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CAPÍTULO CUATRO - LAURA

Martes, 23 de julio del 2019

El hotel que ha encontrado mi hermano está genial y a nosotros nos han dado la suite nupcial. Está en la cuarta planta, que es la última y, aunque no es tan grande como la villa en la que estuvimos la última vez, tiene un salón enorme, en el que han estado todos echados esperando a que Rafael terminase de trabajar y era lo normal después del almuerzo que se han pegado. ¡Qué manera de comer! Se supone que la única que está embarazada soy yo.

En nuestra planta no se encuentran más habitaciones, solo una pequeña piscina con un solárium, pero es para el uso de todos los huéspedes del hotel. Los chicos están alojados en la primera y en la segunda planta, porque en la tercera está el restaurante, la lavandería y demás servicios. En la planta baja está la recepción y luego han alquilado el resto como locales comerciales. El hotel no es muy grande, solo tiene siete habitaciones y mi hermano ha llegado a un acuerdo con el propietario para alquilarle el hotel completo hasta final de mes y ha acomodado en otro hotel a dos huéspedes que estaban quedándose en la habitación donde estoy yo ahora.

Hemos quedado para ir todos a comprar algo de ropa cuando Rafael empiece el turno de tarde. Aún no me ha besado y estoy pensando en la conversación que tuve ayer con Jacobo, cuando me dijo que, si fuese Rafael, no me tocaría en años. ¿Estará enfadado y no querrá tocarme? Porque yo me muero por tocarlo a él y que él me toque a mí. Incluso con el uniforme del restaurante está guapísimo. Tiene el pelo mucho más largo que la última vez que lo vi, seguro que no ha podido ir a la peluquería, y está más moreno.

Cuando pasan a buscarnos a la Yaya y a mí, estamos preparadas. No puedo esperar a ver la ciudad donde ha vivido Rafael los últimos años, antes de habernos reencontrado. Es pequeña, aunque comparada con nuestro pueblo es enorme. No tiene universidad ni muchas opciones para chicos de nuestra edad y se nota, porque no hay muchos en las calles o en los bares.

Lo primero que visitamos es una tienda de Zara. Jacobo es de la opinión de que, aunque no tengan moda premamá, tienen unos trajes estupendos que me quedarán de muerte y necesito estar de muerte esta tarde. Además, la sección de chicos tiene de todo.

La Yaya se va a la tienda de una amiga donde solía ir comprar y mi hermano, que es un sol, la acompaña.

Yo consigo hasta unos pantalones que me quedan para quitar el hipo y voy a comprarme un bikini indecente, pero Jacobo no me lo permite.

—No, amiga, yo no pienso dejarte que compres eso.

—¿Por qué no? —le digo enfadada.

—Porque ya mi hermano lo tuvo que pasar fatal cuando apareciste con tu modelito en la piscina de la casa de mi amigo, aquel que te había comprado tu hermano, y no quiero que eso vuelva a suceder esta semana —me explica Jacobo.

—¡¿Pero si estoy embarazada?!

Embarazo y sexi no suelen estar en la misma frase.

—Y muy guapa, así que no le hagas la vida más difícil a mi hermano —me pide el peludo.

—Ni me ha besado —reconozco, molesta.

—Estábamos todos en el restaurante, incluido tu hermano. Además, estaba en su puesto de trabajo —me explica paciente mi amigo.

—A la mierda el trabajo, pero si no lo necesita —le contesto, enojada.

—Aun así, lo respeta. No seas mala y pórtate como una chica buena. Joder, Laura, aún embarazada, sigues siendo una gamberra.

—Peludo, desde que me quedé embarazada no he tenido contacto físico con el sexo opuesto. Necesito volverlo loco esta noche.

—¿Y el beso que le diste a Jimmy? —me molesta sabiendo que me voy a enfadar.

—Eres un imbécil —le insulto fuera de mis casillas.

—Yo también te quiero, amiga. ¡Mira qué chaqueta! La voy a pillar para Tomás.

—Pero si estamos en julio y hace un calor de muerte —intento convencerlo para que se dé cuenta de que es una mala idea.

—¿Tú puedes pilotar un helicóptero? Entonces, no opinas —me dice, sacándome la lengua y acercándose a Tomás con la chaqueta en la mano.

—¿Eso para quién es? —pregunta Tomás, un poco extrañado.

—Para ti. ¿No te gusta? —le pregunta el peludo, como si ir escogiendo ropa para los demás fuese algo que hace normalmente.

—Es que estamos en verano, Jacobo —se excusa Tomás.

—Pero puedes pilotar helicópteros. Seguro que en algún momento te hará falta. Se lo dije en su día a mi hermano, pero no le gustó mucho la idea —le intenta convencer el peludo.

—Jacobo, estás loco y seguro que te lo han dicho muchas veces —le responde sonriendo y moviendo la cabeza, negando, sin dar crédito a lo que acaba de oír.

—¿Eso es un no? —insiste mi amigo.

—No has visto el cuerpo que tengo, si encima me pones esa chaqueta acolchada parecerá que hago culturismo. Seguro que a tu "hermano" le queda mejor —le contesta Tomás haciendo énfasis en la palabra hermano.

