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Tres

¿Ángel? ¿Gracias?

¡Y una mierda con las gracias! ¡Gracias no!

—¿Qué le has hecho a la morsa? —obvié su aparente amabilidad.

—Yo... —El chico titubeó, aún medio ido—. No... No te... Entiendo...

¿Que no me entendía? Pues ahora lo iba a hacer. Ya lo creo. Me incorporé de un salto, eché mano del báculo, que había dejado en el suelo, y, sin importar nada, le amenacé con la afilada punta en la garganta.

—He preguntado qué le has hecho al animal —repetí, seco—. Dímelo.

—O... Oye... —El roce del metal en la piel le hizo salir del aletargamiento y deslizarse hacia atrás, sobre la superficie resbaladiza, asustado—. Cálmate... No me... No me apuntes con ese arpón, por favor, que no soy un pirata ni tampoco un contrabandista.

Por supuesto, le ignoré. Tenía un rostro precioso y una expresión limpia e inocente. Ese tipo de humanos eran los peores. Solían hacerse los buenecitos y ganarse el aprecio a base de encantos y después te apuñalaban por la espalda de la peor forma.

—¿Me vas a decir lo que le has hecho sí o no?

—No le he hecho nada malo. —Se oyó suplicante—. De verdad que no.

—¿Qué hay en el cofre? —proseguí, impasible—. ¿Qué le has pinchado? ¿Y qué haces aquí? ¿Dónde están los demás cazadores? ¿Y por qué estás revisando las trampas para tritones?

—¿Qué es un tritón?

Los ojos me relampaguearon en cólera. Se estaba burlando de mí.

—Me lo vas a decir todo o te ensarto el gaznate aquí mismo. —La amenaza me salió instantánea. Maldito humano... —. Y, créeme, si te mato, no me va a pesar.

Se quedó mudo unos instantes. Los mismos en los que levanté la lanza, cogí impulso e hice ademán de descargarla sobre él.

—¡Espera, no! —Cerró los ojos y se encogió—. ¡Estoy aquí porque soy veterinario! ¡Veterinario especialista en el cuidado y protección de las especies marinas!

Me detuve. ¿"Vete" qué? ¿Y eso qué era? Y, ¿cuidado? ¿Protección? Sonaba muy absurdo.

—Vengo de Lilium, una ciudad del sur que está muy lejos de aquí, en el interior —prosiguió, a toda velocidad—. Allí tenía una clínica de perros y gatos que me iba muy bien pero, con todo y con eso, me encontraba un poco deprimido porque, como te he dicho, me formé en el mundo de los ecosistemas marinos y no en animales de compañía. Pero, claro, tampoco me veía trabajando en un acuario. Así que pensé que un cambio de aires me iría bien, ya sabes.

Pues no, no sabía de qué rayos me estaba hablando. A duras penas entendía lo que significaba la palabra "clínica", no había visto un perro ni un gato en la vida y tampoco tenía ni idea de lo que era un acuario. Y ni mucho menos entendía la expresión del cambio de aires. El aire era el que era, igual que el agua.

—Me interesé en Absolom porque investigué por Internet y vi que tiene muchas especies en peligro de extinción —continuó al mismo ritmo—. Y, además, resulta que mi familia era originaria de aquí, ¿sabes? Pero de eso hace mucho así que solo había podido ver el sitio en fotos. Fotos con flashes muy iluminadas.

Fotos. Flashes. Vale, ahora sí que me había perdido del todo.

—No imaginaba que fuera a ser un lugar tan oscuro e inhóspito. —Se estremeció—. Da un poco de inseguridad. Parece una ciudad maldita.

Trató de sonreírme pero le devolví una mueca hosca y el gesto se le quedó a medias.

—Y... —Me revisó la ropa y el cabello, tan mojado como el suyo, varias veces, antes de posar los ojos en la lanza, que seguía sobre su garganta—. ¿Podrías dejar de amenazarme con eso, por favor?

No me moví.

—¿Cómo te llamas? —insistió—. Yo soy Jimin, de la familia Park. A lo mejor te suenan.

Ni idea de quiénes eran pero, ¿a quién le importaba?

