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28

Thais

Soy una idiota.

Lo soy. Soy tan tonta e ingenua, yo sola me metí en esto.

Se las hice tan fácil que siento vergüenza.

¿Cómo pude ser tan idiota?

Tenía que conectar un poquito las neuronas, deducir que Gian no iba a traicionar su jefe y ayudarme a escapar.

¿Por qué no pensé? ¿Por qué no se me ocurrió que podría ser un engaño antes se saltar a la pileta tan ciegamente? ¿Estaba herida? Sí y aún me molesta la espalda pero debí suponer que esto no sería por la bondad de su alma.

Ahora estoy atada al respaldar de una cama, tengo los ojos vendados y me han quitado la ropa. O sea que... estoy siendo exhibida solamente en ropa interior, delante de los dos hombres que me han estado rondando desde que desperté. Hablan de mí, de mi cuerpo, es tan obsceno que la piel se me eriza y no precisamente por el frío que roza mi piel expuesta.

—Él siempre tuvo suerte con las mujeres —dice Gian, el que siempre se mantiene cerca, y ha estado tocándome aquí y allá—. Todas hermosas y siempre dispuestas. Su reputación de tipo malo hace eso, conseguir esta clase de carne tan... exclusiva y de alta calidad.

Aprieto los dientes porque apoya su palma en mi muslo y me acaricia. La aspereza me quema y me provoca nauseas, hago lo que puedo para separarme.

—Solo veo una mujer con cuerpo de diosa, pero una mujer al fin —dice la voz que identifico como Theodore.

Me apresa con fuerza y me besa.

Le muerdo la lengua con todas mis fuerzas.

El gran Theodore Alexander aulla. Un golpe en el estómago me hace doblar.

—Prometo que en un momento te sentirás mejor —susurra, sigue tocándome como si me adorara, y me da tanto asco que deseo matarlo—. De hecho, vas a estar rogando por nuestras caricias.

Me doy la vuelta lejos de su voz que suena tan cerca de mi rostro.

El inconfundible sonido de un condón abriéndose entra a través de la bruma en mis oídos, traspasando los retumbantes latidos de mi corazón. Procuro alejarme, pero eso hace que me frote más contra él y mis sentidos se manifiesten mejor, con más poder.

—Voy a irme ahora —avisa Theodore. —Que te sea placentero y a los chicos también —su voz tiene cierto tono como si estuviera sonriendo y me doy cuenta que hay más personas en la habitación. —Recuerda enviarle un vídeo a Aang.

Una puerta se abre y cierra, el ruido de una llave trabándola marca mi destino tan claramente que me olvido de tomar aire.

El cuerpo grande y pesado se inclina más sobre mí, erizando cada poro que me cubre. Incluso los dedos de mis pies se crispan.

—Es hijo de puta de Aang tiene mucho por lo que responder, y vamos a tomar eso de ti —susurra uno. —¡No puedo creer mi puta suerte! Él mató a algunos de nuestros hombres y ahora eres tú la que va a pagar por ello —gimo cuando la bestia con forma de hombre me agarra la parte posterior del cuello.

Me escocen los ojos, pero me niego a dejar caer la humedad.

Los hombres se ríen y se pegan puñetazos en los hombros, como si estuvieran a punto de tener suerte en una cita. El mundo esta infestado de maldad.

Los odio. ¡Odio, odio, odio!

Juro que mataré a cada uno de ellos cuando tenga la oportunidad.

Miro hacia arriba, intentando ver algo debajo de la venda. —No soy un objeto para que tomes venganza conmigo. Si tienes problemas con Aang, ¡resuélvelo con él!

Uno de ellos se ríe, golpeándose los muslos carnosos. —Oh, tesoro. Tú eres la venganza perfecta.

—Gian, por favor. Haz algo.

—No te tocaré, pero tampoco puedo detenerlos, pero tengo curiosidad. ¿Cuántas chicas tiene ahora? ¿Crees que él piensa en ti ahora? ¿Cómo puedes amarlo después de todo lo que te hizo?

