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07. Lo que puedes querer

La alarma retumbaba como un grito metálico en la noche de Nueva York, resonando por las calles atestadas de luces y sombras. Desde su punto de vista privilegiado, balanceándose entre los rascacielos, Peter Parker —o mejor dicho, el Hombre Araña— tenía una visión clara de todo. Tres hombres con máscaras negras y movimientos nerviosos salían de un banco, cargando maletines que probablemente contenían mucho más que documentos aburridos. Sus manos sujetaban algo que brillaba bajo la luz tenue de las farolas: armas.

Peter soltó un suspiro mientras lanzaba otra telaraña para impulsarse.

—Claro, porque salir con maletines llenos de efectivo como en las películas no es lo suficientemente cliché. Tienen que traer explosivos. —Rodó los ojos, aunque nadie podía verlo debajo de su máscara.

Los ladrones subieron a una camioneta negra, pisando el acelerador como si los persiguiera el mismo diablo. Pero claro, no era el diablo. Era el Hombre Araña, y eso era mucho peor.

Balanceándose con precisión entre los edificios, Peter los siguió desde las alturas. Su sombra cruzaba las calles como un espectro mientras pensaba rápidamente en su próximo movimiento.

—Bueno, muchachos, ¿cuál es el plan? ¿Robar otro banco? ¿Tal vez una pizzería? Oh, espera, no, es Nueva York. Aquí preferimos los bagels. —Su voz resonó desde arriba, y los tres hombres dentro de la camioneta se tensaron al instante.

—¡Es él! —gritó uno de ellos, apuntando su arma hacia la ventana mientras buscaba algo, cualquier cosa, en la oscuridad.

—¡Qué observador! Dame cinco estrellas en Yelp por puntualidad. —Peter dejó caer una red de telaraña sobre el parabrisas, cegándolos momentáneamente. La camioneta derrapó hacia un lado, y aunque el conductor luchó por recuperar el control, fue inútil. El vehículo terminó estrellándose contra un hidrante, liberando un torrente de agua que cubrió la calle.

Antes de que los ladrones pudieran reaccionar, una figura roja y azul aterrizó sobre el techo de la camioneta, haciéndola tambalear.

—¿Qué tal, chicos? ¿No se supone que los lunes son para relajarse? —Peter abrió la puerta del conductor con un movimiento rápido, jalando al hombre hacia fuera y envolviéndolo en telarañas antes de que pudiera levantar su arma.

Los otros dos intentaron huir, pero Peter ya estaba un paso adelante. Con movimientos rápidos y fluidos, esquivó los disparos, dejó caer más telarañas y desarmó a los hombres en cuestión de segundos.

—¡Cuidado, son explosivos! —gritó uno de los ladrones antes de que Peter lo pegara a una farola.

—Explosivos, ¿eh? —Peter inclinó la cabeza mientras observaba los maletines abandonados en el suelo. Un pitido rítmico emanaba de uno de ellos, y aunque no era exactamente un experto en bombas, sabía que eso nunca era buena señal.

Con el tiempo corriendo en su contra, Peter se agachó junto al maletín. Su mente trabajaba rápidamente mientras analizaba los cables y las luces parpadeantes.

—¿Rojo o azul? Oh, vamos, ¿qué es esto, una película de los noventa? —murmuró mientras sus dedos se movían con precisión quirúrgica. Finalmente, cortó el cable rojo. El pitido se detuvo.

—Siempre apuesto por el rojo. Combina con mi atuendo. —Sonrió bajo la máscara mientras se enderezaba y observaba a los tres hombres envueltos en telarañas. Sirenas se acercaban rápidamente, y Peter no perdió tiempo.

—Los dejo en manos de los oficiales. —Saludó con dos dedos al grupo de policías que salían de sus autos mientras se lanzaba hacia los cielos, desapareciendo en la noche.

El rugido de Nueva York se convirtió en un eco distante mientras ascendía, su figura moviéndose entre las luces y sombras de la ciudad. Finalmente, aterrizó en el Edificio Chrysler, una de sus perchas favoritas. Se sentó en una cornisa, con las piernas colgando en el vacío, y dejó escapar un largo suspiro.

—¿Qué demonios me pasa? —murmuró, pasando una mano por su cabello bajo la máscara.

