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Veinticinco


(Voz narrativa: Tae Hyung)

Nunca imaginé que ver el sol y observar el increíble color de las flores que aparecieron en los hasta ahora inservibles maceteros del Ayuntamiento fuera a producirme tristeza.

Había soñado con el deshielo muchas veces pero en todas ellas me había retratado eufórico, con un sentimiento de felicidad plena acorde a la belleza de un escenario que, por cierto, era aún mejor de lo que había esperado.

El cielo, de un azul limpio y radiante, otorgó una claridad al ambiente a la que no estaba acostumbrado pero que me resultó hermosa. El clima, suave y con una brisa marina que parecía querer a aliviarme, me exigió cambiar el cuero y la piel por una ropa liviana que no tenía y que tuve que improvisar a base de tijeras y agujas. Y el aroma de la vegetación, que había crecido en cada rincón, era una bendición para el espíritu. 

Absolom había resurgido.

Había pasado de ser un lugar inhóspito, oscuro y gélido a convertirse en un paraíso en tan solo diez minutos. Sin embargo, aquellos diez minutos habían sido terribles.  

—¿Te importaría bajar un poco el brazo? —La petición de Hoseok me hizo retirar la vista de ventana—. Si apoyas el codo, no puedo mirar la herida.

—Ah, ya... Sí... —Extendí la extremidad sobre la mesa—. Disculpa, no me he dado cuenta.

—¿Te la has estado curando con las algas que te di? —Me levantó la venda. El dolor al apartar las gasas me hizo morderme el carrillo—. Tiene un aspecto lamentable.

—Yo... —Pues no. Lo cierto era que no lo había hecho ni una sola vez desde que me la habían tapado, hacía ya casi cinco días—. He estado ocupado.

—¿Ocupado con qué? —Mi interlocutor frunció el ceño—. ¿Con generarte una infección?

—Me he dedicado a leer en casa de Nam Joon.  

Hoseok regresó la atención a mi brazo.

—No hay forma de resucitar a los muertos —murmuró, con un deje melancólico.

Observé cómo colocaba a lo largo del profundo corte un emplasto de  de color verde oscuro, casi negro, que desprendía un fuerte olor a mar.

—Lo sé —reconocí, a media voz—. Pero aún así quería buscar.

—Otra cosa no pero me doy cuenta de que tenaz eres un rato. 

—Algo. —Me pegué a la mesa—. ¿Eso es bueno o malo para ti?

Levantó la vista. Se la sostuve con intensidad. Quizás, demasiada. La dádiva dominaba mi corazón a tal extremo que no era capaz de reprimirla. Necesitaba confesarme.

—No sé... —titubeó unos instantes antes de carraspear y regresar a su masa—. No es algo que me importe.

La respuesta me cayó como una jarra de agua fría por la cabeza. Operación fallida por decimoséptima vez.

—Vale. —Me separé; mejor cambiaba del tema—. Y, oye, a propósito de la tenacidad, ¿sabes algo de Yoon Gi?

—No.

Repasé su tono serio, sus cuencas enrojecidas y sus pupilas medio acuosas. Había llorado al igual que yo.

—La última vez que lo vi fue con lo de Jimin. 

Se refería a los terribles diez minutos del deshielo, los que habían empezado en el momento en el que Seok Jin había disparado un arma prohibida por ley en la ciudad y que, teóricamente, la alcaldía debía guardar por ello. 

—No es nada personal. —La bala se incrustó en la pierna de Yoon Gi y lo hizo caer al suelo—. Incluso te entiendo, tritón. —Le volvió a apuntar—. Pero lo debo hacer. Por Absolom.

Todo pasó muy rápido. El rey no tuvo tiempo de convocar su magia y nosotros, malheridos y cansados tras la contienda, tampoco pudimos llegar hasta Seok Jin para reducirle.

Fue espantoso escuchar el estallido del fuego pero lo fue aún más comprobar cómo Jimin lograba adelantarse, se tiraba sobre Yoon Gi y recibía todo el cargador en su lugar.

—No...

El soberano no pudo hacer nada, salvo sostener al joven entre sus brazos.

—¡No, no, no! ¿Por qué? ¡Por qué! —Las lágrimas, incontenibles, bañaron su rostro—. ¡Esto no tenía que ser así! ¡No era así! —La amargura impregnó su voz—. ¡Era yo! ¡Yo te tenía que esperar en el otro lado! ¡Yo!

Acarició el cabello del chico y, a continuación, sus mejillas, como si estuvieran hechas de preciada porcelana.

