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Veintidós

Desperté solo, a oscuras y con fuerte dolor en el costado pero, al examinarme, lo único que encontré fue el tacto algodonado de las vendas secas y bien adheridas a la piel. Me agarré al frío de los barrotes. Traté de incorporarme. Mil agujas me pincharon en el interior de la carne rasgada bajo la fuerza del arpón.

Maldición; no sabía cuánto tiempo me había quedado quieto, apoyado en la pared. Calculaba que no había sido mucho pero, por lo visto, sí lo suficiente como para que los músculos se me enfriaran, se convirtieran en piedras rígidas y la inflamación de la herida se tornara insoportable.

—No, esa no es. —La voz del todavía alcalde, Seok Jin, retumbó en la puerta—. ¡Es la redonda! ¡La redonda! Léeme los labios. Re-don-da. 

Me tiré al suelo, estiré un brazo por encima de la cabeza y cerré los ojos. Dentro de la densa ensoñación que me había sobrevenido, recordaba los labios de Jimin sobre los míos y su susurro abatido, triste, al despedirse.

—Es hora de que me vaya —me había dicho—. Cuando vengan a buscarte, no hagas nada. Lo mejor es que piensen que te he vuelto a anestesiar. 

—Me vas costar no partirles la cabeza pero haré lo que pueda.

Los ojos se le abrieron de par en par.

—Ay... —Se alarmó—. Pero Yoon Gi...

—No te preocupes, no es cierto. —Le devolví el beso—. Estaré quieto. Nos vemos en la plaza.

—Para acordar la paz, ¿verdad? —La voz le tembló—. Lo haremos y después estaremos juntos, ¿cierto?

—Por supuesto.

Y sí, claro que lo estaríamos, aunque fuera en la realidad que iniciaba cuando se exhalaba el último suspiro.

Mientras tanto me conformaba con que sobreviviera al motín y siguiera adelante como alcalde de la ciudad al tiempo que salvaba morsas y exploraba el ecosistema marino que tanto amaba. Me bastaba con pensar que su bondad contagiaría, aunque fuera un poco, al resto. Que podría envejecer en paz, con la tranquilidad y el orgullo de haber dado lo mejor de él mismo. Y que, cuando llegara su hora, estuviera en una cama rodeado de personas que lo amaran. 

Yo le esperaría.

—¡Hacia el otro lado! —La exclamación de Seok Jin volvió a retumbar, esta vez seguida del chasquido de la cerradura al abrirse—. De verdad, no entiendo cómo es posible que os hayáis puesto a beber sabiendo que hoy tenemos un evento tan crucial.

Percibí la iluminación de las lámparas de aceite. Escuché al menos un centenar de pasos. No me moví.  

—¿Es que nadie aquí tiene un mínimo de sentido común? —continuó—. ¿Cómo puedo confiar el traslado del ente a una panda de borrachos?

—Yo no he bebido, señor.

Aquel tono me resultó familiar. Entreabrí un ojo. Se trataba de ese aprendiz de cazador que, por lo visto, debía de querer celebrar por todo lo alto mi condena pues se había puesto un uniforme de cuero ribeteado en piel bastante más elegante que las ropas viejas que acostumbraba a echarse encima y se había anudado nada más y nada menos que dos espadas a la espalda.

—Ayer me retiré a casa —continuó—. La familia de mi amigo Nam Joon llegaba de Ninfo para participar en la ceremonia y quería recibirles. 

—¿Nam Joon? —El alcalde parpadeó—. ¿Y ese quién es?

—Soy yo. —Un tipo con gafas que vestía con una simple ropa de abrigo convencional se abrió paso entre los cazadores—. Kim Nam Joon, a su servicio.

—Eres...

—El bibliotecario de la ciudad —se anticipó y, como si necesitara corroborarlo, exhibió el libro de aspecto viejo y polvoriento que llevaba bajo el brazo—. He venido para ayudar, ya que he leído mucho sobre  rituales que podrían terminar con la maldición.

—¡Oh! —El gesto del mandatario se contrajo—. Ya veo, ya. Eres amigo de Park Jimin.

—Yo no diría tanto.

