Capítulo 1: Acatlán.
El enojo de Elías comenzaba a desvanecerse a medida que el paisaje boscoso se extendía ante sus ojos. Tal vez tenía algo que ver con el hecho de haber pasado más de tres horas y media enclaustrado en un vehículo, cruzando la carretera, o quizás, finalmente, estaba empezando a aceptar su nueva realidad. Con dieciséis años era un chico delgado y de piel blanca, con cabello negro un poco quebrado y siempre revuelto, lo que le daba un aire despreocupado. Sus pequeños anteojos circulares se posaban ligeramente sobre su nariz, completando su aspecto introvertido. Solía vestir con una playera de alguna de sus películas favoritas y una camisa desabotonada sobre ella, combinando siempre con sus jeans cómodos y gastados.
Su papá había conseguido un nuevo trabajo por el cual se estaban mudando. Elías iniciaría la preparatoria, no sólo en una escuela nueva de la cuál no tenía la más remota idea, sino que lo haría en una ciudad completamente diferente, de la que lo único que conocía era el nombre: Acatlán. Sin embargo, no era una ciudad como a la que él estaba acostumbrado, con tráfico denso, enormes avenidas y altos edificios, sino un pequeño pueblo colonial por el cual el tiempo no parecía correr.
La carretera serpenteaba entre los altos árboles que se extendían por todo el campo como un mar de verdor, ondeando según el accidentado terreno que ofrecía la planicie.
A lo lejos, comenzaban a divisarse los distintos tonos de las casas asomándose sobre las colinas como hormigas merodeando un terrón de azúcar.
Acatlán no tenía más de trescientos mil habitantes y como otros pueblos coloniales de México conservaba su esencia desde su fundación. Los colores vibrantes que adornaban algunas de las casas infundían juventud en la ciudad. Era un lugar donde el pasado y el presente se entrelazaban, creando un ambiente único y acogedor.
A medida que Elías y su familia se adentraron en las calles del pueblo se maravillaron con las fachadas de los edificios y las calles que parecían haberlos transportado a otra época, descubriendo tesoros históricos de un patrimonio cultural extinto. Los detalles arquitectónicos que adornaban los edificios, combinando trabajos de herrería con construcciones de cantera parecían narrar cuentos de épocas pasadas. Las calles empedradas, que han resistido el paso del tiempo, facilitaban el flujo constante del tráfico, aunque daba la impresión que la mayoría de los habitantes escogían moverse a pie. Las banquetas angostas obligaban a los peatones a caminar por la calle.
Al momento de cruzar el primer cuadro de la ciudad o Jardín Principal como era conocido, no pudieron evitar recordar el centro de la ciudad de Querétaro, su antiguo hogar, pues a pesar de que actualmente era una de las ciudades más grandes e industrializadas de México, había comenzado al igual que todas las ciudades como un pueblito colonial. En el centro del Jardín Principal se alzaba un kiosco de hierro forjado, alrededor del cual, había varios árboles centenarios. Niños correteaban riendo, lanzando coloridos globos al cielo, mientras adultos disfrutaban de momentos de tranquilidad en los bancos que rodeaban el kiosko.
El vehículo se detuvo en el frente de una casa colonial majestuosa, que ocupaba una manzana entera.
El papá de Elías, Alfonso, apagó el motor del carro.
—¡Llegamos!—anunció, abriendo la puerta y bajando del coche para estirar las piernas.
—¡Vaya!—exclamó Agustín, el hermano mayor de Elías, con su característico tono sarcástico—. ¿Crees que esta casa tendrá suficientes habitaciones para todos tu amiguitos imaginarios?
Su mamá, Claudia, se giró y le lanzó una mirada aplacadora, que Agustín interpretó muy bien, pues ya no continuó con sus comentarios y bajó del vehículo.
Detrás de ellos aparcó el camión de la mudanza que transportaba los muebles restantes, pues una semana antes Alfonso había hecho traer los muebles no esenciales para acomodarlos en la nueva casa y ésta estuviera lista a su llegada.
