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Capítulo 3: Bosque.

Cuando Elías despertó a la mañana siguiente, extrañó el aroma del desayuno que solía colarse hasta su habitación todas las mañanas. Supuso que tardaría en acostumbrarse a su nuevo hogar. Después de todo, no era del todo malo. Ahora no despertaba con los almohadazos de Agustín, y tenía su propio baño.

Durante el desayuno, la luz de la mañana se colaba por las amplias ventanas de la cocina, bañando la mesa de roble. Todos disfrutaban de sus huevos revueltos y tostadas cuando Alfonso comentó casualmente:

—¿Alguna vez se imaginaron vivir en una casa tan grande como esta?—preguntó mientras extendía la mantequilla sobre su tostada.

—¡Ay, amor!—Claudia levantó la mirada de su plato y sonrío—. Aún no puedo creerlo. Nos habías dicho que era una casa amplia, pero amplia se queda corta.

Alfonso soltó una carcajada leve, sacudiendo la cabeza.

—Era parte de la sorpresa. Es una manera de recompensar el sacrificio que sé que hicieron todos—dijo, girándose hacia Elías y Agustín—. Dejar atrás sus vidas y amigos no es fácil, y esta es una manera de agradecer el apoyo que me están brindando.

Alfonso trabajaba para una empresa llamada Posadas y Retiros S.A., que manejaba una cadena de hoteles conocidos como Hoteles Paraíso. Esta compañía administraba más de cincuenta hoteles en diferentes puntos del país. Alfonso llevaba trabajando para la empresa más de veinticinco años. Inicialmente, su trabajo consistía en buscar terrenos donde la empresa pudiera construir nuevos hoteles. Cuando encontraba una oportunidad y era autorizada por la empresa, Alfonso tenía que viajar y pasar unos días hasta cerrar el trato por la compra del terreno. Este trabajo requería que Alfonso pasara varias semanas, o incluso hasta un mes fuera de casa constantemente, lo que le impedía pasar tiempo con su familia.

Por los años de servicios prestados, y a petición de Alfonso, la empresa decidió recompensarlo con un puesto diferente que no requiriera viajes constantes. Decidieron nombrarlo Gerente General de un nuevo hotel que recién abriría sus puertas al público en la ciudad de Acatlán. El único inconveniente era que tendrían que mudarse. Alfonso, deseando ya no viajar, aceptó la oferta.

—¿Y sí podremos cubrir la renta de un lugar como este?—preguntó Claudia dando un sorbo a su café—. Deben haberte dado un muy buen aumento.

Alfonso se limpió la boca con su servilleta.

—Nada de eso. Lo que pasa es que la casa no es tan cara como parece.

—¿Por qué es tan barata entonces?—Claudia dejó la orilla de su tostada en el plato.

Alfonso se encogió de hombros, sirviéndose un poco más de café.

—La inmobiliaria que realizó el trato dijo que llevaba vacía un buen tiempo. Además, al parecer hubo un gran incendio que dañó gran parte de la casa...

—Solo fue una habitación—interrumpió Claudia—y ahora es nuestra bodega.

—Supongo que eso bajó el precio—concluyó Alfonso.

Elías, que había estado escuchando en silencio, no pudo contenerse más.

—¿No les parece raro? —protestó—. ¿Una casa tan grande, en tan buen estado y tan barata? Algo no cuadra.

—¿A qué te refieres, corazón?—preguntó su mamá.

Elías no podía sacarse de su cabeza lo que había leído acerca del pueblo, sumado a todas esas miradas curiosas de la gente que los veía mudarse, como si estuvieran cometiendo una locura. No quería preocupar a su familia, pero sentía que algo no estaba bien.

—No lo sé, mamá, es solo una sensación—dijo, tratando de sonar despreocupado.

—A veces, las cosas simplemente salen a nuestro favor, hijo. No te preocupes tanto—dijo Alfonso, intentando aliviar la tensión.

—O quizás—intervino Agustín—la casa si esté embrujada después de todo—levantó los brazos y agitó los dedos.

Alfonso dio un manotazo haciendo que los cubiertos saltaran y las tazas tintinearan.

—¿Qué hemos dicho de esos temas en esta casa?—Alfonso le dirigió una mirada fulminante a Agustín.

Alfonso era un hombre gentil y de buen carácter, pero si algo lo enfurecía, era mejor no estar cerca.

—Lo siento, papá—Agustín agachó la mirada.

—Espero se den una vuelta al hotel el día de mañana, hijos. ¿Les gustaría?

