Capítulo 5. Hotel.
Elías despertó sobresaltado a mitad de la noche, con el corazón latiendo con fuerza en su pecho. La habitación estaba en penumbras, y un sudor frío le recorría la frente. Se sentía intranquilo, como si acabara de escapar de una pesadilla. Sin embargo, cuando los recuerdos de lo que había vivido más temprano comenzaron a volver a su mente, no estaba seguro de qué era peor: los horrores de sus sueños o la realidad que ahora lo envolvía. Lo que más lo atormentaba era que todos parecían conocer algo que él no. ¿Qué le estaban ocultando? ¿Por qué?
Se levantó de la cama y dio unos pasos por la habitación, tratando de evadir su mente de aquello que lo perturbaba. Llegó hasta la ventana, corrió la cortina y miró hacia la calle. Los vehículos estaban apostados sobre la acera, quietos bajo la tenue luz del alumbrado público. La escena, aunque tranquila, no le ofrecía consuelo. La suave brisa nocturna apenas movía las hojas de los árboles, y el silencio profundo de la madrugada parecía amplificar su inquietud. Sentía un peso en el pecho, una melancolía que lo abrumaba, de la que todo mundo era ajeno. La sensación de que algo acechaba en la oscuridad, le robaba el sueño.
Un ruido sordo lo hizo detenerse. Con cautela, se acercó a la puerta y la abrió lentamente, permitiendo que la penumbra del pasillo se extendiera. Miró a su alrededor, pero todo parecía tranquilo. Entonces, giró la cabeza hacia la bodega, de donde surgía un sonido inconfundible: algo o alguien estaba husmeando allí dentro. Podía escuchar claramente cómo se abrían y cerraban cajones, cómo las cajas eran arrastradas de un lado a otro. Elías sintió un nudo en la garganta, y el dolor en su cabeza comenzó a resurgir, acompañado de esas susurrantes voces que tanto lo atormentaban. No podía ser una coincidencia. Lo que sea que estuviera acechando en su bodega era la fuente de sus males, y parecía estar llamándolo. Salió de su habitación con pasos vacilantes, avanzando hacia la bodega. Por un momento, contempló la idea de despertar a sus padres, pero algo le decía que para cuando regresaran, ya sería demasiado tarde. Además, lo que sea que estuviera sucediendo parecía estar dirigido solo a él. Tenía que descubrir qué estaba ocurriendo, aunque el miedo se aferrara a cada fibra de su ser.
La habitación estaba sumida en la oscuridad, iluminada solo por la pálida luz de la luna que se filtraba a través del gran agujero en el techo. Los muebles seguían desordenados como antes, aunque era difícil saber si el caos había empeorado. Elías podía escuchar pequeños susurros, pero no lograba distinguir si eran reales o solo un eco de su mente. Avanzó con cautela, esquivando las cajas esparcidas por el suelo y los objetos desperdigados. De repente, un ruido más fuerte resonó al final de la habitación. Elías fijó la mirada en esa dirección, intentando localizar al responsable. Una sombra alargada se deslizó entre los muebles, y cuando logró seguirla con la vista, la criatura ya estaba escapando por el agujero. Lo último que vio fue una pierna grisácea, con un pie desproporcionadamente largo y dedos alargados rematados en uñas afiladas. La piel era rugosa y áspera... claramente, no era humano.
Elías permaneció inmóvil durante unos segundos, tratando de procesar la imagen. La voz de su papá hablando con su mamá resonaba en su cabeza: "...sólo falta que empiece a ver cosas". ¿Sería todo producto de su imaginación? Su corazón latía muy rápido; eso no podía ser solo cosa de su mente, ¿o sí? De regreso a su habitación, acostado en su cama, meditó sobre la situación. Si decía algo, confirmaría que lo que fuera que le estuviera ocurriendo había vuelto. Pero si lo que ocurría era real y no decía nada, podría ser peor.
