sobre ese ser del cual leyó atrocidades.

Teresa levantó la cubierta que desprendía suave luz y ahí estaba, ahora se daba cuenta de que tenía vello facial. Quizá era lo que se llamaba «barba». Su cuerpo llevaba una especie de traje vivo, de esos que crecían con su portador, una vez que saliera de ahí, ese tejido empezaría a morir.

Aparte de tener los hombros más anchos que las caderas como en esa fotografía que habían visto, no le veía los bultos que debían ser sus senos, más esa barba crecida. Sí, era hombre, no había errores, no era una alucinación. Se abrió una pequeña compuerta en la parte inferior, revelando una pequeña maleta.

—¿Serán sus cosas?

—¿Qué edad tendrá? —se cuestionó en voz baja.

Se espantó de pronto cuando él abrió los ojos, quedó estática, plantada en esa diferente y profunda mirada de extraño color celeste con gris, intensa, con oscuras cejas más gruesas, comparadas con las finas de todas ellas. Su respiración empezó a acelerarse sin motivo aparente, movió un pie hacia atrás, temerosa, a última hora recordaba que podía ser peligroso.

Parpadeó confundido al haber despertado y encontrado el rostro pecoso de una joven observándole con sus grandes ojos marrones.

—Hola —dijo casi en susurro.

¿Esa era su voz? Era muy grave. Teresa había escuchado alguna vez que sus voces eran distintas a las suyas, ¿pero así? Se sobresaltó y retrocedió de golpe cuando lo vio reincorporarse y quedar sentado al borde de la cápsula. Buscó a Kariba, dando manotazos al aire para aferrarse a ella sin dejar de verlo.

El joven se frotó el rostro y las miró, sus ojos las recorrieron, ambas abrazadas, parecían aterradas. Miró alrededor y no era de extrañarse, el lugar estaba tétrico.

—¿Por qué está tan oscuro? —preguntó.

A ellas les estremecía su voz, y de algún modo parecía que a todo el lugar también, con ese eco horrible que acompañaba.

—Eh... Buen... no... —balbuceó la pelinegra—, esta es una ruina antigua y te hemos encontrado... No te espantes, no nos ataques por favor.

El extraño frunció el ceño con intriga y al segundo soltó una leve y corta risa, algo que su corazón respondió con una especie de raro «bum».

—¿Qué? No las voy a atacar.

Cerró los ojos con fuerza unos segundos, en su mente se disparaban tantos pensamientos que su adormecido cerebro no captaba. Se puso de pie con algo de dificultad y ellas vieron con horror, que era más alto. Seguían abrazadas, mirándolo como al bicho raro que era. Volvió a observar a a su alrededor.

—¿Y ahora? —susurró Kariba.

—¿Cómo te llamas?

Él entrecerró los ojos tratando de hurgar en su cabeza, pero los miles de recuerdos de pronto se fueron, dejando todo en negro.

—No recuerdo muy bien. —Miró su vientre—. Tengo hambre, es lo único que sé por ahora. ¿Qué año es? Esperen —extendió las manos—, no. No me digan, mejor luego, no quiero espantarme porque ya no me siento de dieciséis, y eso me asusta.

Vaya, Kariba había tenido razón, casi. El sonar de un móvil las hizo brincar y soltar cortos chillidos. La suave risa de él fue lo próximo que se escuchó. Era tan rara y nueva para los oídos de Teresa, que lo miró embobada un segundo antes de volver su atención a su amiga que había respondido su teléfono.

—Sí, claro, ya voy. —Colgó y suspiró—. Mis madres quieren que vuelva, porque no ubican la posición del auto en el mapa y están medio molestas porque «olvidé» encender el GPS.

—Sí, vamos ya.

Miraron al extraño espécimen.

—Para sacarte de aquí, necesitas saber algo —le empezó a advertir Kariba con voz temblorosa—. No le hables a nadie, no con esa voz tan rara y fea. —Él frunció otra vez el ceño. ¿Qué?—. No saldrás de donde te dejemos hasta ver qué hacemos contigo.