Elías y Agustín intercambiaron miradas y ambos asintieron.

—Bien.

Alfonso se levantó de su silla, dio el último sorbo a su café y se retiró a trabajar.

—¿Y que harán hoy, hijos?—preguntó Claudia, mientras enjabonaba los trastes—. Recuerden que quiero que conozcan muy bien el pueblo antes que inicien las clases.

Elías, al escuchar a su mamá decir la palabra "pueblo", no pudo evitar que todo lo que había leído en el blog clandestino volviera a su mente. Se preguntó qué sería real y qué no de los aterradores relatos que describían. No sería mala idea echar un vistazo al pueblo y ver qué más podía averiguar. Aunque, desde que vio el bosque que rodeaba la ciudad, había pensado en una caminata. Quizás, explorar el entorno sería una buena forma de aclarar sus dudas.

—Me gustaría ir al bosque—dijo Elías.

Claudia, que estaba secando un plato, se detuvo y miró a su hijo con una mezcla de preocupación y curiosidad.

—¿Al bosque? —repitió, dejando el plato sobre la encimera—. ¿Qué quieres hacer en el bosque?

Elías siempre había sido un entusiasta de las caminatas de exploración. Su pasión por la aventura y la investigación se remontaba a su infancia, cuando disfrutaba viendo las películas de Indiana Jones. Le fascinaba la idea de descubrir secretos enterrados y resolver misterios ocultos. Además, Elías disfrutaba profundamente leyendo e investigando sobre culturas antiguas. Estaba encantado de conocer cómo era la vida en las civilizaciones del pasado y lo que habían dejado tras sí, sumergiéndose en los detalles y secretos que habían perdurado a lo largo del tiempo. Sin embargo, viviendo en una ciudad, escaseaban los lugares donde pudiera realizar caminatas y explorar terrenos inexplorados. Su mudanza a Acatlán, con su entorno natural y el bosque circundante, le ofrecía una oportunidad invaluable para satisfacer su curiosidad y aventurarse en nuevas exploraciones.

—Que va a ser mamá—intervino Agustín, jocoso—, jugar al explorador.

—No me parece una buena idea que vayas solo, Elías. ¿Por qué no vas con tu hermano?—sugirió Claudia, volviendo la mirada hacia su hijo mayor.

Elías frunció el ceño, no quería que Agustín lo estuviera fastidiando todo el camino y no le permitiera disfrutar a sus anchas.

—Mamá, puedo manejarlo solo. No voy a alejarme mucho, solo quiero ver cómo es.

—Ya dije—sentenció.

—¿Yo? ¿Al bosque? Mamá, tengo otras cosas que hacer. No me interesa irme a embarrar mis tenis de lodo y que me picoteén los bichos. Ya está grandecito, para que ande como su niñera.

Claudia suspiró, pero insistió.

—No te estoy preguntando si te interesa o no, Agustín. Estoy pidiendo que acompañes a tu hermano.

Agustín rodó los ojos, claramente molesto.

—Está bien, está bien —accedió a regañadientes—, pero que conste que no es mi idea de un buen plan.

Elías se sintió un poco decepcionado, sabiendo que el día no sería del todo bueno. Sin embargo, prefirió no discutir más, ya que temía que su mamá no lo dejara ir en absoluto.

—No tardarán mucho, ¿verdad? —Preguntó Claudia, suavizando su tono.

—No mamá—respondió Elías.

—Más te vale, Princesa—añadió Agustín, mostrándole el puño.

—No se olviden de sus celulares y mantengánse en contacto—concluyó Claudia, volviendo a su tarea.

Caminar en la ciudad de Querétaro solía ser una experiencia poco frecuente, ya que las largas distancias hacían necesario el uso del automóvil. Además, caminar por la ciudad significaba adaptarse al ritmo acelerado de las personas y al ruido constante de los vehículos, pero las calles planas y asfaltadas permitían un desplazamiento rápido y sin esfuerzo. En contraste, en Acatlán, el paseo se convertía en una experiencia completamente diferente. Aunque el pueblo era más pequeño y los destinos estaban relativamente cerca, el terreno montañoso y las colinas empinadas hacían que cada trayecto resultara mucho más extenuante. Las calles ascendentes y descendentes requerían un esfuerzo físico considerable, y tanto Elías como su hermano se encontraban sin aliento tras solo unas pocas cuadras.