A la mañana siguiente, cuando Elías bajó a desayunar, encontró a su familia ya sentada a la mesa. Un plato de hot cakes con mermelada y mantequilla lo esperaba. Se sentó, dio los buenos días y comenzó a comer en silencio. Claudia estaba de pie en la barra, sirviendo café. Cuando terminó, se unió a la mesa.
—Cariño —dijo Claudia, dando un sorbo a su café—, ¿qué crees que haya querido decir el oficial anoche con eso de que la casa tenía su historia?
—Amor —Alfonso se encogió de hombros—, esta casa debe tener más de trescientos años. ¿No crees que eso cuenta como historia?
—Lo sé, pero... me dio la impresión de que el oficial se estaba refiriendo a otra cosa.
—¿Cómo qué?
—No sé... —Claudia dio una mordida a su tostada—, algo turbio.
Elías miró a su mamá, pensando si era el momento de contar lo que había ocurrido en la madrugada.
—Pues, a mí la inmobiliaria no me mencionó nada, pero ¿por qué ver hacia el pasado?
Elías dio un trago a su jugo y se armó de valor.
—Creo que... —titubeó—, hay algo en la casa.
Todos se giraron hacia Elías con expresión de incredulidad.
—¿A qué te refieres, cariño? —preguntó Claudia, su voz denotaba un nerviosismo apenas disimulado.
Elías tragó saliva, tratando de encontrar las palabras adecuadas. Las imágenes de lo que había visto se arremolinaban en su mente, confusas y aterradoras. Se imaginó a sí mismo siendo arrastrado por el pasillo de la casa, atado con una camisa de fuerza, y subido a una camioneta blanca.
—No sé qué era, pero... no era humano —murmuró, su voz temblaba levemente.
Claudia entrecerró los ojos, tratando de comprender lo que su hijo decía, mientras Alfonso fruncía el ceño, cruzando los brazos con mayor firmeza.
—¿Qué quieres decir con eso, Elías? —insistió Claudia, intentando mantener la calma—. ¿Puedes describirlo?
Elías asintió, tembloroso.
—Vi una pierna... era grisácea, áspera, como si la piel estuviera cubierta de escamas. Y los dedos... eran demasiado largos, con uñas muy largas y afiladas.
Alfonso dejó escapar un suspiro exasperado, comenzando a moverse inquieto.
—Esto no está bien, Claudia. Sabíamos que algo así podía volver a pasar. Tiene que atenderse nuevamente —dijo Alfonso, sin molestarse en ocultar su frustración.
Elías, desconcertado, levantó la cabeza y miró a sus padres.
—¿Volver a pasar? ¿Qué es lo que ocurrió la última vez? ¿De qué están hablando?
Pero Claudia y Alfonso siguieron enfrascados en su conversación, ignorando por un momento la pregunta de su hijo.
—Alfonso, no puedes sacar conclusiones tan rápido. Es nuestro hijo, y necesitamos entender qué está pasando antes de hacer cualquier cosa precipitada —insistió Claudia.
—¿Entender? —replicó Alfonso, su tono volviéndose más agudo—. ¿Qué hay que entender? Está diciendo que vio una criatura que no es humana. Esto es exactamente lo que pasó la última vez. ¿Y cómo terminó? ¿Te acuerdas? No podemos ignorar las señales, Claudia.
—¡Papá! —interrumpió Elías, más fuerte esta vez—. ¿Qué pasó la última vez? ¿Por qué no sé nada de esto?
Alfonso se quedó en silencio por un instante, con su ceño fruncido. Claudia lo miró, esperando su reacción, mientras Elías esperaba alguna respuesta que aclarara el misterio.
Finalmente, Alfonso suspiró profundamente y, con una expresión sombría, dijo:
—Acordamos que nunca se hablaría de ello, Elías. Es por tu bien. Será mejor que no lo recuerdes. Por eso es que mantenemos al margen todos estos temas paranormales y de terror en esta familia.