Peter balanceó sus pies en el borde de la cornisa, dejando que el viento helado de finales de octubre le despeinara el cabello bajo la máscara. Desde allí, podía verlo todo: las luces parpadeantes de Times Square, los taxis amarillos que parecían hormigas moviéndose entre el tráfico, y las sombras de la ciudad que nunca dormía.

Pero sus pensamientos estaban a kilómetros de distancia.

—¿Qué demonios me pasa? —dijo de nuevo, quitándose la máscara y dejándola descansar en sus manos. Su reflejo en el vidrio del edificio le devolvió la mirada, pero no encontró respuestas allí.

Recordaba la risa de Ornella. Esa risa suave, clara, como el agua corriendo por un arroyo. Recordaba cómo sus ojos marrones se iluminaban cada vez que encontraba algo que le hacía feliz, ya fuera una bufanda tejida a mano o un gato gordo durmiendo al sol. Recordaba cómo sus manos torpes, siempre pintadas de colores, parecían capaces de crear mundos enteros en un lienzo.

Y eso lo estaba volviendo loco.

Metiéndose en su cabeza incluso cuando debía estar trabajando.

—¡Es Ornella, por el amor de Dios! —gruñó, llevándose las manos al cabello y despeinándolo aún más. Sus palabras se perdieron en las alturas, pero su eco quedó atrapado en su pecho—. Ella es mi amiga. Solo mi amiga. Eso es todo.

Claro, una amiga a la que no puede sacar de su cabeza. Una amiga cuya sonrisa desarma más rápido que un ladrón con una pistola. Una amiga que hace que el frío de Nueva York se sienta como primavera.

Peter apretó los puños, frustrado consigo mismo. Nunca había sido ese tipo de chico. Él siempre podía tener amigas sin complicaciones, sin sentimientos extraños. Aunque Gwen también había sido su amiga, y... bueno, eso terminó como una tragedia griega.

—Exacto, Parker. Eso es lo que pasa cuando tú... —se interrumpió, apretando los dientes. Los recuerdos de Gwen seguían siendo una herida abierta, y cada pensamiento sobre Ornella parecía frotar sal en ella.

¿Por qué tenía que ser así? Ornella era dulce, sí. Hermosa, también. Torpe, un desastre en patines, incapaz de decirle que no a ancianos y niños. Pero también era... confiable, constante, adorable, alguien que no debería estar lidiando con un desastre como él.

Menos aún con lo que le pasó a Gwen por su culpa.

—Todo lo que toco muere. —Las palabras salieron antes de que pudiera detenerlas, y el peso de su propia declaración lo golpeó como un puñetazo en el estómago.

Peter respiró hondo, tratando de calmar el caos en su mente. Sabía que no podía permitirse pensar así. No podía arrastrar a Ornella a su mundo, no podía ponerla en peligro. Y no podía dejar que sus sentimientos, si es que eso era lo que eran, nublaran su juicio.

—Reúne tu mierda, Parker —se dijo a sí mismo, enderezándose y poniéndose la máscara de nuevo—. Ella es tu amiga, Dios sepa por qué y así va a quedarse. Fin de la historia.

Por supuesto, esa decisión no hacía que su pecho dejara de apretarse cada vez que pensaba en ella. Pero el Hombre Araña no tenía tiempo para sentimientos. Tenía una ciudad que proteger, y eso siempre sería lo primero.

Con un último vistazo a la inmensidad de Nueva York, Peter lanzó una telaraña al aire y se dejó caer en la noche.












El salón de eventos que el hospital había alquilado estaba decorado con luces cálidas y guirnaldas, mientras un cuarteto de cuerdas tocaba versiones de villancicos en una esquina. Ornella observó el lugar con una mezcla de nerviosismo y fascinación. Lorraine, impecable como siempre, había insistido en que la acompañaran a la cena navideña de la sala de urgencias. Thomas estaba con su cuadrilla apagando un incendio fuera de la ciudad, en compensación Ornella y Patrick estaban acompañándola.

Ornella trataba de no tocar demasiado el vestido rojo carmesí que Lorraine le había regalado para la ocasión. No era algo que ella usara normalmente; la parte superior entallada y la tela suave le resultaban extrañas, pero no desagradables. De hecho, creía que se veía bien... o al menos eso pensaba, hasta que Patrick la miró con los ojos abiertos de par en par y luego desvió la mirada como si el vestido le quemara la retina.