—Pues nada, otra idea de Jacobo desperdiciada —se queja él en tono triste, mientras Tomás y yo no podemos evitar reírnos.

Después de llevar todas las compras al hotel, nos cambiamos de ropa y nos vamos a sentar a la terraza del restaurante donde trabaja Rafael. Ya hay clientes por fuera y se nota que es conocido, porque todos lo llamaban por su nombre, lo poco que, para mi gusto, sale a la terraza. No obstante, como nos ha contado, su trabajo, normalmente, está en la cocina.

En una mesa de cuatro señoras de unos treinta años, no paran de comérselo con los ojos, aunque él, para no variar, no se da por aludido. Yo estoy de buen humor y no me importa lo más mínimo las miradas de las demás, así que seguimos allí sentados, hablando de todo un poco, mientras Rafael nos viene a ver de vez en cuando.

Yo intento por todos mis medios que se fije en mí, pero todo lo que hago, no sirve de nada. Primero, le ofrezco mi mejor sonrisa para luego pasar a mirarlo como si fuese algo comestible. Nada, él nos atiende sonriente, pero ni me toca ni me mira de esa forma que me hace sentir la mujer más deseada del mundo. Hasta que cuando viene a traerme una botella de agua, la cuarta botella que pido, me acaricia con el pulgar la parte de mi columna que está a la vista, ya que el traje que me he puesto me deja más de la mitad de la espalda al descubierto.

Nadie se da cuenta, sin embargo, yo me ruborizo de tal forma, que estoy segura de que se me nota a simple vista. Ahora entiendo por qué es mejor que no me toque.

A las diez de la noche afloja un poco el trabajo y Rafael aprovecha para sentarse con nosotros. Estamos charlando cuando se acerca una chica que le echa una mirada a Rafael como si no hubiese más hombres en el mundo.

—Hola, Rafael —le saluda por su nombre.

—Hola, Carla.

¡Alarma! Él la conoce también.

—¿No sabía que trabajases en un restaurante? Yo pensé que, con lo listo que eras en clase, estarías trabajando para la NASA —le dice Carla babeando.

—Bueno, a pesar de ser un genio, Rafael siempre saca tiempo para echarle una mano a los amigos —sale Jacobo en defensa de Rafael.

—Pues me alegro de que te vaya bien. Nos vemos y cuídate —se despide la víbora mientras se lo come con los ojos.

—Tú también, Carla —se despide Rafael educadamente.

—¿Esa no es Carla?, ¿la que estaba contigo en clase en el último curso? —pregunta la Yaya a Rafael.

—Sí, Yaya —le responde mi novio, intentando que la Yaya deje el tema porque ha notado como la he mirado yo y sabe que esa mirada significa que se acerca una pelea.

—Antes no te miraba así, ni siquiera te hablaba casi —insiste la Yaya.

—Sí, hermano, te miró de arriba abajo, como si supiese lo que escondes debajo de ese uniforme —interviene Jacobo, tan despreocupado como siempre.

—Es que la semana pasada, me la encontré en la ferretería mientras cargaba los materiales para hacer algunas de las reformas que le hice al local, ya sabes, un par de botes de pintura y cosas así, y hablamos un rato —explica Rafael, justificando que ahora la tal Carla le hable como si fuese su mejor amiga.

—¿Y qué tenías puesto? —le pregunto con ganas de pelea.

—La ropa que utilizo para trabajar en la obra del local —me dice Rafael, cabizbajo, posiblemente, preparándose para la batalla.

—¿Qué era? ¿Qué llevabas puesto, Rafi? —insisto en tono dulce, pero que él sabe que es solo la calma antes de la tormenta.

—Unos pantalones y una camisilla —responde en voz baja.

—¡¿Con mi camisilla?! —exploto.

—No, Laura, tu camisilla está en la caja que le envié a tu hermano, con mis cosas. Estaba con una que me dejó mi jefe para que pudiese trabajar los lunes en el local sin estropear la poca ropa que tengo aquí —me explica en tono bajo y relajado.

—Amiga, no crees que estás exagerando un poco —interviene Jacobo—. Ya sé que las hormonas no dejan que el oxígeno llegue al cerebro, pero respira, cuenta hasta quince y luego vuelve a hablar.

—Está bien. Siempre me pasa lo mismo. ¿Pero has visto cómo lo miraba? —admito, más tranquila después de haber contado quince, como me recomendó Jacobo.

—¿Has visto que mi hermano le haya seguido el juego? —me pregunta Jacobo en tono burlón.

—No, sin embargo, no es justo. Yo no lo veo en meses y estoy hecha un asco y él parece un Adonis y más sexi que nunca —me quejo, todavía molesta.

—No, princesa, tú estás preciosa, como siempre —me piropea Rafael, mientras me besa en la frente.

—Eso lo dices para que no me enfade —digo mimosa.

—No, Laura, lo digo porque es verdad y me voy a la cocina, a mi puesto de trabajo, que ya he dejado a los chicos solos mucho tiempo. Pero no se vayan, solo quedan dos mesas dentro. Ayudo a recoger la cocina y nos vamos.

—Claro, ¿verdad, Laura? —intenta poner paz Jacobo.

—Claro —le respondo, un poco enfadada aún.

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