Asintió algo asustado y confundido. ¿Por qué esa chica desconocida le decía eso? Mientras salían del lugar, lo observó y con temor dedujo que algo había pasado con la edificación, y por suerte, se había salvado. ¿Pero qué y por qué?

Se escurrieron en silencio por las calles, ellas eran muy cautelosas, pero Teresa se veía forzada a tirar del bicho raro cuando se quedaba viendo alguna cosa por más de un segundo. Y es que todo era tan raro para él. Luces y cosas moviéndose solas a lo lejos, sobre edificios, anuncios, mientras andaban por esa zona solitaria y ya a oscuras.

Quedó más asombrado al ver el vehículo ovalado y sin ruedas en el vacío y poco iluminado estacionamiento. Más allá, había una torre que parecía puro metal, con más autos adheridos a su superficie, que seguían un patrón formado por extrañas líneas que desprendían una suave luz blanca en esta.


Durante el camino Teresa lo veía de reojo, vigilándole, los asientos del floter estaban dispuestos en diagonal, aparte de poder rotarse. Miraba por la ventana, embobado. ¿No se cansaba de tener todo el tiempo la boca semi-abierta? Aunque en ese segundo, su perfil le pareció muy bonito.

—Vaya —murmuró—. Ay no... Cuánto tiempo ha de haber pasado...

Un horrible sentimiento le embargó al castaño. Estaba en tierra extraña, sin hogar, sin saber qué le esperaba. ¿Por qué había entrado a esa cápsula? Ni siquiera recordaba. En eso vio la maleta que le habían dado para que pusiera en el asiento a su lado. ¿Era suya? ¿Estarían ahí las respuestas?

Solo era consciente del inmenso vacío que le embargaba. Algo que le oprimía el pecho sin que le hubiera importado el pasar del tiempo.

Teresa sintió ligera lástima por su condición. Imaginarse en un mundo en donde no tendría a nadie, ni a su mamá y su cariño, ni una casa. Sacudió la cabeza. No. Era solo un hombre, no eran sensibles ni razonables.

—No veo hombres... —le escuchó susurrar.

El pequeño vehículo se detuvo afuera de una vivienda, esta no se distinguía mucho de las que aquel joven recordaba en su mente borrosa, con su estilo minimalista, blanca, recta, con un balcón en el segundo nivel, al parecer amplio. Con otra vivienda pegada a su lado y exactamente igual.

—Listo, bajen —dijo Kariba.

—¡¿Qué?! ¿Los dos? ¿No te lo quedas tú?

—Ay no, ni loca. Mis madres me esperan, la tuya seguro duerme. Además tú quisiste sacarlo, recuerda que te dije que era asunto tuyo.

—Pero tú has leído más sobre ellos.

—Sí, y según su comportamiento descuidado, tú podrías pasar fácilmente como uno, así que se llevarán muy bien. Vayan, vayan.

La boca de la pelinegra cayó abierta, estaba sorprendida y ofendida.

—¿Me has estado comparando con esos?

—No, solo digo que no tendrás problema. Nunca te compararía con esas criaturas primitivas.

—Estoy aquí, por cierto —interrumpió él, incómodo.

La chica resopló y bajó. A él no le quedó opción que seguir a la extraña de cabellos negros, la rubia se fue y la puerta de un garaje no muy lejano se abrió para ella.

—Visitante inesperada —dijo la puerta frente a él, sorprendiéndolo.

—Es una amiga —aseguró la chica, temerosa. Se abrió y entró enseguida, tirando de su mano para que entrara también, porque estaba embobado otra vez.

—Visitante inesperada... —Apagó de golpe a una cosa flotante. El dron.

Y es que debía hacerlo antes de que dijera algo más o mandara alguna señal a despertar a su madre. Aunque no tardaría en reiniciarse.

Suspiró. Los nervios se le habían puesto de punta. ¡Por todos los cielos, tenía a un hombre! Su perra, Rita, la hizo sobresaltar al acercarse, venía meneando la cola, se acercó al joven y lo olfateó. Se percató de que su traje, que era negro, se estaba haciendo gris. Ya estaba muriendo ese tejido.