—Ella, ¿a quién buscas tanto? —gruñó Patrick, rompiendo el silencio y cruzándose de brazos.

Ella se encogió en su asiento, su mirada fija en la entrada del salón.

—¿Es un hombre? —insistió Patrick, con el ceño fruncido—. Oye, todos estos hombres están viejos o casados. No pienses que es una buena idea...

—P-Paddy, no es así, por Dios, yo... —Ornella tartamudeó, sus mejillas poniéndose del mismo color que su vestido. Se mordió el labio, luchando contra la vergüenza que subía por su cuello. ¿Por qué estaba actuando así? «No seas rara, Ella», se reprendió a sí misma, forzando una sonrisa antes de responder—. Estoy viendo si mi amigo Peter viene. Es sobrino de una enfermera del hospital, pensé que tal vez vendría a acompañarla.

Patrick levantó una ceja, claramente sin convencerse, pero en lugar de seguir interrogándola, hizo algo inesperado. Se aclaró la garganta, y con un gesto torpe extraño en él, extendió una mano hacia ella.

—¿Quieres bailar?

Ornella parpadeó sorprendida, pero no tardó en iluminarse con una sonrisa que le llegaba hasta los ojos.

—¡Claro! —respondió, tomando su mano con entusiasmo.

En la pista de baile, los dos parecían un desastre encantador. Patrick tenía dos pies izquierdos, y Ornella no se quedaba atrás, pero eso solo hacía que ambos se rieran más. La risa de Ella, clara y melodiosa, pareció relajar a Patrick, que incluso se permitió sonreír cuando ella se sonrojó tras un giro torpe.

Cuando regresaron a la mesa, ambos aún se reían, con el cabello un poco desordenado y las mejillas rojas por el esfuerzo. Lorraine ya había vuelto y estaba sentada conversando con May Parker y la doctora Pavel, una de sus colegas. Pero fue otra figura en la mesa la que atrapó la atención de Ornella: Peter.

Estaba de pie junto a su tía, pasándole una servilleta. Al notar su presencia, Ornella sintió que su rostro se iluminaba automáticamente y un nudo en su estómago se desataba.

—¡Viniste! —exclamó, antes de darse cuenta de que había hablado más alto de lo que pretendía.

El tiempo pareció detenerse por un momento. Lorraine, May, la doctora Pavel y Patrick giraron sus cabezas para mirarla con curiosidad. Ornella, al darse cuenta de su metida de pata, se congeló en su lugar, con las mejillas ahora tan rojas como su vestido.

Peter, que había estado enfocado en su tía, levantó la mirada al escucharla. Sus ojos se encontraron con los de Ornella, y durante un segundo, el bullicio del salón pareció desvanecerse. Una sonrisa suave se formó en sus labios, aunque una pizca de incomodidad también cruzó por su expresión.

—Eh... hola, Ella. —Su voz era tan tranquila como siempre, pero había algo en la manera en que sus manos jugueteaban con el borde de la chaqueta de su traje que lo delataba.

Y así, bajo la luz cálida del salón, con el sonido lejano de los villancicos y las miradas sobre ellos, Ornella se dio cuenta de que algo había cambiado entre ellos. Pero qué, exactamente, aún no lo sabía.












El aire frío del balcón era un alivio bienvenido tras el calor del salón lleno de médicos, enfermeras y familiares. Ornella, envuelta en la leve incomodidad de los eventos formales, cerró los ojos por un momento y respiró hondo. Había algo reconfortante en la noche de Nueva York: el zumbido de la ciudad amortiguado por la distancia y el brillo de las luces reflejado en las calles mojadas por la nieve.

A su lado, Peter se acomodaba el cuello de su chaqueta azul oscuro, un gesto distraído que Ornella observó de reojo. El traje le quedaba bien, aunque tenía unas ligeras arrugas cerca de las muñecas, como si hubiera sido usado más de una vez para ocasiones importantes. Sus ojos se detuvieron en sus manos, grandes y fuertes, con venas marcadas que parecían resaltar bajo la luz tenue. Ornella se sonrojó al darse cuenta de cuánto estaba observando, pero se apresuró a culpar al invierno y al aire frío que teñía sus mejillas de rosa.