Elías miró a sus padres con una mezcla de desesperación y determinación.
—No estoy loco —dijo con firmeza, aunque su voz temblaba un poco—. No me estoy imaginando cosas. Todos escucharon los ruidos que vienen de la bodega. No son ladrones, es esa criatura la que está merodeando. ¡Todos lo escucharon, es real!
Claudia y Alfonso intercambiaron una mirada preocupada, mientras el silencio llenaba la habitación. Antes de que pudieran responder, Agustín intervino con su famoso sarcasmo.
—A mí no me miren, yo no dije nada de ver criaturas grotescas. Aquí el único que califica para el manicomio es mi hermanito.
—¡Agustín!— exclamó Alfonso, girándose hacia su hijo mayor con una expresión severa, reprendiéndolo por su comentario fuera de lugar.
Elías lo fulminó con la mirada, pero el comentario de Agustín, en lugar de calmar la tensión, pareció encenderla aún más.
—No es solo lo que digo, Agustín —insistió Elías, más enfadado—. Es lo que vi. Algo salió de esa bodega. No era humano, y está ahí afuera.
Alfonso cerró los ojos por un momento, frotándose las sienes como si tratara de aliviar un dolor de cabeza.
—Escuchen, no importa lo que sea o lo que creas que viste —dijo Alfonso, mirando a Elías directamente—. Lo importante ahora es mantener la calma y no dejar que esto nos controle. No podemos dejar que este... miedo, o lo que sea, nos consuma otra vez.
Elías sintió la frustración hervir dentro de él, pero antes de que pudiera decir algo, Claudia lo interrumpió.
—Elías, lo que importa ahora es tu bienestar. No vamos a ignorar lo que sientes, pero necesitamos encontrar una manera de manejar esto juntos. Y si eso significa que tengamos que hablar de lo que pasó antes... lo haremos.
Elías finalmente comprendió que algo oscuro había sucedido en el pasado, un misterio que sus padres habían intentado ocultar a toda costa. Por más que una parte de él ansiara descubrir la verdad, otra comenzaba a dudar si realmente quería saberlo. Quizás su papá tenía razón, tal vez algunas cosas era mejor no recordarlas, no enfrentarlas. De repente, ya no estaba seguro de lo que quería; lo único que deseaba era que todo esto fuera una terrible pesadilla de la cual pudiera despertar, volver a la normalidad y dejar atrás el peso de la incertidumbre que lo ahogaba.
Alfonso terminó su café de un solo trago, dejó la taza sobre la mesa y, mientras se levantaba, cambió el tono de su voz a uno más ligero, claramente decidido a cerrar la incómoda conversación.
—Bueno, chicos— dijo mientras se limpiaba con la servilleta—, recuerden que los espero en el hotel más tarde para que lo conozcan. Creo que les va a gustar.
Elías y Agustín caminaron en silencio hacia el hotel, un trayecto de cuarenta minutos que se sintieron eternos. Elías no podía sacudirse la sensación de que su hermano lo observaba de reojo, como si lo estuviera analizando o, peor aún, compadeciendo. Ese pensamiento le resultaba incómodo, pero lo guardó para sí mismo. Al pasar por una tienda, Elías se detuvo y entró a buscar un lector de memoria USB para la cámara que había encontrado en el bosque. Agustín lo siguió sin decir nada, pero Elías sintió su mirada fija, juzgándolo en silencio. Cuando retomaron el camino hacia el hotel, Elías empezó a prestar atención a la gente que pasaba a su lado. Ninguno parecía preocupado o asustado; todos iban con sus asuntos, indiferentes a los miedos que lo atormentaban. Por un momento, se preguntó si todo estaba realmente en su cabeza.
