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Prólogo: La maldición

Cuenta la leyenda que una vez existió una ciudad próspera como pocas, cálida y llena de vitalidad y armonía llamada Absolom. La zona era famosa por obtener con facilidad y respeto la riqueza del mar y sus calles respiraban tanta felicidad y paz que los algunos monjes incluso hablaban de ella como si fuera un lugar sagrado.

Y no se equivocaban.

Que Absolom disfrutara de ese ambiente se debía a que los tritones, moradores de mares y océanos, se habían afincado allí y velaban escondidos entre arrecifes y acantilados por el bienestar de un lugar y de unos humanos que, pese a no verlos, los intuían y se referían a ellos como dioses. Y, entre estos humanos, nació Agneta.

Hija de uno de los comerciantes más importantes de la ciudad, la joven se crió entre barcos, remos y redes de pescar, y fue bendecida por la diosa Venus con la gracia de la belleza, el porte y la elegancia. Tanto fue así que ya en su adolescencia se convirtió en el anhelo de muchos hombres y también de otras tantas mujeres y en el objeto de deseo que casi todos los visitantes de Absolom querían poseer. Sin embargo, ella en donde puso sus ojos fue en el rey tritón.

Se cuenta que coincidieron por casualidad en la playa varias veces y que hablaban hasta el amanecer. Y también que ella no le reconoció al principio, pues los tritones poseían la habilidad de perder sus escamas y adoptar forma humana al pisar tierra firme durante cortos periodos de tiempo. Y aquel rey tritón, espléndido y poderoso en su mundo, cayó en el embrujo de las caprichosas flechas de Cupido y se dejó arrastrar por unos sentimientos que no debían ser. Se narra que se enamoró tan locamente que dejó su corona, abandonó a su pueblo, salió a la superficie de forma definitiva y la amó. La amó al punto de llegar al borde de la misma muerte por negarse a separase de ella y regresar al océano de modo que Agneta, en un intento de salvarle, terminó por renunciar a su humanidad y cambió la tierra firme de Absolom por las profundidades marinas.

Sin embargo, la felicidad de estar juntos no duró mucho. A los pocos días, la portadora de los encantos de Venus se arrepintió de su decisión y de encontrarse allí, en el mundo del agua. ¿La razón? Vio la verdadera forma del que había sido su amado, del que lo había dado todo por ella, y le generó asco y repulsión.

—Al final, eres solo un pescado. —Acostumbraba a decirle cada vez que se lo encontraba—. Y yo como pescado.

Ante esto el tritón se limitaba a agachar la cabeza y se esforzaba por desaparecer de su vista. La seguía queriendo, no deseaba incomodarla con su presencia y se amparaba en la esperanza de que, con el tiempo, ella se terminaría acostumbrando a su imagen. Después de todo, le había jurado amor eterno y el amor era incondicional.

No pudo estar más equivocado.

Una mañana las trompetas funerarias de Absolom empezaron a tronar sin descanso, como hacían siempre en señal de duelo ante una muerte, y Agneta aprovechó la situación para salir a la superficie.

Allí comprobó que los fallecidos eran sus padres. Y también comprobó que el tiempo dentro del océano era muy diferente al tiempo del mundo terrestre. Entendió que lo que para ella había sido una semana para la ciudad habían un año. Que su familia había fallecido producto una enfermedad contagiosa sin saber lo que había sido de ella, en medio del dolor de su desaparición, y la culpa la arroyó. Cayó de rodillas ante los ataúdes blancos, que yacían uno al lado del otro, lloró y pidió perdón.

La leyenda narra que el tritón, preocupado ante su prolongada ausencia, fue a buscarla a la séptima luna pero que ella volcó su cólera contra él. Le acusó de haberla mentido, pese a que él también desconocía las diferencias de tiempo, y le culpó de su desgracia. Le acusó de arrastrarla contra su voluntad al mar. Le llamó monstruo. Indigno de ser amado. Animal. Y le juro odio eterno.

Sin clemencia. Sin piedad. Sin amor. Sin nada.

Y él entonces lo comprendió. Tomó conciencia de la voluble y cambiante emocionalidad de los humanos, de que el amor no era en realidad incondicional ni duradero, y dejó que su ira transformara Absolom en una ciudad inhóspita, fría y helada, envuelta en una oscuridad eterna.

La prosperidad desapareció. El firmamento se tornó oscuro. El mar dejó de proveer riqueza. La alegría dio paso a la más completa desolación.

—Los hielos no cesarán hasta que un humano muestre verdadera lealtad —fue su veredicto.

Cien años después Absolom sigue sumido en el frío y sus habitantes, resentidos, se dedican a cazar a tritones. Viven de asesinarles ya que venden sus colas de pez a las tiendas de comestibles y sus escamas brillantes a las joyerías que fabrican abalorios para el cabello, pendientes y collares.

La glaciación parece abocada a la eternidad. Porque, en tales condiciones, ¿puede un ser humano ser realmente leal?

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