—No me sedujo el monstruo porque pensaba o creyera que en el fondo podía encontrar el príncipe azul dentro de él. Me sedujo su oscuridad, su obsesión y lujuria. Nunca he podido entender a las personas que dicen amar y esperar que cambien por ello. ¡Es una doble moral decir que amas a alguien y esperar que eso lo cambie! En el momento que decidieron aceptar amar a esa persona se supone que lo aceptaron como es; con sus virtudes y defectos. Así que, sí, lo amo y sé que no está con nadie. Aang me está buscando y les hará pedazo por tocarme.

—Eres tonta.

Gian me quita la venda justo cuando veo a uno de los tipos ir hacia uno de los estantes y elige un látigo. Se me acelera el corazón mientras se golpea con fuerza la mano, probando la picazón. Coge un par de paquetes de un cuenco lleno de polvo y le tira al otro.

Gian en cambio solo se queda mirando, no hace nada para detenerlos.

El otro hombre asiente con la cabeza. Sus ojos se posan en mí y la oscuridad se hace cargo. Yo no soy capaz de razonar con ningún alma. Sé con una certeza mortal que me matarán después de esto. Me hubiera gustado que me mataran ahora, antes de que me arruinaran.

Uno me besa el muslo, odio que esté ahí.

El aire se espesa y los cuatro nos congelamos, atrapados en una pequeña ventana de supuesta normalidad, entonces mi vida termina por tercera vez.

El otro se arroja sobre el colchón; me aplasta y expulso el aliento. Grito cuando las manos del otro me cogen del pelo, tirando tanto que no tenga más remedio que acostarme sobre el colchón. Siempre me había gustado tener el pelo largo, pero ahora me hubiera gustado estar calva. Mi cuerpo está encadenado; no puedo liberarme.

—Obedece, puta, o vamos a hacer que te levantes con mucho dolor —el que parece una bestia no pierde el tiempo trepando a la parte superior, todo su cuerpo me hace querer vomitar. Su aliento apesta a cigarrillos y a acidez, y me coge las piernas como si fueran cerillas. Parece un gigante, a punto de montarme hasta la muerte.

Mi pecho se levanta y cae; parpadeo mientras veo manchas negras e hiperventilo.

Entonces, hago lo que nunca creí hacer. —¡Para! —los hombres se ríen.

—Sigue rogando, tesoro. Nos gusta cuando lloras —Oh, Dios. Oh, Dios. Eso no es bueno.

Esto va a realmente suceder. No hay humanidad en sus ojos. No hay nadie para salvarme. Ni Elliot, ni Aang.

Solo yo y esos hijos de puta en una casa vacía, es mi perdición.

Gimo, apretando los ojos cerrados cuando me quitan las bragas mientras yo lucho por soltarme.

Me retuerzo por más imposible que sea llegar a la liberación. Me fuerzan la boca, abriéndola, lucho, me quejo, intento morderlos. Y nada. Lo único que recibo es un chorrito de algún líquido frío que baja directo a mi garganta. Lo escupo, tanto como puedo y ellos maldicen, inmediatamente me obligan a tragar un poco más. Cuando me sueltan me remuevo entre tantas arcadas, el gusto es extraño. Y horrendo. Me preocupa mucho lo que es y siento un poderoso impulso de provocarme el vómito. Tengo las manos inmovilizadas, es imposible. Toso, pruebo con atraer arriba lo que hay en mi estómago y no consigo absolutamente nada. Por lo que no puedo impedir la ola de sollozos que me ataca, me los trago para que ellos no me escuchen. No ayuda que el tipo me acaricie el pelo para "reconfortarme".

—Prometo que en un momento te sentirás mejor —susurra. —Incluso vas a querer más caricia.

Lo pateo, él gruñe para luego abofetearme. El sonido rebota por toda la habitación. Me vuelve a abofetear, y las lágrimas empiezan a salir. Luego me pellizca tan fuerte los pechos que veo las estrellas.