Peter, siendo Peter, debía haber notado algo porque, sin decir una palabra, se quitó su saco y lo colocó suavemente sobre los hombros de Ornella. El gesto fue tan natural que ella no protestó, ni siquiera cuando el aroma cálido de Peter la envolvió.

Unos copos de nieve empezaron a caer, bailando suavemente en el aire. Ornella rio con entusiasmo y sacó la lengua para atrapar algunos, disfrutando del momento como una niña.

—Sabes que la nieve es agua sucia, ¿verdad? —comentó Peter con una mueca, rompiendo el hechizo. Su tono tenía ese matiz sabelotodo que ella se encontraba encantador.

—¿Agua sucia? —repitió Ornella, con una ceja levantada.

—Sí, la nieve puede contener partículas de polvo, contaminación y otros compuestos que no deberían entrar en contacto con el cuerpo humano. En realidad, no deberías comerla —dijo él, como si estuviera impartiendo una clase de ciencias improvisada—. Podrías enfermarte.

Ornella bajó la mirada, una sonrisa pequeña y extrañamente seria curvando sus labios.

—No me preocupa enfermarme, ni morir, Peter. Lo que me da miedo es que los que amo mueran. —Su voz era baja, como si estuviera compartiendo un secreto.

Las palabras resonaron en la noche, cargadas de una gravedad inesperada. No esperó él una declaración tan tétrica de parte de ella. Peter tragó saliva, su mirada cayendo hacia el horizonte de la ciudad, pero ambos estaban pensando en lo mismo: Gwen.

Ornella, sin apartar la vista de las luces de la ciudad, continuó en un tono más suave: —¿Sabías que mi madre me puso Ornella por una amiga que tuvo cuando estudió en Italia? Bueno, claro, no te lo había contado. Ellas prometieron que, si alguna tenía una hija, la llamarían como la otra. La amiga de mi madre murió hace años... sin tener hijos. —Ornella se encogió de hombros, con una sonrisa triste—. No le temo a la muerte, Peter. Lo que da miedo es lo que pasa después de ella, lo que queda.

Hizo una pausa, su voz temblando ligeramente.

—Amo a Lorraine y a Paddy, ¿sabes? Pero lo que quedó de mi papá después de perder a mamá... —Suspiró y negó con la cabeza—. Me alegra que ahora tenga a Lori. Él es un padre maravilloso, nadie debería pasar por eso dos veces.

Peter no sabía qué decir. Las palabras parecían atascadas en su garganta mientras la observaba. Con su cabello chocolate enmarcando su rostro y el vestido rojo carmesí resaltando la delicadeza de su figura, él se sentía impotente. Ornella sonrió con una risa suave, casi acuosa, mirando la punta de sus zapatos.

Él sentía como si la estuviera conociendo de nuevo.

Era como verla por primera vez.

—Siempre he querido ser como mi mamá. Todos dicen que era un alma libre, despreocupada. Pero... —Ella se detuvo, sus ojos brillando con lágrimas contenidas—. Pero yo no soy así. Me preocupo por todo. —Alzó la vista hacia Peter, sus palabras apenas un susurro—. Yo no soy como ella. No quiero ser una artista independiente y fluir con lo que venga; quiero ir a la SVA, quizás ser académica o quizás no, no lo sé, pero... ¿Y si no me aceptan? ¿Y si no soy suficiente en lo único que soy buena?

Peter nunca había sido bueno con las lágrimas, y verlas amenazando con rodar por las mejillas de Ornella le hizo apretar una mano en un puño dentro del bolsillo de su pantalón. Por un momento, consideró tirar de ella hacia sus brazos, ofrecerle consuelo en un gesto más físico, pero algo lo detuvo. En cambio, levantó una mano y la colocó sobre el hombro de Ornella, ejerciendo una presión firme pero reconfortante.

—Ella, mírame. —Su voz era baja, pero llena de convicción, lo que la obligó a mantener el contacto visual. Peter sostuvo su mirada, sus palabras exponiendo sus pensamientos—. Eres increíblemente talentosa. Si yo, siendo un desastre, puedo estudiar en la universidad, tú puedes cambiar el mundo.