—Vamos a mi habitación —susurró—, debes sacarte eso.

Lo guio. Al llegar debió apartar a la cocker spaniel, que parecía aceptar al extraño, algo raro en ella. Las luces se encendieron.

—Bueno, bienvenida a mi habitación. —Reaccionó—. Digo, ¿bienvenido?

La miraba atento, bajo la luz pudo verle mejor. Seguía fijándose en sus ojos, de ese color raro, como celeste bien oscuro, tal vez mezclado con gris. Había creído que la luz de la cápsula les había hecho parecer así. Le retiró algo de cabello para verlos bien, incluso se empinó. Su vista se dirigió casi de forma automática a sus labios, su labio inferior con apenas un poco más de grosor que el superior, que por unos segundos le provocó tocar.

Bum. Ese raro latido en su corazón otra vez.

La pelinegra de graciosas pecas en el rostro lo miraba como si nunca hubiera visto a un hombre, y eso no le era una buena señal. Teresa estaba perdida en esos ojos intensos, se apartó y se aclaró la garganta. ¿Qué rayos había pasado? Se percató también que desde que lo sacaron de ahí, desprendía un aroma peculiar. Como al agua que lo había mantenido, mezclado con otro raro, no feo ni malo, simplemente raro. Fuera como fuera, con un baño se iría.

Volvió a lo que estaba, y empezó a moverse de un lado a otro tomando algunas cosas para darle, aunque sentir su vista sobre ella era exasperante.

—¿Qué ha pasado con los hombres? —preguntó con preocupación.

Tragó saliva. No supo qué decirle así que fue cortante.

—Pasó lo que seguro supones. —Se acercó—. Toma, un jabón, toalla, láser para ese vello que tienes en la cara, una de mis camisetas grandes, y este pantalón suave...

—¿Este láser me va a cortar la barba o qué?

—Es de un solo uso, te eliminará los vellos de por vida...

Se la devolvió con rapidez y susto.

—No, gracias.

—¿Cómo que no? ¿Quieres quedarte con eso en la cara?

—Pues sí, es parte de lo que soy.

—El fósil viviente se pone remilgado —renegó.

Lo vio ofenderse. Sus muy negras cejas juntas por su ceño fruncido le causaron curiosidad por ver más expresiones suyas, pero no solo había ofensa, le pareció detectar dolor, y eso era más raro aún. No podía estar dolido, ¿que no eran poco sensibles? En eso recordó lo que había leído sobre que eran agresivos, y que la fuerza en ellos era un desperdicio porque solo traían problemas. Quizá era eso. Retrocedió despacio para que, de ser posible, no oliera su miedo.

—Bien, tú ganas. Bajaré por un cuchillo, que es de láser también pero solo corta, se usa para la comida.

Satisfecho con eso, entró al baño.

Teresa suspiró todavía revelando suaves temblores, se sentó en el borde de su cama y pensó unos segundos. ¿Dónde lo haría dormir? Chasqueó los dedos y fue por un par de colchas y sábanas para tenderlas en el suelo que estaba cubierto con una alfombra celeste oscuro.

Sus ojos eran casi como ese celeste, pero más oscuro quizá. Sacudió la cabeza, no asimilaba el hecho de que fuera un hombre. No, no, justo por eso no podía dormir con ella ahí, ¿Qué tal si era peligroso en verdad?

Recordó que había dicho tener hambre y que debía conseguirle el cuchillo, así que bajó a la cocina mientras sus piernas temblaban, casi no podía con la situación. ¿Qué pasaba si lo veía alguien? Se le vendrían todas encima.

Sacó un par de waffles, la miel, y un poco de leche. La bandeja la siguió flotando hasta su habitación.

Dio un brinco al encontrarlo contra la pared al lado del baño, con los brazos cruzados.

—No sé ni cómo hacer para que salga el agua —se quejó.