El hotel estaba ubicado en un edificio antiguo, posiblemente más viejo que la casa de Elías. Se trataba de una estructura de seis plantas, situada en una esquina prominente donde dos calles se encontraban en una intersección en forma de cuchilla. La fachada, en tonos claros y oscuros, destacaba por sus balcones de hierro forjado, cada uno adornando las ventanas rectangulares que estaban cubiertas por cortinas pesadas. La planta baja tenía ventanas similares y una puerta principal imponente y elegante, decorada con detalles de cantera y situada en el centro de la suave curva de la esquina. En la parte superior, unas placas de metal grabadas con las palabras "Hotel Paraíso" en letras elegantes remataban la fachada del edificio, aportando un toque distintivo.
Al cruzar la entrada principal, Elías y Agustín fueron recibidos por un aroma a incienso y el suave eco de sus pasos resonando sobre el piso de mármol pulido. Inmediatamente, un empleado con una sonrisa profesional y cálida se acercó, inclinando ligeramente la cabeza en señal de saludo.
—¿Necesitan ayuda con el equipaje, señores? —preguntó con amabilidad.
Agustín, sin dudarlo, negó con la cabeza y replicó con seguridad:
—No, gracias. Solo estamos buscando el lobby—se apuró a contestar, temiendo que los fueran a echar.
El empleado les indicó la dirección con un gesto cortés. Elías y Agustín siguieron sus indicaciones, caminando por el elegante vestíbulo hasta llegar al mostrador de recepción, donde una joven con uniforme impecable les sonrió amablemente.
—¿En qué puedo ayudarlos? —preguntó con voz profesional.
—Buscamos al señor Alfonso Rivera —respondió Agustín—. Somos sus hijos... nos pidió que pasáramos por aquí.
La recepcionista asintió y, tras unos segundos, tomó el teléfono para comunicarse. Mientras esperaba, les lanzó una breve mirada de cortesía.
—El señor Rivera les pide que lo esperen en la sala —dijo finalmente—. Está un poco ocupado en este momento.
Con un gesto de agradecimiento, los hermanos se dirigieron hacia la sala para esperar.
La sala del hotel era acogedora, con una combinación perfecta de muebles rústicos y detalles modernos. Los sillones de madera oscura rodeaban pequeñas mesitas, sobre las cuales se posaban lámparas modernas que iluminaban suavemente el espacio. Una alfombra roja cubría el suelo, añadiendo calidez al ambiente. El techo, decorado con vigas de madera expuestas, sostenía grandes candiles que otorgaban un toque de elegancia majestuosa. En el centro de la sala, una mesa de madera tallada, protegida por un cristal, estaba repleta de folletos informativos y propagandas sobre la ciudad y el hotel.
Desde ahí, observaron la ajetreada rutina de los empleados del hotel, que se movían de un lugar a otro, acarreando maletas o guiando a los huéspedes por las distintas zonas del lugar. A su alrededor, resonaban los murmullos constantes de las personas que no dejaban de moverse. Agustín rompió la calma, inclinándose hacia Elías con el ceño fruncido.
—¿Por qué dijiste esas tonterías de que había algo en la casa?— preguntó en tono seco.
Elías lo miró fijamente y respondió:
—No son tonterías, yo lo vi.
Agustín esbozó una sonrisa sarcástica.
—Sí... bueno, no creas todo lo que ves, Princesa— replicó con burla.
—¿Qué quieres decir con eso? —Preguntó Elías intrigado y algo molesto— Tú sabes qué es lo que están ocultando mis papás, ¿no es verdad?
Agustín, sin decir una palabra más, desvió la mirada, esquivando la conversación.
—Anda, dímelo—exigió Elías.
En lugar de responder, Agustín se levantó del sillón y, sin mirar atrás, se marchó en silencio.