La casa estaba pintada de un color azul cielo. Todas las ventanas tenían balcones con barandales de hierro forjado y protecciones de madera. La entrada principal estaba resguardada por dos puertas de madera con trabajos de metal intrincados. Alrededor de la puerta se levantaban dos columnas de mármol ornamentado con dos lámparas de hierro forjado en cada lado. Al centro de la puerta colgaba una aldaba con forma de león.
—Tu nueva casa, mi amor—Alfonso le entregó a su esposa las llaves de la casa con un tierno beso.
—Nuestra nueva casa— corrigió Claudia, ingresando la llave en la cerradura.
Detrás de la puerta se extendía un pasillo de cantera grisácea, adornado con macetas a los lados hacia el patio central. De los muros colgaban lámparas de herrería color negro, que en su momento debieron fungir como la única fuente de iluminación de la casa.
Cuando Elías cruzó el umbral de la puerta lo invadió una sensación extraña. Su piel se erizó y un escalofrío recorrió su espalda, sin poder entender lo que estaba ocurriendo. A medida que avanzaba, el sentimiento se iba incrementando al grado que comenzó a sudar y temblar.
Sus papás y su hermano continuaron el recorrido sin percatarse de la situación de Elías, quien decidió salir de la casa, pensando que así dejaría de sentirse mal, pero estaba muy equivocado.
Una vez afuera, Elías respiró hondo y exhaló lentamente, aunque la sensación seguía intensificándose. Su estómago le daba vueltas, al punto de sentir ganas de vomitar, pero logró contenerse. Se dobló y puso en cuclillas cuando advirtió frente a la acera que había algunas personas mirándolo.
—¿Qué pasó, Princesa?—preguntó Agustín, que había aparecido como por arte de magia—. ¿Te agobia el lugar?
—¿Princesa?—Elías hizo una mueca irónica.
—¿Qué no lo ves?—Agustín se giró y extendió su brazo en dirección a la casa—vivimos ahora en un palacio, creo que "Princesa" te va muy bien—le dio una palmada en la espalda—¿Qué haces aquí afuera?
—No me siento bien— Elías sobaba su estómago.
—Tampoco te ves bien, pero ¿cuándo lo has hecho?— dijo Agustín, estallando en carcajadas.
—Esto es serio, Agustín— Elías se giró hacia las personas que lo miraban, y justo cuando lo hizo, éstas desviaron rápidamente la mirada y continuaron su camino, echando una que otra mirada.
—Vamos —Agustín rodeó a su hermano con el brazo—, no seas aguafiestas. Tienes que ver tu habitación, es casi el doble de la que compartíamos en casa.
Agustín no mentía. Aunque la habitación ya estaba completamente amueblada con muebles adicionales a los que ya tenían, todavía quedaba suficiente espacio para hacer que la habitación luciera vacía. Contaba con una cama king size con dos mesitas de noche de madera antigua a cada lado y una cabecera también antigua. Había lámparas estratégicamente ubicadas, y debajo de la cama se extendía una alfombra que rodeaba el perímetro de la cama. Un enorme ventanal con marco de madera y cortinas azules de tela proporcionaba una vista hacia la calle. Un tocador de madera con un gran espejo ocupaba un rincón de la habitación, mientras que en la parte superior colgaba un viejo candelabro adaptado para electricidad, de color negro y con signos de óxido. El techo estaba cubierto por vigas de madera, y la habitación disponía de un baño privado con regadera. Elías recorrió la habitación asombrado por su nuevo espacio, aliviado de no tener que compartir más su habitación con su hermano. Por un momento, olvidó su sensación de malestar. Se acercó al ventanal que daba hacia la calle y observó cómo continuaba la gente mirando extrañamente hacia la mudanza. Por más vueltas que le daba Elías en su cabeza, no podía entender el asombro que mostraban los peatones al cruzar el frente de su casa.
—¿Sintiendo que eres importante?—dijo una voz detrás de su hombro. Era Agustín, de pie justo detrás de su hermano.