Ornella soltó una risa suave, sus lágrimas todavía brillando en sus ojos mientras lo miraba con incredulidad.

—Pero, Peter, tú eres un genio, y yo soy solo una chica que pinta con acuarelas. No es lo mismo.

Peter, sintiendo una oleada de audacia que ni siquiera sabía de dónde venía, levantó una mano y acarició su mejilla con el dorso de los dedos, su toque ligero como un susurro. —Créeme. Podrías salvar a alguien con esas acuarelas, Bambi.

El apodo salió de sus labios con tanta naturalidad que Ornella no pudo evitar morderse el labio, su mirada fija en los ojos de Peter, grandes y sinceros. Era como si él realmente creyera en esas palabras, como si viera algo en ella que ella misma no podía ver. Ella quiere escuchar más, quiere saber qué es lo que Peter ve en ella. Necesita saberlo.

Antes de que ninguno pudiera decir algo más, la voz de Patrick rompió el momento.

—¿Interrumpo algo? —dijo, carraspeando desde la puerta del balcón.

Peter dio un paso atrás de inmediato, pasando una mano por su nuca mientras miraba a Ornella con algo que parecía una disculpa en sus ojos.

—Mamá dice que ya quiere irse. Está cansada. —Patrick miró a Ornella, pero sus ojos también se posaron brevemente en Peter, evaluándolo.

Ornella asintió, incapaz de encontrar las palabras, con dedos temblorosos, le regresó a Peter su chaqueta. Mientras caminaban hacia la salida, Patrick decidió romper el silencio de la manera más incómoda posible.

—¿Acaso ese idiota te llamó Bambi porque se murió tu madre?

—¡No! —exclamó Ornella, horrorizada, girándose hacia él con las mejillas encendidas—. ¿Cómo puedes siquiera pensar eso?

—Entonces, ¿por qué es? —insistió Patrick.

Ornella abrió la boca, pero las palabras no salieron. Finalmente, balbuceó algo ininteligible y aceleró el paso hacia el coche.

—¡No hagamos esperar a Lori! —dijo, su voz algo más alta de lo necesario.

Patrick la miró de reojo, pero no insistió, siguiendo a su hermanastra hacia el coche.










Mientras Peter observaba cómo Ornella se alejaba junto a Lorraine y Patrick, algo en su sentido arácnido lo hizo ponerse en alerta. El zumbido familiar recorrió su columna, erizando la piel de su nuca. Giró la cabeza hacia el balcón vacío y luego al oscuro callejón que se extendía junto al edificio. Algo no estaba bien. Sin dudarlo, saltó del balcón hacia la calle, sus zapatos resonando contra el pavimento.

Apenas tocó el suelo, un destello brillante atravesó el aire frente a él, como si el espacio mismo se desgarrara. Un agujero, pulsante y rodeado de energía desconocida, se abrió justo frente a sus ojos. Antes de que pudiera procesarlo del todo, ya se estaba quitando el traje formal, revelando su traje del Hombre Araña que siempre llevaba debajo. El zumbido en su cabeza se intensificó, y antes de que pudiera moverse o reaccionar, el agujero lo absorbió. En un parpadeo, Peter cayó de pie en lo que parecía ser Nueva York, pero algo estaba... diferente.

Frunció el ceño al observar un cartel publicitario iluminado en Times Square. En lugar de su propia imagen, que conocía bien de las portadas del Daily Bugle, un niño más joven lo miraba desde la pantalla gigante. Peter sintió el pecho apretarse mientras daba un paso atrás.

—¿Qué demonios...? —murmuró, su voz, apenas un susurro que se perdió entre el bullicio de esta Nueva York que no era suya.








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NOTA DE AUTOR:

Bueno, desde acá el fic va cuesta abajo JAJAJA. ¿No son acaso Ornella y Peter absolutamente adorables, pero frustrante que no se dan cuenta de que se están enamorando y no hay nada que puedan hacer para evitarlo? ¿Opiniones? ¿Críticas? ¿Qué opinas de Patrick? ¿Te gustó la escena de acción de Peter con los ladrones?

Les prometí No Way Home, les traje No Way Home. ¡Aplausos, por favor!

Capítulo 07: 22 de enero.

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