Elías dejó caer la mirada sobre la mesa de centro. Un folleto llamó su atención, y sin pensarlo, lo tomó entre sus manos. Tenía un diseño oscuro y misterioso, que destacaba la imagen del autobús que había visto en el centro, pintado como una calavera. En la portada se veía el vehículo con sus luces rojas encendidas, resaltando los detalles blancos del dibujo de la calavera. Al abrirlo, se mostraban los diferentes horarios para el famoso "Recorrido del Terror", prometiendo una experiencia escalofriante para los amantes del género, visitando los sitios más oscuros y aterradores de Acatlán. Una frase en letras mayúsculas blancas destacaba: "Atrévete a viajar entre las sombras".
Como su papá no salía a buscarlos, Elías decidió que sería una buena oportunidad para conocer el hotel por su cuenta. Se levantó del sillón, dobló el folleto y lo guardó en el bolsillo de su pantalón. Luego, se dirigió hacia las escaleras y comenzó a subir los escalones de dos en dos. Al llegar al cuarto piso, se alejó de las escaleras y decidió recorrer el pasillo que se extendía frente a las habitaciones. El pasillo era estrecho, iluminado por candiles que colgaban del techo, similares a los de la recepción. A lo largo del pasillo, varias puertas de madera oscura con números dorados se alineaban perfectamente, y a mitad del camino, una pequeña mesa de caoba sostenía una lámpara decorativa de estilo antiguo, acompañada por dos sillas tapizadas que parecían llevar décadas ahí. El piso estaba cubierto de azulejos cuadrados con figuras de rombos azules sobre un fondo blanco. De las paredes colgaban cuadros con pinturas antiguas de personajes históricos, junto con una que otra figura abstracta. El ambiente era silencioso, creando un aura de misterio.
Recorriendo el pasillo, Elías se encontró con una mucama que salía de una de las habitaciones, empujando su carrito de servicio tras haber terminado de asearla. Intentó pasar de largo, manteniendo la vista al frente, hasta llegar al final del pasillo, donde se asomó por la ventana ubicada en la esquina del edificio. Desde allí, miró hacia abajo, esperando que la mucama se fuera. Sin embargo, la joven no se movía. Después de unos minutos, Elías decidió regresar hacia las escaleras, tratando de pasar inadvertido, pero la voz de la mucama lo detuvo:
—Buenas tardes, ¿busca alguna habitación?
Por alguna razón, Elías se sintió atrapado, como si lo hubieran sorprendido en una travesura. Pero rápidamente recordó que no estaba haciendo nada malo, así que se giró hacia la recamarera con una expresión despreocupada.
—Eh, no. Gracias. Mi papá trabaja aquí y solo estoy conociendo el lugar.
—¡Ah!—exclamó la joven con una sonrisa—. Debes ser el hijo del señor Alfonso, ¿no es así?
Elías asintió, sintiéndose algo más cómodo.
—Me llamo Elías.
—Mucho gusto, Elías. Yo soy Susana—dijo, extendiendo su mano, la cual Elías estrechó—. Y dime, ¿qué te parece el hotel?
Elías se encogió de hombros y lanzó una mirada rápida al pasillo antes de responder:
—Me gusta... creo. Apenas lo estoy conociendo, pero me encanta la idea de que se haya adaptado sobre un edificio antiguo. Al recorrerlo, siento que viajé al pasado. Pensar en quién habrá vivido aquí antes, quiénes caminaron por estos pasillos... me fascina.
Susana le devolvió una sonrisa mientras ajustaba el carrito de servicio, pero había algo en su expresión, una sombra de incomodidad.
—Sí... antes las casas eran enormes, ¿verdad? Pero a veces, me da miedo andar sola por estos pasillos —dijo, bajando la voz, como si no quisiera admitirlo del todo.
Elías frunció el ceño, intrigado.
—¿Miedo? ¿Por qué? —preguntó, intentando ocultar su curiosidad.
Susana lanzó una mirada rápida por el pasillo, como si estuviera a punto de revelar un secreto de Estado.
—Bueno... es que una vez me pasó algo muy raro. Desde entonces, no me siento del todo tranquila aquí cuando estoy sola.
