Veintiuno
Escuché la explicación de Jimin sin interrumpir. Sin protestar. Con atención, como tendría que haberlo hecho desde que me había dicho que nunca me había intentado capturar. Sin embargo, la traición a mis padres me había dejado un trauma profundo y, encerrado en aquel sótano rodeado de barrotes, creer en palabras me resultaba imposible.
Por eso opté por analizar sus ojos. Quería comprobar hasta qué punto eran sinceros. Y, por suerte, lo que encontré en ellos me quitó el enorme peso que me había estado aplastando el corazón desde que había salido del agua.
Sus pupilas me trasmitieron su desconcierto cuando me contó las extrañas sensaciones que le habían embargado al llegar a Absolom, contemplar la antigua casa de los Park, semi derruida e inhabitable, y conocer de boca de los tenderos del mercado el asunto de la maldición.
Era cierto que no lo sabía.
Detecté el brillo propio de la ilusión al relatar la curiosidad que había sentido por mí tras haberle salvado de morir congelado en el agua. Me habló de cómo se había interesado en conocerme, de su decepción ante mis barreras defensivas y de la euforia que le había hinchado el pecho después, cuando le había besado en la explanada frente al mar.
Me quería.
Diablos; ¿entonces por qué? ¿Por qué me había entregado como un animal?
—Quizás no puedas perdonarme. —La respuesta me llegó en un murmullo—. Ni siquiera yo lo hago pero no sabía cómo ganar algo de tiempo.
—¿A qué te refieres?
—A que Jung Kook dijo que me estaría vigilando.
Estuve a punto de palmearme la frente por mi estupidez. ¡Los cazadores! ¡Pues claro!
—Nos descubrieron por mi culpa —continuó Jimin—. Durante el día hacían guardia por las calles que rodeaban mi casa. Si no te hubiera pedido lo del ritual no habríamos salido a deshoras y no habría pasado nada.
El pecho se le congestionó.
—Yo... —titubeó—. He provocado esta situación... —Rompió a llorar—. Me siento mal... Y tengo... Miedo...
Mi instinto se activó como un resorte. No podía ni quería verle así de modo que le estreché contra mí. Se encogió.
—No es culpa tuya —me suavicé lo más que pude—. Fui yo el que decidió llevarte al mar.
—Ya pero... —siguió sollozando—. Mi insistencia para que me prestaras atención... No querías vincularte... Presioné...
Joder; no.
—No digas tonterías —me mostré tajante—. ¿De qué presión hablas?
—De la de andar detrás de ti.
—Jimin, yo subía a diario a la superficie para verte sin que te dieras cuenta.
Levantó el rostro, empapado en llanto.
—¿Ah, sí? —parpadeó—. Entonces, ¿tu eras el pingüinito?
Pingüinito.
De verdad, pero qué clase de apelativo era ese. Cualquier otro resultaba más asumible.
—¿Por qué todo te parece un pájaro bobo? —protesté—. ¿No existe otro animal en el mundo marino con el que compararme? Soy un rey, ¿sabes? Otórgame algo de poderío.
Se echó a reír. Y yo aproveché que se había relajado para limpiarle el agua de la cara, inclinarme sobre esa preciosa sonrisa y depositarle un beso que le hizo cerrar los ojos.
—Deshazte de esa culpabilidad absurda —susurré—. Te amo.
—Pensaba que no volvería a escucharte decir eso.
—Bueno, yo tampoco contaba con declararme de nuevo y menos aún en una prisión. —Y repetí—: Pero te amo.
—Yo también a ti.
Volví a presionar sus labios. Esta vez entreabrió la boca para recibirme. Me pegué a él. Noté el calor de sus mejillas al sostenérselas, su lengua al aceptar enroscarse con la mía y su delicadeza bajo mi fuerza.
Bebí de su aliento como si fuera lo único capaz de aliviar mi sed. Sus manos se movieron por mi espalda desnuda. Me apretaron. Le quité el abrigo. En la prisión hacía frío pero no tiritó tampoco al despojarse del jersey.
—¿Estás...?—La vergüenza se adueñó de sus mejillas—. ¿Bien?
—Perfectamente.
—Es que...
Se interrumpió al sentir mi boca esculpir cada centímetro de la curvatura de su cuello mientras el deseo burbujeaba en mi entrepierna, gritando poseerle. Se arqueó hacia atrás, a fin de abandonarse a mis caricias, hasta que su espalda chocó contra los barrotes de la celda.
—Tu herida... —murmuró, al final—. Estás herido.
—Es un rocecillo sin importancia.
—Te atravesaron con un arpón.
—Rozaron —insistí en matizar—. Ya no me duele. —Busqué su labio inferior; lo lamí y a continuación lo acaricié con los míos—. El único mal que tengo ahora mismo es mi deseo por ti.
Se quedó quieto, como si su cabeza meditara por unos segundos si le estaba mintiendo, pero entonces le así de las caderas para friccionarlas con mi prominente erección bajo el pantalón y el contacto le hizo agarrarse a los barrotes.
Le estimulé como si le envistiera por delante. Ahogó varios suspiros. Y después le solté y le besé con más devoción que nunca, sabedor de que aquel podría ser el último momento que compartiéramos en intimidad. No era ningún estúpido; en cuanto saliera el sol, la situación se volvería complicada para los dos.