—Yoon Gi... —Jimin, con evidentes dificultades para respirar, reaccionó ante el contacto—. No pasa nada... —susurró—. Te esperaré ... Yo a ti... Siempre te... 

La falta de aire le obligó a interrumpirse. Seok Jin, al que Jung Kook ya había reducido y atado con cuerdas, le había agujerado la espalda de arriba a abajo y la hemorragia se extendía sin control. No había salvación.

—No va a hacer falta que me esperes. —Yoon Gi le tumbó en el suelo, con cuidado—. Ya verás, te recuperarás y estaremos juntos. —Reprimió un sollozo—. Tenemos que amueblar la cueva, ¿te acuerdas?

—Ah... Sí... —La respuesta sonó apagada—. Cuéntame cómo...

Lo hizo. Con la voz ahogada por la congoja, el rey le explicó cómo se elegían los espacios habitables bajo el mar. Narró con todo lujo de detalles los objetos que utilizaban. La forma en la que dormían y comían. E incluso forzó algunas bromas que consiguieron arrancar en el joven una sonrisa melancólica.

—Woa, se escucha fantástico.

—Lo es. —Yoon Gi se mostró contundente—. Por eso lo tienes que ver. Conmigo. Juntos.

Los ojos marrones de Jimin se empañaron. 

—Tu déjamelo a mí —continuó el tritón—. Recuerda que tengo un poderoso don y también planes. —Le estrechó la mano entre las suyas—. Muchos planes. 

—Eso... No...  Lo dudo. 

—Entonces confía.

El veterinario asintió pero en ese momento su cuerpo experimentó una fuerte sacudida.   

—No te asustes. —Yoon Gi se apresuró a sostenerle—. No te va a pasar nada. 

Era mentira, claro, pero aquellas palabras ayudaron al chico a serenarse y a respirar con más calma hasta que sufrió otro espasmo y exhaló su último suspiro.

—Jimin... —El rey dejó caer la cabeza sobre el pecho del joven—. Jimin... —La espalda se le bamboleó en profundos sollozos—. ¡Jimin!

Fue entonces cuando ocurrió. 

Entre medias de las agonía del soberano de los océanos, el sol apareció. Escuchamos por primera vez el trinar de los pájaros. Sentimos el calor de ropa sobre el cuerpo. Vimos el hielo deshacerse y a los árboles surgir por los rincones más inesperados.

La maldición se había roto a través de la lealtad más verdadera pero, al mismo tiempo, también de la más dolorosa: dar la vida por amor.

Realmente el destino podía llegar a ser muy cruel y, con esa incuestionable verdad clavada en el alma, me descubrí con los ojos llenos de agua.

Entreví la silueta de Yoon Gi al incorporarse, con Jimin en los brazos, y avanzar en dirección a la rampa. Los cazadores, los mismos que hasta hacía solo un rato habían intentado matarle, le abrieron un silencioso pasillo, con la conmoción dibujada en las caras. Agacharon la cabeza a su paso. Algunos incluso se golpearon el pecho con el puño a la altura del corazón, en señal de respeto y lealtad. Sin embargo, el rey no apartó la vista del frente ni cuando se detuvo junto a nosotros.

—Gracias por ayudarme —dijo—. Habéis sido muy valientes.

—Yoon Gi... —A Hoseok se le quebró la voz—. Lo siento mucho... No sabes cuánto lo...

—Cuida del pueblo —le cortó—. Lo harás bien.

Retomó la marcha. Los rayos del sol bañaban la plaza cuando bajó de la tarima y abandonó el lugar. Los rumores contaron que se llevó el cuerpo de Jimin a las profundidades del océano pero ni siquiera los propios tritones pudieron asegurarlo porque la verdad era que nadie le había vuelto a ver. Y, por lo visto, seguía sin aparecer.

—¿Qué es eso? —La pregunta de Hoseok, que acababa de terminar de anudarme el vendaje, me devolvió a la realidad. —¿No lo has oído? Un bum.

—¿Bum? —repetí.

El estrépito que se sucedió entonces fue tan grande que el suelo y las paredes temblaron, muebles incluidos, y la maceta que había colocado sobre la mesa, un tallo de campanitas blancas, se volcó.

—¡Un terremoto! —Mi acompañante salió despedido hacia la puerta al sentir el segunda temblor—. ¡Por cosas como esta odio tierra seca!

Parpadeé, atónito. Se... ¿Iba? ¡Que se iba! ¿Y qué pasaba con mi corazón? ¿Con mis sentimientos? ¿Con mi declaración?