Sus ojos rasgados se desviaron del líder y se posaron sobre mí. Joder. Simulé como mejor pude el estado de inconsciencia.

—Le conozco desde hace poco —explicó—. Pero me interesa el deshielo tanto como a él.

—¡Y a quién no le va a interesar que la ciudad se recupere! —La respuesta del alcalde llegó lejana, en eco—. Bueno, voy a ir subiendo, que se hace tarde —informó—. Tae Hyung, te confío el traslado del monstruo ya que eres el único al que no le duele la cabeza. Los demás, venid conmigo como escoltas. Quiero mostrarle al pueblo quién es el verdadero gobernante.

Los minutos que siguieron me costó quedarme inmóvil. En parte porque la sangre me burbujeaba en las venas, envuelta en el deseo de incorporarme, arrebatarle la espada a ese cazador y a continuación clavársela a cualquiera que se me pusiera por delante. Pero en otra porque la actitud del joven portador de las armas y de su acompañante me resultaba extraña. Habían mencionado Ninfo, conocían a Jimin y, además, habían hablado del deshielo.

El fin de la glaciación.

Pensé en ello mientras me alzaban por los hombros y por las piernas y me tumbaban en la camilla.

Ni mi padre ni la sacerdotisa ni nadie del consejo oceánico sabía nada sobre la ruptura de la maldición más allá de la premisa de que no sucedería hasta que un humano fuera realmente leal. Sin embargo, lo que mi abuelo había entendido como lealtad era el misterio que había muerto con él.

—¿Dónde está el carromato? —Volví a escuchar a Tae Hyung—. ¿Lo han dejado en la puerta?

—Eso les pedí —respondió el del libro.

—¿Y Jung Kook?

—Tragando remedio para la resaca. —La estructura de la cama chirrió al girar—. No creo que esté en disposición de aparecer hasta dentro de un buen rato. 

—Pues menos mal porque lo último que deseo es tener que vérmelas con él por anticipado —contestó el cazador—. Me da un... —vaciló—. No sé cómo explicarlo... Impone y...

Los goznes de la puerta crujieron. Sentí frío. El viento en la cara. El terciopelo de una manta al cubrirme. 

—¿Te da miedo? 

Hoseok.

Por la Ola Mayor.

¡Hoseok!

¿Estaba con aquellos humanos? No me lo podía creer. Abrí los ojos.

—Iba a decir que impone porque es un déspota hablando y yo, como soy bastante más considerado, no le puedo responder. —Tae Hyung se irguió—. Pero no le tengo miedo —remarcó—. Es más, se me da muy bien luchar.

Mi amigo le dirigió una expresión dubitativa. 

—Quedé tercero en las competiciones de esgrima.

—No sé lo que es eso. —Hoseok frunció el ceño—. Pero está bien.

—Y ten presente que soy educado. Y formal. Y creo que simpático. Y...

—¿Cuál es tu intención al presumir con tanto ahínco de lo bien que lo haces todo? —No le dejó continuar—. ¿Hacerme quedar por debajo porque soy un pez? 

—¡No, no, no!  —El humano palideció—. ¡Claro que no! —Se rascó la nuca, con la vergüenza tintada en la cara—. No tenía esa intención.  Es solo que... Pues...

—Está impregnado de tu dádiva —intervino su compañero—. Le sale fatal pero en verdad lo que busca es quedar bien ante ti.

Los ojos de Hoseok adquirieron un tono sorpresa similar al que yo mismo debí poner al oír tal revelación.

—No le hagas caso. —A Tae Hyung le faltó tiempo para negarlo, eso sí, con la vista clavada en el suelo—. Nam Joon lee demasiado. A veces confunde los mundos literarios con la realidad.

En ese momento el atronador sonido de las campanas de la torre a nuestra espalda desgarró el aire. Me senté. La camilla se tambaleó bajo mi movimiento.

—¿Yoon Gi? —Hoseok dio un salto al verme—. ¡Pescadito terco! —Me abrazó—. ¡Estás despierto! ¿Estás bien? ¡Casi me da un paro cardíaco! ¿Por qué nunca me escuchas? ¿Por qué tienes que hacer siempre lo que te da la gana? ¡Te dije que no te fueras! 