—¿Has venido solo hasta el agua de cristales? —evadí su pregunta.

Asintió.

—¿Por qué?

—Hoy es mi primer día aquí y quería dar una vuelta e inspeccionar el terreno —explicó—. Pero, mientras caminaba, escuché a la morsa, seguí su sonido y, al ver lo que le había pasado, quise ayudarla. Lo que le he puesto ha sido una medicina para el dolor.

Bajé el báculo, despacio, aún con ceño fruncido.

Era la primera vez que escuchaba que alguien en Absolom se dedicaba a algo diferente que no fuera exterminar o salvarle el culo a los de su propia especie. Y era extraño. Mucho. Quizás porque se trataba de un extranjero todo en él desprendía un aura rara.

—¿Puedo saber ya cómo te llamas?

El tal Jimin, relajado al sentirse libre del punzón, estiró la mano hacia la mía, en ese gesto amistoso que solían hacer entre ellos para presentarse.

—Eres mi salvador —me recordó—. Me gustaría conocer el nombre de la persona a la que debo la vida.

Observé el guante mojado. No estaba hecho de piel de animal sino de otro material desconocido. Y él también debió percibir mi mirada de extrañeza porque se apresuró a quitárselo.

—Perdón. —Me extendió una palma pequeña, blanca y de apariencia delicada—. Es verdad que es de mala educación saludar con guantes, y más si están mojados. Lo siento.

Me retiré. Por descontado, no iba a tocar jamás a un ser humano a menos que fuera para asesinarle. Y aún menos a presentarme. No. Nunca.

—Mi nombre no es asunto de tu incumbencia, Park Jimin —le respondí—. Pero, si es verdad lo que dices y este es tu primer día aquí, te recomiendo que te vayas.

—¿Por qué?

Porque la segunda vez que lo viera lo mataría. Simple.

—Hazme caso y busca otras aguas en las que hacer realidad esos sueños tan idílicos que tienes —fue mi respuesta.

—Pero aquí soy necesario.

—Te equivocas. —Le di la espalda y observé las imponentes montañas de nieve que cercaban el camino de la ciudad—. Absolom está de verdad maldita desde que el dolor del rey del mar la rodeó de hielo y oscuridad y ni tu ni nadie puede hacer nada por remediarlo —expuse—. Sus gentes están malditas. Todo lo que vive aquí está maldito. Y huele a muerte, a odio y a guerra. Huele a destrucción.

—Woooooooaaaa....

La extraña expresión me hizo girarme, desconcertado.

—Qué bien hablas, pareces un escritor de relatos épicos. —Me aplaudió y, ni corto ni perezoso, se me pegó a la cara—. O un filósofo declamando sobre el destino del mundo.

Arqueé una ceja. En verdad era un tipo muy raro.

—Pero no te inquietes, salvador desconocido, que yo no me espanto con facilidad y, además, no creo en maldiciones.

—Deberías.

—Y tu deberías decirme tu nombre y, sin embargo, aún no lo has hecho. —Acercó su rostro al mío, con un brillo chistoso en las pupilas—. ¿Acaso eres de una organización ultra secreta de contrabandistas? ¿Un ladrón? ¿Un furtivo? ¿Y de dónde has sacado ese bastón? Parece parte de un tesoro robado escondido.

Un tesoro robado. Increíble. No solo era peculiar sino también un metomentodo impertinente.

—No es asunto tuyo.

—Según tu, parece que nada lo es.

Pero qué...

El chapoteo en el agua me alertó de que era momento de cortar la conversación. Hoseok estaba haciendo ruido y eso solo podía significar peligro. Un peligro que llegó en forma de silbato. El silbato agudo de los malditos cazadores al convocarse.

—¡Trampa desactivada! —exclamó una voz—. ¡Alguien ha desactivado una de las trampas!

—Corre —apremié a Jimin—. Corre en dirección norte, por la otra puerta de la ciudad, y no dejes que nadie te vea o tendrás serios problemas con esos tipos.

—¿Y tu? —La inquietud le atenazó el rostro—. ¿No vienes conmigo?

—¡He dicho que te largues!

Le lancé el báculo, que cayó a sus pies y, claro, ante eso, por fin, salió corriendo.

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