El Jardín Principal de Acatlán estaba lleno de vida y movimiento. Cientos de personas paseaban con calma, mientras los vendedores ambulantes ofrecían sus productos al compás de la marimba que resonaba en el aire, compitiendo con el bullicio de la gente y el tintineo de las campanas de una iglesia cercana. Las bancas de hierro forjado estaban ocupadas por personas que charlaban sobre los eventos del día y compartían chismes locales.

Agustín, sudoroso y molesto, se detuvo en seco y se volvió hacia Elías.

—¿Sabes a dónde carajos estás yendo? Porque yo no veo ningún maldito bosque por aquí—espetó, con el ceño fruncido.

Elías, intentando mantener la calma, respondió:

—Yo conozco esta ciudad tanto como tú, pero por aquí debe haber algún camión que nos lleve hacia allá.

Agustín bufó, sacudiendo la cabeza.

—Más te vale, porque tu tiempo está corriendo y no pienso regresar hasta la noche.

Mientras caminaban por el Jardín Principal, Elías se detuvo al toparse con una imponente estatua de mármol. La figura representaba a un hombre vestido con ropajes del siglo XVI, sosteniendo un rollo de pergamino o un mapa. Los detalles de la estatua eran meticulosamente tallados, mostrando pliegues de ropa y adornos con una precisión asombrosa. Debajo de la estatua, una placa conmemorativa proclamaba el nombre del fundador de Acatlán: Gonzalo de Quesada.

Detrás de la estatua, Elías observó una parada de camiones urbanos. Se dirigieron hacia ella para preguntar por alguna ruta que los llevara a las afueras de la ciudad. Mientras esperaban la llegada del camión, Elías notó a varios metros de distancia un autobús de dos pisos pintado de manera peculiar. Era completamente negro, con detalles blancos que asemejaban una calavera. A los costados, se dibujaban varias calaveras, y las luces frontales eran de color rojo. Junto al autobús, un letrero sobre una base de madera anunciaba: "Recorrido del Terror".

Elías se sintió intrigado por aquel servicio, pero antes de que pudiera acercarse a preguntar en qué consistía, llegó su camión.

Bajaron en la última parada del pueblo, que se encontraba a las afueras de la ciudad, donde comenzaba la carretera en dirección a la capital. Nadie más descendió del camión. Observaron cómo el vehículo se alejaba, dejando una estela de polvo tras de sí, dejándolos completamente a merced de la naturaleza.

El bosque se alzaba ante ellos como una barrera natural, oscura y densa. Una vasta extensión de árboles se erguían como centinelas antiguos, sus copas entrelazadas creaban un techo verde que apenas dejaba pasar la luz del sol. Los troncos robustos y la maleza espesa daban la impresión de haber entrado en un mundo salvaje, aislado del resto de la civilización.

Los hermanos se adentraron en el bosque, siguiendo lo que parecía ser un sendero. Elías estaba fascinado por la sensación de sus pies aplastando la hojarasca que crujía con cada paso. Por su parte, Agustín caminaba con cautela, temeroso de ensuciar sus tenis en el lodo. El aroma de los árboles se filtraba en sus narices, brindándoles una sensación de pureza y tranquilidad. El bullicio de la ciudad había desaparecido, dejando solo el susurro de las hojas arrastradas por el viento y el canto de las aves.

—¿A dónde se supone que vamos? —preguntó Agustín.

Elías se encogió de hombros.

—A ningún lugar en particular —respondió—. Se trata de caminar y ver a dónde nos lleva. Hay que ser pacientes. De eso se trata la exploración.

—¡Lo sabía! —gritó Agustín, llevándose la mano a la cabeza—. Tú y tus jueguitos de niño explorador.

—No es un juego; la exploración es una ciencia.

—¿Y qué piensas que vas a encontrar aquí?

—Ya veremos. Siempre hay algo esperando a ser desenterrado.

Continuaron adentrándose en las profundidades del bosque. Los pies de Elías comenzaban a dolerle, pero se tragaba su orgullo para no darle a su hermano la satisfacción de escucharle decir que ya quería regresar. Aún en ese rincón apartado de la naturaleza, Elías no podía dejar de pensar en lo que había leído en el blog, una inquietud que le punzaba tanto o más que sus pies.

—¿Crees en lo paranormal? —preguntó Elías, volviéndose hacia su hermano.

—¿Paranormal? —Agustín frunció el ceño—. ¿Como fantasmas y esas cosas?

—Sí... bueno, no exactamente. Me refiero a fuerzas malignas o cosas por el estilo.

—Ay, hermanito... creo que la televisión te está friendo el cerebro. ¿Por qué lo preguntas?

