Uno
Humanos.
Desde que era muy pequeño me he visto obligado a conocerlo todo sobre ellos.
He aprendido su idioma, muchas de sus costumbres y entendido que su forma de vestir consiste en cubrirse el cuerpo debido a su alta sensibilidad al frío. También me han enseñado que son seres cambiantes, que mienten, que se traicionan incluso entre ellos y que sus emociones son mucho más extremas que las nuestras, los moradores de las aguas. Pero, sobre todo, lo que tengo grabado a fuego es que los humanos son los enemigos a batir.
Pescan sin discriminación lo que les place y donde les place y extinguen especies. Destruyen la flora marítima. Pican en el hielo que rodea Absolom, el lugar donde habitan, para echar sus barcos a navegar y volcar en torno a los icebergs todo tipo de suciedad, excrementos y barriles de un líquido negro que no sé lo que es pero que hace que nos debilitemos y enfermemos. Así es como luego nos dan cazan y nos matan.
Desde que mi padre asumió la corona, hace cerca de cincuenta años en nuestro calendario y unos ochenta en el de ellos, existe un grupo que se autodenomina Cazadores de Demonios. Este equipo es muy numeroso y se dedica a meterse en los charcos que rodean el hielo, a riesgo de poner en peligro sus propias vidas, solo para encontrarnos. Llevan todo tipo de arpones, redes y objetos punzantes, y se comportan de forma violenta, déspota y muy agresiva. Son, en una palabra, escorias que no merecen respirar aunque el resto de la ciudad, que se come nuestros cuerpos y fabrica adornos con las escamas de nuestra cara no lo son menos.
Nos llaman animales pero ellos son los verdaderos animales. Nos desprecian como monstruos sin mirarse en esas superficies reflectantes que tienen primero. Dicen que les odiamos pero son ellos los que empezaron a despreciarnos.
Aunque sí, yo, en lo personal, reconozco que los detesto. No es para menos. Tengo motivos más que de sobra para desear que mueran.
Todos. Sin excepción.
Por eso, cuando la corona del rey de los tritones llegó a mis manos, el juramento ante la diosa Tetis, madre del agua, se me hizo muy fácil de asumir e incluso de ampliar.
—¿Juras defender a tu pueblo del peligro de aquéllos que caminan sobre dos patas, Yoon Gi? —La sacerdotisa levantó el halo de corales sobre mi cabeza, en medio de aquel templo de pilares de conchas, frente a los pocos que quedaban de nuestra raza—. ¿Juras cuidar del océano y de sus moradores?
—Lo juro.
Me colocó el círculo en las sienes. A partir de ese momento, yo sería el responsable de poseer la habilidad del agua. El único que podría mover las olas, los icebergs, desatar tempestades e incluso provocar el llanto de los cielos. El único que lo podría todo. Y usaría hasta la última gota de ese poder de forma implacable.
—Juro que los humanos pagarán con su sangre cada una de nuestras escamas rotas. —Me volví hacia los míos, tritones antaño espléndidos ahora mermados, heridos y, en su mayoría, enfermos—. Yo no lo haré como mi padre —sentencié—. Yo terminaré con ellos.
Una nereida de edad avanzada se me acercó, con la aleta renqueante, el cabello largo de plata y una movilidad, a todas luces, reducida, y me agarró de las manos.
—Mi hijo murió —musitó, con la voz quebrada por la concoja—. Se lo llevaron en las redes —sollozó—. Le oí chillar cuando el humano le arrancó una a una las escamas doradas de los hombros y gritar al sentir el punzón clavarse y retorcerse en su estómago bajo el sonido de sus risas.
Sí, lo sabía. No había presenciado la mayoría de las desgracias que habían pasado pero me las imaginaba. Y me daba rabia. Rabia y ganas de emerger del agua sobre los dos pies, pese a que detestaba adoptar esa forma, mezclarme entre ellos y asesinarles uno a uno de forma lenta y con saña. Con la misma saña que ellos mostraban.
—Te doy mi palabra de que lo vengaré. —Levanté los ojos de la mujer y los posé sobre el resto de mi mermada gente—. Los vengaré a todos.
Los vítores y aplausos que se sucedieron a continuación fueron ensordecedores. Me llamaron salvador. El digno rey que hacía falta. Valeroso. Decidido. Grandioso.