Quiero permanecer callada, para no darles el placer. Pero sollozo. —Por favor. Solo quiero ir a casa. ¡Gian se suponía que me ibas a ayudar! —el tipo se ríe entre dientes, retorciéndome más el pelo.

—Oh, nosotros te vamos a ayudar muy bien —cometo el error de mirarlo a los ojos.

No hay nada más que lujuria animal y disfrute de mi dolor.

¿Qué le había hecho Aang a Theodore para que estuviera felices destruyendo a una mujer? ¿Por qué debía pagar por sus pecados?

Él otro me pone una mano en la garganta y me aprieta, ahogándome.

Thais, desaparece. Encuentra ese lugar seguro. ¡Date prisa!

Uno se escupe en los dedos, y los mete entre mis piernas.

Frunce el ceño y murmura: —Está seca como una puta cáscara. La droga no ha hecho efecto —mi mente explota con pensamientos sobre mi ex. Siempre estaba seca para él. Pero Aang... Aang siempre me pone húmeda. Se hizo amigo de mi cuerpo, a pesar de mi odio. Me había roto a mí misma, no necesitaba que unos hombres que me torturaran para eso. Lo había hecho todas las noches desde que había llegado a su casa.

Estoy aterrorizada cuando el tipo intenta entran sus dedos.

—Deja que la droga haga efecto —le gruñe Gian, apretando los puños.

Si alguien me da a elegir entre una pistola o esto, preferiría la pistola.

¿Cómo pensaba que quería ser dominada? La ingenua fantasía de violación no es divertida. No es ni sexy ni caliente. Sería lo que finalmente me rompería en pedazos, irreparables pedazos.

Los dedos del tipo empujan más fuerte, y sus uñas sucias rasparan el interior de mi núcleo. Echo la cabeza hacia un lado, haciendo caso omiso de la rasgadura del pelo. El aruñazo hace eco y mi respiración se acelera; un lamento bajo suena en mi pecho.

El otro me graba.

—Puedes llorar ahora, pero te gustará como la buena puta que eres y cuando sea mi turno te daré por el culo.

Abro los ojos.

Trato de cerrar las piernas, para bloquear juntas mis rodillas. El imbécil se ríe, y pasa el látigo por encima de mi cabeza hacia él. —Utiliza este. Haz que esté lista —sus labios estiran con una sonrisa cruel.

—Ah, tesoro. Estás lista ahora —levanta el brazo y golpea.

El cuero me golpea el muslo desnudo e inmediatamente me muerdo el labio, tratando de fingir que estoy muerta.

El látigo se detiene. Mi cuerpo se rebela, mi estómago gruñe, y las lágrimas ofuscan mis mejillas. «No, no, no». Grito en mi mente.

Cierro los ojos porque no quiero ver hasta donde llegan.

De pronto un peso desaparece y su peso se va volando. Mi cabello se sacude y el otro es lanzado hacia atrás y grita.

Los gruñidos y los gritos se amplifican por la habitación y abro los ojos.

Tres hombres en trajes golpean al tipo que estaba encima mientras se acurruca como una bola, lleva los pantalones vaqueros por los tobillos y tiene los brazos sobre la cabeza. Le dan golpe tras golpe, y me estremezco cuando uno le patea la mandíbula fuertemente, su cabeza cae hacia atrás, y unos dientes salen volando.

Mis manos se cierran, amando la venganza, él está sufriendo mi propio dolor ahora.

Encadenan al otro sobre el estante de látigos y esposas. Más guardias lo golpean; su cabeza cae sobre los hombros, y tiene sangre en su sien. En cambio Gian está siendo apuntado con una pistola por dos hombres más.

Mi corazón salta libre en mi azotado y herido cuerpo cuando Aang entra en la habitación. Se mueve con gracia enojada, tiene las manos cerradas y los labios fruncidos. Pero sus ojos, nunca había visto tanta rabia contenida.

—Putos bastardos —dice Aang, saca una pistola de la espalda, y se acerca a donde yace el primero que quería violarme gimiendo en el suelo y pidiendo misericordia. —Has malditamente tocado a mi chica, ¿crees que vas a sobrevivir? —él lo mira, sus ojos imploran misericordia.