—Es que no sé cómo explicarlo. Cuando entré en la casa tuve una sensación extraña, se me puso la piel chinita. Anoche encontré un blog bastante curioso que narraba hechos extraños que ocurren en...

Antes de que pudiera terminar la oración, Elías pateó un objeto que estaba oculto bajo las hojas secas, lanzándolo varios centímetros hacia adelante. Al recogerlo, se dio cuenta de que era una videocámara marca "Sony" de color negro, que por su aspecto llevaba un tiempo abandonada.

—¿Lo ves? —dijo Elías, mostrándole la cámara a su hermano, para después guardarla en su mochila—. Siempre hay algo oculto.

Pero Agustín no miraba a la cámara; estaba mirando algo unos metros más atrás de Elías.

—Ni que lo digas —dijo, señalando con el dedo.

Cuando Elías se giró, vio lo que parecía ser un cementerio.

Se acercaron discretamente, en caso de que alguien les dijera que no podían merodear por ahí. Las tumbas estaban dispersas en hileras irregulares. Las lápidas de piedra y granito, desgastadas quizás por siglos de estar a la intemperie, se encontraban cubiertas de tierra y hojas secas; algunas incluso parecían parcialmente hundidas en el fango y estaban cubiertas de musgo. Caminaron entre las tumbas, fijándose bien en dónde pisaban. Algunas lápidas tenían inscripciones en latín, ahora apenas legibles, con símbolos religiosos grabados en sus superficies, como cruces maltesas, cráneos y tibias cruzadas, o figuras angelicales erosionadas por el paso del tiempo.

El corazón de Elías latía de emoción. Sentía como si hubiera descubierto el mismísimo Santo Grial. Intentó leer los nombres inscritos en las lápidas, pero el tiempo se había encargado de borrarlos, excepto en una tumba, en la cual pudo leer: Fray San Bernardino de Guadalupe. Había nacido en 1624 y fallecido en el año 1687.

Un viento repentino agitó las hojas secas, haciéndolas crujir bajo sus pies.

—Mejor volvamos. Está oscureciendo —sugirió Agustín.

Elías asintió, satisfecho. Esta había sido una de sus exploraciones más exitosas.

De camino de regreso, el cielo comenzaba a teñirse de tonos anaranjados y rosados, anunciando el inminente anochecer. El silencio se rompió cuando Agustín, curioso, retomó la conversación que había quedado en el aire antes de encontrar el cementerio.

—Entonces, ¿qué fue lo que leíste en ese blog? —preguntó, lanzando una mirada inquisitiva a Elías.

Elías respiró hondo antes de responder, como si las palabras mismas cargaran un peso invisible.

—El blog decía que Acatlán está lleno de historias aterradoras, cosas envueltas en misterio que, en otras circunstancias, nunca creería. Pero lo que sentí cuando entré en esa casa...

—Me estás tomando el pelo... ¿verdad? —interrumpió Agustín, deteniendo a su hermano por los hombros y mirándolo directo a los ojos.

—¿Qué? —Elías lo miró desconcertado.

—Vamos, no juegues conmigo, Princesa... ahora me vas a decir que también estás teniendo pesadillas, que ves criaturas horrendas y que escuchas rugidos, ¿no?

—¿De qué me hablas?

—No, Princesa. No te hagas el que no sabe nada. Porque, ¿sabes? Jamás me creí ese cuento de que no recuerdas nada.

—¿Recordar qué? —bramó Elías.

Agustín se quedó pensativo, como si hubiera hablado de más.

—Olvídalo —se giró y continuó caminando.

El camión de regreso no tardó en llegar, y pronto encontraron sus asientos, que en ese momento les parecieron los más cómodos del mundo. Agustín cayó dormido casi al instante, rendido por el cansancio. Elías, sin embargo, no pudo conciliar el sueño. La conversación con su hermano seguía dando vueltas en su mente, como un rompecabezas incompleto. ¿Qué era lo que Agustín estaba insinuando? ¿Qué podía estarle ocultando?

Mientras el paisaje se deslizaba por la ventana, Elías notó que el cielo comenzaba a oscurecerse de manera amenazante. Nubes negras se arremolinaban en el horizonte, presagiando una poderosa tormenta. El viento levantaba polvo y hojas en ráfagas súbitas, sarandeando los árboles a lo lejos. La ansiedad se apoderó de él, con más preguntas que respuestas, mientras el rugido distante de los truenos anunciaban que algo más que la lluvia estaba por desatarse.

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