Y, mientras todos esos halagos calaban con esperanza en mi agritado corazón, la saderdotisa clamó por las bendiciones de la diosa, me entregó el bastón de mando, una especie de lanza dorada puntiaguda que simbolizaba el poder, y se dispuso a leer el destino entre las algas sagradas que rodeaban el pilar principal del templo, suponía que para aconsejarme sobre los pasos venideros. Sin embargo, tras un tiempo eterno en el que se inclinó y se volvió a inclinar sobre las plantas, se limitó a fruncir el ceño, en silencio.
¿Ocurría algo? A mi padre le habían predicho con bastante exactitud lo que sucedería. Y a mi abuelo también. ¿Por qué a mí no me decía nada?
—Psss... Yoon Gi... —El susurro de Hoseok, unos de los pocos tritones jóvenes que quedaban y el amigo con el que había pasado todos mis años de estudio, me distrajo de mis pesquisas—. ¡Guau! ¡Qué clase la que te cargas, hermano!
Le detecté apoyado en uno de los pilares, de brazos cruzados y con una sonrisa radiante.
—¡Qué elegancia! —Me hizo una reverencia—. ¡Y qué seriedad! ¡Has hablado con una dignidad increíble, pescadito!
—¿Qué te pasa, bobo? ¿No me creías capaz?
—No mucho —admitió—. A mis ojos eres un pececillo demasiado bueno.
Lo decía porque antes solía llorar con facilidad y mostrar demasiada empatía hacia todo en general. Pero, claro, mi desastre personal había cambiado de forma radical mi forma de ver el mundo. Sin embargo, Hobi, como acostumbraba a llamarle, no lo sabía. No sabía nada, como casi nadie, y prefería que siguiera siendo así. Que me viera como un tipo de buenos sentimientos me ayudaba a conservar lo poco decente que quedaba de mi alma.
—No creas, me ha costado bastante pero lo he ensayado —decidí seguirle el tono de chiste y levanté el báculo hacia él—. "Oh, como nuevo monarca, juro protegerte de todo mal, Hoseok".
—Nah. —El aludido se echó a reír—. Aunque ahora tengas los poderes del mar, yo siempre he sido más fuerte. Seguro que termino protegiéndote yo a ti.
—¿Apostamos algo? —le reté—. Mañana voy a hacer una incursión a Absolom. Si te vienes, quizás tengas la ocasión de comprobar por ti mismo si me tienes que ayudar o, por el contrario, soy yo el que te salva la aleta a ti.
—¿Vas a subir ya a la superficie? —Arqueó una ceja—. ¿Tan rápido?
—Quiero ver dónde tienen los barcos.
—Eso lo entiendo, pescadito, pero piensa en lo fría que estará el agua a medida que ascendamos. —Se tocó la sien, como si me diera a entender que se me había soltado algún hilo—. ¿No deberías ensayar primero tus dones? No querría terminar convertido en uno de esos muñequitos de nieve que hacen arriba para divertirse.
—¿Qué es esto? —me burlé—. ¿Detecto miedo en tus palabras?
—Tu lo llamas miedo pero para mí es precaución.
—Pues no te apures, que no tendremos ningún problema —señalé—. Además, yo ya estuve arriba sin tener las habilidades que ahora tengo y aguanté.
La cara de Hoseok adoptó una perplejidad absoluta. Una que me hizo arrepentirme al instante de la confesión. Mierda; había hablado de más.
—¿Subiste? —Uy, la que se me venía encima—. ¿Cuándo? ¿Cómo? ¿Por qué? Y, ¿cómo es que yo no me he enterado? ¿Por qué no me dijiste nada?
Ya... Bueno...
Por suerte para mí, el revuelo de exclamaciones que se organizó a nuestro alrededor cortó la conversación. La sacerdotisa acababa de sacar de las algas dos extrañas piedras y las observaba con incredulidad. La primera parecía de oro y refulgía de forma cegadora. La otra, por el contrario, tenía el tono opaco propio del lodo.
—Jamás había visto algo así —murmuró, desconcertada—. No lo sé interpretar. —Sus ojos grises se posaron sobre los míos—. La loza de la felicidad no aparece nunca acompañada de la piedra de la muerte.
¿Ah, no? Pues para mí tenía un sentido evidente: para alcanzar la dicha tendría que matar. Matar mucho.
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