—¿Qué?—Elías se apartó de la ventana—. ¡No!, pero mira cuánta gente está ahí parada embobada. ¿Qué nunca han visto una mudanza?
—Quizás la casa esté embrujada...buuuu—emitió un sonido bajo y escalofriante.
—No digas tonterías, sabes que esos temas están prohibidos, ¿recuerdas?
Agustín se puso serio.
—Perdóname, sabes que no hablo en serio ¿verdad?—Agustín se volvió hacia la ventana e intentó cambiar de tema—¿Qué estarán mirando?
De pronto, escucharon un grito de su mamá llamándolos desde la planta baja. Los hermanos salieron de la habitación y se apoyaron en el barandal, mirando hacia abajo donde ella se encontraba. Su mamá les ordenó que bajaran y ayudaran a los chicos de la mudanza con los últimos muebles y cajas, llevándolos a la habitación contigua a la de Agustín, que sería utilizada como bodega.
Los chicos de la mudanza habían apilado el mobiliario restante en el patio central , que lucía como centro de acopio. El encargado, para su propia diversión, les asignó a los chicos algunas de las cajas más pesadas, sabiendo que no chistarían, dejando a sus muchachos únicamente que se encargaran de subir los muebles.
En un principio, Elías no entedía porque su mamá había designado una de las habitaciones para utilizarla como bodega, siendo que en la planta baja había lugares más adecuados para ello, sin embargo cuando entró en la habitación comprendió el motivo.
Era una habitación amplia, como la suya, pero las paredes, antes blancas o de un color claro, estaban ahora cubiertas de un hollín grisáceo y manchas negras, evidencias de un incendio que había azotado el lugar. En algunas áreas, el revestimiento de las paredes se había desprendido, dejando al descubierto la estructura subyacente de madera y ladrillo, parcialmente calcinada. El suelo, de madera desgastada, estaba cubierto de una fina capa de ceniza y escombros. En varios puntos, la madera se había ennegrecido y agrietado debido al calor intenso, y pequeñas astillas y fragmentos se esparcían por el lugar. En el centro de la habitación, justo sobre la cabeza, se encontraba el signo más evidente del siniestro: un enorme hoyo en el techo. El borde del agujero estaba chamuscado, con restos de vigas de madera que colgaban precariamente, algunas de ellas medio quemadas y otras aún sosteniendo parte del peso del techo. La luz del día entraba a través de las tablas de madera que alguien había colocado improvisadamente para tapar el agujero. Las tablas, de diferentes tamaños y grosores, estaban dispuestas de manera desigual, permitiendo que algunos rayos de luz se filtraran a través de las rendijas y proyectaran sombras inquietantes en el suelo. El aire estaba impregnado con el olor acre del humo y la madera quemada.
—¡Diablos!—exclamó Agustín, al momento que azotó en el suelo la caja que cargaba—. ¿Qué sucedió aquí?
—¿No es obvio?—replicó Elías, aprovechando cada oportunidad para vengarse de su hermano.
Los chicos de la mudanza entraron tras ellos y dejaron los muebles arrumbados, como un cementerio de muebles olvidados.
Después del ajetreo de la mudanza, la familia Rivera se sentó a la mesa de la cocina. Mientras Claudia terminaba de organizar la mayoría de los trastes en sus respectivos lugares en los estantes, y ante la falta de una buena despensa, Alfonso decidió que sería un buen momento para comer una pizza. Buscó en su celular las pizzerías disponibles y, tras encontrar una que agradara a todos, llamó para hacer el pedido.
Después de cenar, cada uno subió a su habitación. Elías, salvo contadas excepciones, nunca había pasado una noche solo. Aunque le costara admitirlo, a pesar de las peleas por el control remoto de la televisión o las interminables discusiones por el brillo de la luz o la música a todo volumen, le pesaba un poco la soledad en la alcoba.
Se recostó en la cama y cerró los ojos, intentando dormir.
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