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Uno


Llego a casa después de una apabullante victoria en el torneo de ajedrez que organiza el club local. Abro lentamente la puerta y me quedo de pie tras cruzar el umbral, contemplo lo vacía que se siente la casa; no es la misma sin él.

Extraño tanto sus singulares bienvenidas, que ni siquiera la satisfacción de haber ganado, con la mejor puntuación de todo el torneo, es suficiente para calmar esta sensación de vacío; duele su ausencia  y unas lágrimas que se agolpan en mis ojos, amenazan con salir.

Antes solo éramos mi madre, el abuelo y yo, pero desde el día en que llegó Tito, le dio la chispa de alegría a esta casa; aún no puedo creer que se haya ido, así como se fue el abuelo, dejándonos solos a mi madre y a mí.

—Mamá, ya llegué —informo, finalmente dentro de  casa.

—En seguida salgo —La escucho decir desde alguna habitación —, tu comida está en el microondas y hay jugo de naranja en la nevera.

Ya en la mesa dispuesto a comer, me invade la melancolía y un compungimiento total se apodera de mí al recordar cómo se echaba a mi lado mientras yo comía, esta vez no puedo evitar las lágrimas y las dejo caer. Mi madre sale en ese momento, me mira con cara de angustia, se acerca a mí y, abrazándome, me consuela.

—¡Oh, cariño!, no sabes cómo me duele verte así y no poder hacer nada para que te sientas mejor —dijo mi madre entre sollozos.

Nos quedamos así, llorando, tratando de consolarnos mutuamente. Era la primera vez que lo hacíamos, era la primera vez que solo necesitábamos un abrazo y ninguna palabra. Después de un rato, mi madre interrumpió el abrazo acomodándose en una silla a mi lado.

—Cariño, creo que es tiempo de que te cuente algunas cosas que para ti son desconocidas y, que en este momento, considero te pueden servir de gran ayuda. No me tomará mucho tiempo, ¿puedo contarte o prefieres terminar de comer?

—Te escucho mamá —asiento en señal de aprobación.

—Cuando yo tenía dieciséis años, supe que estaba embarazada de ti y sentí pánico; nunca había tenido tanto miedo en mi vida —confiesa —. Yo era la menor de la familia, sabía que mis padres no se tomarían nada bien la noticia, pues eran muy tradicionales, pero jamás pensé que harían algo tan radical cuando por fin reuní el valor suficiente para decirles; me echaron de la casa.

Abro los ojos de manera exorbitante, sabía que mi madre no tenía ningún contacto con su familia, pero nunca me imaginé que por mi culpa la botaron de su casa.

—Lloré por varias horas en el pequeño parque que había a unas cuadras de la casa, sin saber que hacer —prosigue —. Cayó la noche, me dio frío y me quedé sola hasta que sentí hambre, entonces caminé a casa de Isabella, mi mejor amiga en ese momento —aclara —. Una vez allí me dieron cena, me di un baño y me puse ropa limpia que me prestó Isabella. Su madre me preguntó que me pasaba, le confesé con temor que me habían echado de la casa porque estaba embarazada, ella también se espantó con la noticia y me sacó de su casa sin importar los gritos suplicantes tanto de su hija como míos. Le prohibió a Isabella, justo en frente de mí, verme o dirigirme la palabra, pues yo era un mal ejemplo para la educación que ella le había dado.

Me quedo atónito escuchando a mi madre confesar todo esto que, hasta hoy, desconocía. Le doy una mirada compasiva y cuando trato de decir algo, ella me detiene levantando una mano para que la deje continuar.

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