La chica, con temor, entró al baño a manipular la ducha desplegando el menú táctil en la superficie de cristal, con él a sus espaldas mirando cómo lo hacía. Tenerlo prácticamente pegado a ella la estremeció, su calor corporal le llegaba y la ponía nerviosa.

Giró, y con las puntas de sus dedos índices, lo alejó un paso.

—Ahí —le indicó. Las puntas de sus dedos quemaron al estar contra su cuerpo.

Era mejor si se mostraba fuerte ante él, solo por si decidía buscar un momento de distracción y atacarla.

—¿Te pongo nerviosa?

Alzó la vista de golpe ante esa pregunta y él arqueó una ceja sonriendo a labios cerrados.

Bum, bum.

Estúpido corazón, más le valía dejar de hacer eso.

—No confundas nervios con incomodidad, fósil.

Soltó una suave risa que hizo eco en ese pequeño lugar y en todo su interior.

—Perdón, pecosita. —Hizo puchero como si fuera niño.

Ese labio. ¡Esa voz! Le causaba algo que no había sentido antes, y no le era agradable, empezaba a sentirse acorralada, intimidada de una forma nueva, y sobre todo, el incómodo leve calor que se formó en sus mejillas.

Espera. ¡¿Pecosita?!

La ducha se activó y la chica gritó al sentir toda el agua caer. Él también se sobresaltó y trató de apartarse del agua fría pegándose a la pared, llevándola a ella de encuentro.

—¡Apártate! —chilló asustada.

Su madre entró de golpe junto con el dron que la había despertado, y gritó también. Desastre.


Kariba jugueteaba nerviosa con sus manos mientras sus madres le daban un discurso sobre la importancia del GPS, a pesar de tener ya veinte años. Pensó en el hombre que encontraron, pensó en el posible peligro, las cosas que había leído sobre ellos no eran nada buenas, nada. ¿Y si por cobarde le pasaba algo a su amiga?

Vio su móvil con intensión de llamar a la central de M.P., pero volver a pensar en la mirada de confusión del joven la detuvo.

—¿Estás escuchando? —reclamó su mamá.

—Sí. —Pareció realmente atenta.

La dejaron sola. ¿Qué podía hacer? Tal vez si se distraía diseñando la ropa que le gustaba, como solía hacer, dejaría de estar estresada, eso malograba su imagen, y en su sociedad eso era una de las cosas más importantes.

Recordar que había un hombre real muy cerca la volvió a inquietar, pero decidió dejar que Teresa viera una solución. Su dron se le acercó y le hizo saber que las prendas que había dejado en la computadora ya estaban hechas y listas para usar. Sonrió y se puso de pie para ir a ver.

No cualquiera tenía su estudio de diseño, pero era común para muchas. Crear en computadora y que la máquina la preparara y fabricara a exactitud. A ella le gustaba hacerle ropa a veces su amiga, total, con poco dinero, como en el caso de Teresa, una mamá no podía hacer a su bebé más hermosa, así que se sentía bien al «ayudarla» a verse mejor.

Mientras más dinero, más estatus, y más belleza externa.

Teresa miraba de reojo, con el ceño fruncido, al bicho raro comiendo a su lado, bien entretenido en ello, ya se había deshecho de la barba además. Entonces era cierto que la comida les calmaba.

El muchacho a veces estudiaba con la vista al dron que se le hacía similar a un ave con alas triangulares extendidas, flotando ayudado por dos raros dispositivos en ellas. Por su parte, Teresa notó que la ducha no le había quitado el aroma raro, solo lo atenuó y lo mezcló con el gel de baño. Le miró las manos, grandes, con algunas venas notándose, los antebrazos más anchos que los de ella, con vellos notorios al contrario de los suyos. Cosa rara.

Su madre observaba también. Su hija le había tenido que explicar mientras él se duchaba, lo extraño era que no se había molestado, no mucho. Estaba fascinada con el fósil.

—¿Tienen más? —quiso saber él luego de terminar hasta con la última migaja.

—¿Más? Eran dos waffles y leche de soja. ¿Cuántos más necesitas para llenarte la panza?