Ay, no.

—¡Hoseok! —volé tras él—. ¡Espera!

Por suerte, no alcanzó a ir muy lejos. Un tercer estruendo le detuvo y le hizo tambalearse. Perdió el equilibrio. No se cayó porque corrí hasta él y alcancé a sujetarle por la cintura.

—No tengas miedo. —Su rostro quedó pegado al mío—. Si algo pasa, te cuidaré. 

—Eh... Sí... —Su tez adquirió la tonalidad propia de un tomate—. Gracias pero...

—Yo soy el que te agradece que salgas del mar para venir a verme.

Se quedó en silencio. Una parte de mi cerebro me gritó que le besara. Que era mi momento. La otra, en cambio, me sugirió que debía preguntarle primero si le parecía bien estar con un humano como yo. Me incliné un poco más. La sacudida de la tierra le hizo ahogar una exclamación y encogerse bajo mi abrazo.

—De entre todas las personas que podría haberme encontrado al único al que no me sorprende ver es a ti.

El tono altanero de Jung Kook nos hizo separarnos, a toda velocidad. 

—¿Qué haces? —Me echó un vistazo primero a mí y después a Hoseok que, incómodo, desvió la mirada a la pared—. Corrijo, ¿qué hacéis aquí los dos?

—Venimos del Ayuntamiento —me justifiqué—. Dijiste que querías que las habitaciones se ordenaran así que las estaba revisando.

—Sí pero no ahora —replicó—. Muy acorde a tu línea de ir por libre, seguro que no te has leído los avisos de desalojo del barrio por demolición, ¿verdad?

Me rasqué la nuca, perdido. ¿Avisos? ¿Dónde? ¿Cuándo? Y, ¿qué demolición?

—¡Por todas las olas del océano! —Hoseok dio un salto—. ¡Tae Hyung, mira! ¡Allí!

Se trataba de la plaza. Habían cortado el acceso pero, a través de arco, pudimos contemplar cómo una máquina de dimensiones titánicas golpeaba con una maza la escultura de Agneta, produciendo unas enormes sacudidas que hacían tronar las mismas entrañas de la tierra. Así que era por eso.

—Ojalá Jimin y Yoon Gi estuvieran aquí.—La observación me salió en automático—. Esto les habría encantado.

Los trozos de piedra se desplomaron y resquebrajaron el cemento del suelo. El polvo inundó el lugar. 

—A Jimin está claro. —Jung Kook se recargó en la pared—. Era un tipo entusiasta.

Un nudo se me formó en la garganta. Sí, coincidía.

—En cambio, creo que Su Majestad no le hubiera prestado mucha atención.

—Discrepo. —Hoseok le dedicó al recién elegido alcalde una mueca contrariada—. Yoon Gi odiaba la historia de su bisabuelo así que, si estuviera aquí, te aseguro que ahora mismo estaría aplaudiendo.

Observamos cómo la maza destrozaba el rostro de la mujer que no había sido capaz de amar de verdad y del tritón que no había sido tampoco capaz de entender que la acción de una sola persona no tenía por qué sentenciar a las demás.

Ambos había estado equivocados. Y Jimin y Yoon Gi habían tenido que sufrir por ello. Todos lo habíamos hecho.

—¿Crees que esté bien? —Mis ojos buscaron al tritón—. Tu rey, digo.

—Quiero creer que sí. —Hoseok se giró—. Rezo a la diosa a diario para que le ayude a encontrar un poco de felicidad. Se lo merece.

—Rezaré contigo entonces.

—Te lo agradezco. —La suavidad de mano al tomar la mía me pilló de improviso—. Aunque espero que eso no sea lo único que hagamos. 

Me volví hacia él y, sin importarme la presencia de Jung Kook, me incliné hasta que me vi reflejado en la profundidad de sus pupilas. Esta vez sí que era mi oportunidad.

—En realidad quiero poder hacerlo todo contigo —dije—. Me gustas mucho.

Hoseok sonrió y, mientras la escultura que había representado la guerra seguía cayendo, me hice el valiente y le besé. Le acaricié con ternura pero también con decisión. Con amor hacia mí, hacia él y hacia nuestras razas. Y con el recuerdo de Jimin y Yoon Gi en la cabeza.

Ellos nos habían unido.

Absolom nunca los olvidaría pero yo tampoco.

Los llevaría por siempre dentro de mi corazón.

Ya solo nos queda el epílogo.
Espero que logren rehacerse y me acompañen.

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