El interés de Elías era evidente. Aunque siempre había sentido fascinación por la historia antigua y los misterios del pasado, el haber crecido en un ambiente donde los temas paranormales eran prácticamente prohibidos, nunca había prestado demasiada atención a lo sobrenatural. En casa, hablar de lo oculto o de fenómenos inexplicables estaba fuera de los límites, lo cual había hecho que, hasta entonces, esos temas no le resultaran tan atractivos. Sin embargo, algo en la historia de Susana despertaba una chispa en su interior, como si una parte dormida de él se hubiera activado. La sensación de que un gran misterio se escondía en Acatlán y, quizá, en el hotel, le provocaba una mezcla de emoción y temor. Por primera vez, sentía que había algo que descubrir, alimentando su pasión por resolver enigmas ocultos. Pero junto a esa emoción también venía el miedo, la inquietante posibilidad de que realmente hubiera algo acechando en las sombras, algo mucho más peligroso de lo que jamás hubiera imaginado.
—¿Qué fue lo que te pasó? —preguntó, tratando de disimular su curiosidad.
Susana soltó un suspiro y miró hacia el final del pasillo.
—Fue una mañana... Estaba haciendo mis tareas, limpiando una de las habitaciones del último piso. Al principio, todo parecía normal. Pero poco a poco comencé a sentirlo... algo raro. Como si alguien me estuviera siguiendo, observándome... —su voz bajó aún más—. Es difícil de explicar, pero seguro conoces esa sensación, ¿verdad? Como cuando sientes que alguien está justo detrás de ti, pero no puedes verlo.
Elías asintió lentamente, pensando que quizás esa podría ser la mejor descripción de lo que sintió cuando entró a su casa por primera vez.
—¿Y luego? —susurró.
—Al principio pensé que era mi imaginación, pero luego... —Susana se abrazó a sí misma—. Sentí un frío repentino, como si alguien hubiera abierto una puerta de refrigerador, un aire gélido me golpeó, y fue entonces que lo supe... no estaba sola.
Elías sintió un escalofrío recorrer su espalda.
—¿Qué hiciste?
—Me giré... despacio, casi sin querer. Y entonces los vi. Dos ojos amarillos, brillando en la oscuridad, observándome desde una esquina... no había un cuerpo, solo esos ojos. Fijos en mí, mirándome—Susana se estremeció al recordar—. Entonces, corrí. Busqué a un compañero, pero cuando volvimos... ya no había nada. Ni rastro de esos ojos, pero esa sensación... no se ha ido, no para mí.
—¿Y alguien más ha presenciado algo similar? ¿Algún compañero? —preguntó Elías, intrigado.
—No lo sé... —respondió Susana, pensativa—. Yo acabo de empezar a trabajar aquí, y la verdad es que no había hablado de esto con nadie. Pero sí he escuchado que han habido muchas quejas de los huéspedes, especialmente de los que se hospedan en el último piso.
—¿Quejas? ¿Sobre qué exactamente? —insistió Elías.
—Principalmente sobre ruidos extraños —explicó Susana, haciendo una pausa—, pero también problemas con la calefacción. Aunque lo curioso es que, no creo que se trate de un fallo técnico.
—¿Tú crees que...?
—Sí —asintió Susana con seriedad—, lo mismo que sentí yo. Ese frío repentino, que cala hasta los huesos—. Susana bajó la mirada y suspiró—. Bueno... tengo que seguir trabajando —dijo, acomodando su carrito de servicio.
—Claro —respondió Elías.
—Fue un gusto conocerte, Elías —añadió con una sonrisa, mientras tomaba el carrito—. Y, bueno... no pienses demasiado en lo que te conté. Este lugar puede jugar con tu mente.
Elías la observó alejarse, empujando su carrito de servicio, hasta que desapareció dentro de otra habitación. Las últimas palabras de Susana resonaban en su cabeza, más de lo que hubiera querido admitir. Cuando llegó a las escaleras, dispuesto a bajar, una pequeña inquietud lo detuvo. Se giró y miró hacia arriba, donde las escaleras conducían al último piso. Después de unos segundos de duda, decidió subir, impulsado por la historia de Susana.