Por eso me permití perderme en su aliento a mis anchas mientras le acariciaba y le tocaba hasta que la ansiedad no me permitió seguir con preliminares y le di la vuelta. Abracé su espalda, caliente de pasión como la mía.
—Ah... —Se quejó al notar mi penetración, intensa y sin dilatación—. Un poco más... Despacio...
Obedecí, claro. La intención era que disfrutara de mí, no lastimarle, de modo que reduje el movimiento y traté de ir lento. Jimin se aferró a los hierros y me acompañó en un compás que se mantuvo en una deliciosa suavidad.
Gimió. Jadeó. Pronunció mi nombre mil veces y yo le susurré otras mil lo que le amaba mientras, poco a poco, incrementaba el ritmo hasta que tembló descontrolado bajo mi presión antes de el éxtasis me sobreviniera a mí también. Y, después, ya liberado, le abracé y escondí la cabeza en su hombro.
—No vamos a poder, ¿verdad? —Se arrebujó en mi calor—. Salir de esta.
—No lo sé —reconocí—. Pero creo que lo mejor es que te mantengas firme en la idea que tenías. Consigue la alcaldía.
—Solo la pedí porque quiero estar contigo —me explicó entonces—. Si acordamos una tregua entre especies quizás podamos resolver todo y estar juntos tanto en tierra como en mar.
Sonaba precioso. E idílico. Pero también peligroso. Los cazadores no se lo permitirían. Irían contra él en cuanto pronunciara la palabra paz. Pero, claro, lo que esa panda de malnacidos desconocía era que yo me interpondría: no le rozarían ni un solo cabello.
—Adelante —le animé—. Usaré todo mi poder si es preciso para ayudarte y protegerte.
—Yo también. —Hundió la nariz en mi abrazo—. No poseo magia ni soy fuerte pero jamás te dejaré solo.
No respondí. Una lágrima se me acababa de escapar y, al margen de que no quería que se diera cuenta, entendí que era mejor guardar silencio. No podía decirle lo que suponía usar el don de Tetis en su totalidad.
—¿Me puedo quedar contigo? —La pregunta sonó a ruego—. Igual te molesto porque ya sabes que hablo mucho pero me gustaría aprovechar todo el tiempo hasta que vengan los demás.
—Nada me haría más feliz.
Gastamos las horas en conversar sobre aspectos triviales. Jimin me habló de lo que eran los chistes, una babosada que me costó entender, aunque no tanto como los trabalenguas, que me parecieron una babosada doble. Me contó el cuento de una sirena enamorada de un príncipe, muy del estilo humano, y yo le conté a él algunos relatos de nuestra diosa que le encantaron.
Iba por el cuarto cuando sentí que su cabeza en mi hombro se relajaba y la respiración se le acompasaba. Entonces le miré.
Memoricé cada línea de su rostro de contorno fino. Su nariz. La carnosidad de su boca. Las rayitas de sus ojos cerrados. Su cabello oscuro. Su expresión de tranquilidad.
Era precioso.
Mi piedra dorada. Mi luz. Mi paz. Lo era todo.
Y lo sacrificaría todo, si era necesario, por él.
"—¡Eres súper fuerte, papá!
Mi voz infantil se me cuela en una ensoñación. Estoy en el océano, concretamente en el templo de la sacerdotisa. No puedo determinar mi edad pero luzco como un pececillo enano al lado del porte regio, alto y fornido de mi padre que, con la lanza del rey, se dedica experimentar organizando remolinos en las corrientes.
—¡Claro que es fuerte!
La que habla es mi hermana mayor. Lleva el cabello negro trenzado y sujeto con piedras talladas del arrecife y no deja de aplaudir. Luce casi tan emocionada como yo.
—¡Es el rey de Absolom! —exclama—. ¡No hay nada que no pueda hacer!
—¿En serio? —Me frotó la barbilla—. Si lo puede todo, ¿es un dios?
Mi padre me dedica una carcajada divertida.
—No, hijo mío, tener poder no significa que sea invulnerable o que pueda lograrlo todo. —Deja de mover el agua. Sus ojos me buscan—. En realidad, Tetis ofrece su don pero usarlo no es gratis.
Parpadeo, confundido.
—¿Le das algo?
Asiente.
—¿Y qué es? —La curiosidad me puede—. ¿Qué puede necesitar una divinidad como ella de unos seres como nosotros?
—No se trata tanto de lo que necesite sino del desgaste que su poder supone —me explica, muy serio—. Usarlo en pequeñas dosis o de vez en cuando no es nada pero llevarlo al extremo podría agotar tu energía y llevarte a la muerte.
La boca se me abre en una mueca de incredulidad. No puede ser.
—Pero, padre, abuelo usó una gran cantidad de magia para congelar Absolom —interviene mi hermana.
—Es cierto —reafirmo—. Lo hizo.
—El abuelo ya había herido por la humana —nos aclara—. Iba a perecer de igual forma. No tenía nada que perder.
Oh, ya. Ya lo entiendo.
—Espero que no te olvides de esto si algún día alguno de los dos aspirar al trono. —Su mirada nos analiza alternativamente—. No abuséis de la habilidad de Tetis.
Es curioso. Poco después de esa conversación él mismo utilizó toda su fuerza para derrumbar parte de la ciudad. Terminó abatido por los cazadores aunque supongo que también había marcado ya su destino.
Es momento de elegir el mío".
N/A: Con este capítulo acabamos de entrar en la recta final de la historia.
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