Mis memorias se flagelan
y poco a poco se desintegran.
Los atisbos de miedo
salen a la luz entre espasmos de calor.
Las ovejas están todas sin pelaje
y los lobos portan armas como equipaje.

«¿Qué estoy haciendo mal?
¿Qué estoy haciendo...?»

La sangre se escurre por mis dedos
y las gotas se congelan antes de tocar el suelo.
Tic, tac. Tic, tac.
Se ha detenido el tiempo
y los nervios nadan
afuera del fragmentado bote.

Tic... Tac... Tic... Tac...
Los honoríficos se ahogan en el mar.
El llanto se suicida entre gotas de azar.

Hay una bailarina en medio de salón,
hay una bailarina fornicando con el viento.
Introduce sus dedos dentro de su piel
esperando llegar al éxtasis en medio del vaivén.
Ojos pretenciosos contemplan la escena,
ojos pretenciosos observan con desdén.

Tic, tac. Tic, tac.
El sonido del reloj se regula con el sol.
El sonido del reloj está condenado
por el cristal que las horas dispersó.

Knock, knock.
El suelo es el lienzo
y la sangre es el óleo.
Los azulejos son el lienzo
y la sangre es otro testigo
del inminente suicidio.

La bailarina, desnuda,
aún no llega al éxtasis.
Los ojos, los insípidos ojos,
entre cortinas se masturban.

El paso de las horas va dejando una estela,
una estela moribunda que chilla entre gardenias.
Y
durante frívolos milisegundos, los ángeles
son degollados y sus cabezas
son puestas al revés sobre la mesa.

«¿Qué está pasando aquí?
¿Qué es esto?
¿Qué es...?»

El arrebol brota entre las venas
y cae el suelo,
mancha los azulejos
y queda petrificado
entre los espasmos de la bailarina,
entre los orgasmos del viento.