La sangre y la saliva vuelan de su boca destrozada. Aang cierra los ojos, el cuerpo le tiembla. Cuando mira al tipo, su cara refleja muchas cosas.

—Considera este el pago por tocar algo mío —aprieta el gatillo y ya no existe. La parte posterior de la cabeza le explota con una niebla roja y me acurruco en el colchón.

Está muerto.

Aang lo ha matado.

Debería estar disgustada y horrorizada, pero no lo estoy. Quizá esas emociones me golpeen después, pero por ahora solo siento una mezcla extraña de alegría y orgullo: alegría porque uno de esos asesinos está muerto y orgullo de que Aang haya sido quien lo haya matado por mí. Mi falta de empatía me altera, pero no tengo tiempo para detenerme en eso ahora.

Aang se vuelve hacia mí con una calma aterradora. —Ah, pequeña —se acerca más y guarda el arma. —Esto no tenía que suceder —en ese momento, en mi estado frágil y roto, mis sentimientos por Aang cambian. Se transforma en mi salvador.

Me suelta.

—Estás aquí...

—Estoy aquí, pequeña —murmura con sus cuerdas apretadas y los ojos húmedos—. Nunca más van a tocarte de nuevo...

—Deja a Gian vivo para mí —digo.

De repente, entro en acción.

Me pongo de pie de un salto y echa un vistazo rápido alrededor de la habitación. Mi mirada aterriza en un fusil que está sobre la mesa cerca de la pared y, con el pulso acelerado, salto a por él. Pongo una camiseta que encuentro en el suelo. De espaldas a la mesa alcanzo el fusil de asalto apoyado de forma negligente contra la mesa. Uno de los guardias debe haberlo dejado ahí. Tengo el corazón en un puño, cierro las manos alrededor del arma antes de que se den cuenta de nada y suspiro aliviada. Es un AK-47, uno de esos fusiles de asalto con los que practiqué durante mi entrenamiento con Elliot.

Agarro el arma pesada y la levanto apuntando para actuar, cuando una explosión cegadora irrumpe en la habitación me desequilibra y caigo al suelo.

No sé si me he golpeado la cabeza o solo estoy aturdida por la explosión, pero de lo siguiente que sé es que soy consciente del sonido de los tiros al otro lado de las paredes. La habitación está llena de humo y toso mientras, por instinto, intento ponerme de pie.

—¡Thais, agáchate! —es Aang; tiene la voz ronca por el humo—. Quédate agachada, pequeña, ¿me oyes?

—¡Sí! —grito. Una felicidad intensa me invade al ver que está vivo y en tan buenas condiciones como para hablar.

Sigo agachada en el suelo, miro por detrás de la mesa que ha caído a mi lado y veo a Aang recostado al otro extremo de la habitación. También veo que el humo entra por el conducto de ventilación del techo y que la habitación está vacía, salvo nosotros dos, Gian parece haber huido y los hombres que trajo Aang están desmayados. La batalla, o lo que sea que esté sucediendo, está afuera.

Elliot y los guardias deben de haber llegado.

A punto de llorar de alivio, agarro el AK-47 tirado a mi lado, me agacho y empiezo a arrastrarme con la barriga hacia Aang, conteniendo la respiración para evitar inhalar demasiado humo. En ese momento, la puerta se abre y una silueta conocida entra en la habitación: es Gian y sostiene un arma con la mano derecha. Debe de haberse dado cuenta de que sus hombres iba perdiendo y ha vuelto para matarme, o a Aang. Una oleada de odio me sube por la garganta y me ahoga en una bilis amarga. Este hombre dejó que matarán a Thalia, y conmigo hubiera hecho lo mismo. Un agente doble despiadado y psicótico que, sin duda, habrá asesinado a decenas de inocentes. No se da cuenta de que estoy despierta, centra su atención en Aang, levanta el arma y apunta a mi hombre.

—Adiós, Briand —dice en voz baja, y yo aprieto el gatillo de mi pistola.