—Lo sé, Hobi, lo sé.

En otra circunstancia le hubiera contestado con un tono de autosuficiencia, le hubiera quitado importancia e incluso le habría apartado con mi característico "yo puedo todo solo". Sin embargo, dejé  que me apretara e incluso le palmeé la espalda.

—¡Oh, no! ¡Tu no estás bien! —Mi actitud le alarmó, claro—. ¿Qué te han hecho? ¿Estás moribundo?

—No dramatices, estoy fenomenal —mentí.

—Tienes una gran herida.

—Pero Jimin me la curó. —Me dirigí al cazador, que me observaba desde una distancia prudencial—. Por cierto, ¿sabes dónde está?

—La última vez que le vi se preparaba para subir a la tarima que han puesto a los pies de la escultura de Agneta. 

—¿Está solo?

—Creo que sí.

Las campanas cesaron. Se oyeron vítores. Aplausos. Trompetas. Y entonces el eco de Seok Jin nos llegó, nítido, a pesar de los metros que nos separaban del mercado.

—Pueblo de Absolom —comenzó—. Hoy comparezco ante vosotros para solicitar, una vez más, vuestro apoyo.

Ya, seguro. Pero por mucho que intentara remarcar autoridad, Jimin podía disimular un gesto mucho más regio y digno que él.

—Durante mi mandato, el clan que nos protege de los monstruos se ha fortalecido y, con ello, nuestra ventaja frente a ellos es ahora abismal —continuó—. Hemos diezmado su población al punto de que, si me permitís mantenerme como alcalde, prometo su extinción absoluta.

Demonios.

—¡La ciudad gozará de la tranquilidad que se merece libre de su amenaza! 

Exclamaciones de júbilo, de entusiasmo y de fe en la fuerza de la guerra arroparon el discurso. Tae Hyung y Nam Joon intercambiaron sendas miradas de preocupación, Hoseok apretó los puños y a mí me costó lo indecible contener la furia y meterme en la jaula con ruedas que me habían preparado.

Maldito ser. ¿Extinción? Yo le enseñaría lo que significaba realmente la palabra extinción.

—Vámonos —apremié—. Tengo que estar allí.

—Piénsatelo un poquito, ¿sí? —Hoseok se pegó a los barrotes en el mismo instante en el que los cerré—. Regresemos al océano. Así te recuperarás rápido e idearemos un plan.

—Ya tengo un plan —objeté—. Y no voy a dejar solo a Jimin.  

—Pero vendremos a buscarle.

—No.

—Cuenta conmigo. —Tae Hyung se metió en la conversación y, sin dudarlo ni un segundo, agarró uno de los palos que permitían arrastrar el carro—. En su lecho de muerte, le prometí a mi madre que lucharía por acabar con la glaciación y eso es lo que haré. —Sus pupilas marrones buscaron las mías—. Tu vínculo con Jimin es mi esperanza de un mundo mejor.

—Y la mía. —El bibliotecario asió del otro lado—. Yo no hice ninguna promesa pero adoro el romance.

El comentario me arrancó una sonrisa. Humanos... De verdad que eran impredecibles.

—¡Ajá! ¡Pues vale! ¡Que viva el amor y que viva nuestro suicidio grupal!

Hoseok resopló tres veces, nos dio la espalda y tomó rumbo hacia el mercado, con una velocidad inusitada en alguien no acostumbrado a usar piernas.

—¡Vamos a morir todos! —remarcó, sin detenerse—. ¡Y sí, me incluyo en el plan porque me motiva que los cazadores me amenacen con arpones! ¡Va a ser divertidísimo!

Me hubiera gustado contestarle, burlarme un poco del estado de pánico en el que había entrado y después agradecerle su fidelidad pero, por desgracia, no pude. Tae Hyung y Nam Joon tiraron del carro, al unísono, y no me quedó más remedio que recostarme y regresar a la pose de sedación. Vi a mi amigo  atravesar el arco de la entrada a la plaza y cubrirse  la cabeza con la capucha del abrigo negro. Distinguí la impresionante base de la estatua. Fingí dormitar. A nuestro alrededor el bullicio se tornó ensordecedor.

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