El pasillo en el último piso era idéntico a los anteriores, excepto por los números que adornaban las puertas de las habitaciones. Elías caminó hasta el final y se asomó por una ventana. Desde ahí tenía una vista aérea de Acatlán, con las siluetas de antiguas iglesias elevándose sobre el horizonte.
Una onda gélida lo envolvió de repente, calándole hasta los huesos. Su aliento empañó el cristal de la ventana, y una extraña sensación lo paralizó: la misma que Susana le había descrito. Su cuerpo estaba tieso y un escalofrío subía por su espalda mientras los sonidos que lo rodeaban se volvían confusos y distorsionados, como si el pasillo mismo cobrara vida. Armándose de valor giró lentamente la cabeza, su corazón palpitaba con fuerza, temeroso de lo que vería, sin embargo el pasillo estaba vacío.
Aún cuando no había nada visible, se sentía observado, como si las puertas y los muros lo acecharan. Dio un paso hacia adelante, y luego otro, con los sentidos en alerta máxima. Al llegar a las escaleras, se sintió aliviado, una vía de escape al fin.
Convencido de que todo habría sido producto de su imaginación, giró una última vez hacia el pasillo antes de bajar, cuando lo vio. Una sombra, al ras del techo, se dirigía hacia él, deslizándose como una mancha de tinta que se extendía, silenciosa y letal. Era densa y espesa, con bordes que se disipaban y retorcían como si estuvieran vivos, arrastrándose hacia él mientras él permanecía completamente inmóvil, presa del pánico. De la sombra surgieron tentáculos oscuros que se dirigieron hacia él con aterradora rapidez. De golpe, Elías reaccionó, dio media vuelta y bajó las escaleras a toda velocidad, sintiendo el peso de la oscuridad sobre sus hombros sin atreverse a mirar atrás.
Al llegar al tercer piso, se sintió mareado y, de repente, un fuerte dolor de cabeza le estalló, obligándolo a doblarse, como si pequeñas burbujas explotaran una tras otra dentro de su cráneo. Arrodillado, vencido por el dolor, gritó en un intento desesperado de expulsarlo de su cuerpo mientras lo consumía poco a poco, hasta que acabó recostado en el suelo. Al apoyar la cara en el piso, percibió una textura extraña, como arena. Al abrir los ojos, el dolor había desaparecido, y el hotel también. Frente a él se extendía una gigantesca duna de arena rojiza, en medio de la nada.
El cielo era oscuro, con tonalidades que jamás había visto antes. Relámpagos purpúreos y rojizos cortaban el firmamento, rugiendo con ferocidad. Si esto era un sueño, era el más vívido que había experimentado. Se levantó y comenzó a caminar, sin idea de a dónde ir, sus pies se hundían en la arena, dificultando cada paso. Miró a su alrededor, pero no había nada a la vista, solo un vasto desierto. Una corriente de aire frío lo envolvió, haciéndolo estremecer. Observó con detalle el horizonte, buscando algo que le ofreciera una explicación lógica. Entonces, a unos metros, sobre una duna más alta, vio una criatura observándolo fijamente. Era imposible distinguir sus rasgos con precisión, salvo por su piel, que se confundía con la arena, y un par de ojos amarillos brillando intensamente.
La criatura emitió un rugido ensordecedor y se lanzó hacia Elías con movimientos ágiles, propios de un depredador. Elías, aterrorizado, retrocedió lentamente, sabiendo que no había lugar donde esconderse. Preso del pánico, se dio la vuelta y comenzó a correr tan rápido como podía, con sus piernas enterrándose en la arena. En medio de su huída, sintió una súbita sensación de vacío en el estómago seguido de un golpe en la cabeza. Todo se volvió negro.
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