Pese a estar boca abajo mi tiro es certero. Elliot me hizo practicar tiro sentada, recostada y, en una ocasión, hasta corriendo. El fusil de asalto me vibra en las manos temblorosas y me choca de forma dolorosa en el hombro, pero las dos balas golpean a Gian justo donde quería: en la muñeca y el codo derecho.

Los tiros lo lanzan contra la pared y hacen que suelte el arma. Gritando, se agarra del brazo que le sangra y yo me levanto, sobreponiéndome al peligro de las balas que vuelan en el exterior. Oigo que Aang me grita algo, pero no alcanzo a percibir las palabras exactas por el zumbido en los oídos. Es como si el mundo entero se desvaneciera en este momento y me quedara a solas con Gian. Nuestras miradas se encuentran y, por primera vez, veo miedo en sus ojos. Sabe que he sido yo quien le ha disparado y me está viendo la intención en la cara.

—Por favor, no... —empieza a decir. Aprieto el gatillo de nuevo y le descargo cinco balas más en el estómago y el pecho.

En el silencio que sigue veo el cuerpo de Gian deslizándose por el muro, casi a cámara lenta. Tiene la cara deformada, conmocionada; la sangre le gotea por la comisura de los labios y me mira con sus ojos abiertos con un aire de incredulidad. Mueve los labios como para decir algo y emite un gorgorito agitado a medida que le salen más burbujas de sangre por la boca.

Bajo el arma y me acerco a él, atraída por un impulso extraño de ver lo que he hecho. Gian me suplica, me ruega piedad con la mirada y sin decir nada. Le sostengo la mirada, alargando el momento... y entonces le apunto con el AK-47 en la frente y aprieto el gatillo otra vez. Le explota la nuca; la sangre y el tejido cerebral salpican la pared. Le brillan los ojos; el blanco alrededor del iris se vuelve carmesí al estallarle los vasos sanguíneos. Se le debilita el cuerpo y el olor a muerte, agudo y penetrante, impregna la habitación por segunda vez hoy.

Aang y yo permanecemos en silencio. El ruido de los disparos de fuera empieza a apaciguarse. Espero que eso signifique que las fuerzas de Elliot van ganando. En cualquier caso, estoy preparada para lo que pueda pasar. Pese a nuestra situación aún precaria, me envuelve una calma extraña.

Aang me agarra muñeca con el brazo derecho y me tira hacia él, obligándome a tumbarme en su pecho.

—Quédate ahí, pequeña —susurra a través de los labios hinchados. —Casi ha terminado... por favor, no te muevas.

Al estar la puerta abierta, parte del humo de la habitación empieza a irse por lo que respiro con libertad por primera vez desde la explosión. Aang me suelta la muñeca y me pasa el brazo por el cuello, apretándome contra él en un abrazo protector.

Cuando Elliot y los guardias entran por la puerta al cabo de unos minutos, nos encuentran abrazados; Aang apuntando con el AK-47 hacia la entrada y yo a su espalda, por si acaso.

De pronto me doy cuenta de los cambios. En mi cuerpo. Me vuelvo muy consciente de lo que me rodea, mi piel acaparándolo todo, incluso la tela que cubre mi cuerpo se vuelve... estimulante. Mi boca se reseca, de pronto, ni siquiera soy capaz de tragar. Mis extremidades, que antes estaban heladas y temblorosas, se calientan y hormiguean.

Solo roce del cuerpo de Aang me tiene respirando con agitación. Siente mi entrepierna húmeda y los pezones duros.

Es la cosa que tragué antes, sí, eso es lo que induce esta reacción.

—Te-tengo frío, Aang —castañeo—. Por favor, tócame.

Asiente, muy cerca del borde, se quita el abrigo y me lo pone.

—No me siento bien —trago, mientras lo miro a ojos.

—No te duermas, pequeña—susurra, apoyando los labios en su frente. —Por favor, solo aguanta un poquito más.

Cada día estamos más cerca del final. Espero que hasta ahora estén teniendo una agradable lectura. No olviden comentar si le ha gustado el capítulo.

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