—Unos cinco más.

Se espantó.

—¡Por todos los cielos, engordarás!

—Claro que no, adelgazaré si... —Le tapó la boca. No sabía cómo el mundo no había explotado con las voces de tantos hombres que existieron antes.

Reaccionó. Tenía sus blandos labios presionados con sus dedos, y a pesar de que lo había hecho antes con su amiga, esta vez su corazón volvía a incomodarse por ser él. Sintió la punta de su lengua contra su piel y se apartó de un brinco.

—¡Iuh! —se quejó mientras él reía.

—¿Cómo te llamas? —le preguntó la mujer de cabellos rizados.

—No lo recuerda —respondió Teresa en su lugar. Él bajó la vista y eso, de algún modo, la hizo sentir una especie de malestar.

—Es A... Ad... —Resopló cerrando los ojos—. Ha de estar en mis cosas.

—Si no te podemos poner otro —sugirió casi de inmediato al verlo ir por la maleta, sorprendiéndose otra vez en silencio por lo alto que era.

Su madre chasqueó los dedos.

—Adán.

—¿Adán? —preguntó volviendo a sentarse con ellas.

—Hay un libro de hace milenios en cuyo inicio cuenta una historia, del primer hombre y la primera mujer. Él era Adán, y ella Eva. Tú eres como el Adán de hoy en día.

Eso no podía ser bueno, oh no. ¿Qué significaba? ¿Que se habían extinguido los hombres? ¿Y de dónde nacieron ellas? Quizá solo estaban exagerando, mejor revisaba su nombre antes de perder la cordura.

Mostró esa leve sonrisa que Teresa recién se estaba acostumbrando a ver. Sacó un raro rectángulo de papel o plástico. ¿Qué clase de reliquia era esa?

—Marlon Adrián Fuentes —murmuró—. Ese es mi nombre, aunque soy consciente de que usaba más el segundo...

La chica lo repitió en su mente. Qué raro nombre, pero agradable, el segundo sonaba como Adriana, quizá era una variante, o lo fue, en su tiempo, igual que Marlon. Logró ver que al ensanchar su sonrisa, se le formaban un par de leves hoyuelos en las mejillas.

La comisura de su labio quiso subirse y formar una sonrisa también pero se detuvo. ¿Por qué demonios le había dado ganas de sonreírle? ¿Era ese «algo» que tenía de diferente de las mujeres? Quizá sus oscuras cejas más anchas que las de una chica, quizá su fea voz a la que casi no se acostumbraba, porque cada vez que hablaba algo en ella se estremecía. Quizá su altura, o su grave risa. Bueno, sí tenía muchas diferencias, había creído que no, pero su existencia seguía siendo inútil, por algo la naturaleza los eliminó.

Le vio taparse la boca de pronto y salir corriendo. Ambas se preocuparon y lo siguieron.


Él dormía en el sofá, que era bastante grande y se convertía en cama, de acuerdo a lo que se necesitara. Le habían tenido que dar caldo proteínico luego de que vomitara en el baño, al parecer su estómago, que no había recibido comida por siglos, no había soportado.

La chica suspiró y recogió las colchas y mantas que había puesto al lado de su cama, su madre la observaba.

—Mañana es la prueba en M.P., tengo examen en mi universidad y la mención de cuándo nos harán ceremonia de graduación —murmuró—. Adrián se va a quedar aquí escondido hasta que decidamos qué hacer con él.

—Deberían darlo a M.P., ellas seguro lo agradecerían.

—Kariba no lo cree conveniente. Terminaría nuestro perfecto estilo de vida. ¿Además qué tal si se enojan y nos acusan de ocultarlo y nos castigan?

Eso la hizo reflexionar y finalmente asintió. Estaban en una especie de buen lío a decir verdad.

—¿Estarás bien o quieres dormir en mi casa?

—Estoy bien, descuida, parece estar bien dormido. —Dudó un par de segundos—. Pondré a DOPy en modo vigilia.

—Sí...


Copyright © 2015 Mhavel N.

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