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Ocho

Me mostré terco pero Jimin lo fue más y al final me acompañó. Y menos mal porque Absolom resultó ser un laberinto de callejuelas desiertas, oscuras y gélidas, en la que lo único que resonaba eran nuestras pisadas sobre la escarcha. Ahí me di cuenta de lo fácil que era perderse y también aprendí la importancia de conocerse bien el terreno porque había muy pocos faroles colgados y una cantidad nada despreciable de agujeros y zanjas que dificultaban la marcha. Eso por no hablar de los perros, esos seres peludos de cuatro patas que ladraban y gruñían como bestias en cuanto detectaban nuestra sombras y que estaba sueltos por todas partes. Y yo que nunca había visto uno... En media hora me había topado por lo menos con veinte y su dientes no me hacían gracia. Nada de gracia, de hecho.

—Nunca habías estado dentro de la ciudad, ¿cierto?

A Jimin no le pasó desapercibida mi inquietud al observar los edificios de piedra, que me parecían todos iguales, ni mi cara de desconcierto cada vez que me topaba con un hoyo y tenía que saltarlo. Si andar ya me suponía un esfuerzo, brincar requería mentalizarme a conciencia.

—No —reconocí.

—Te diría que es raro pero, considerando la cruzada que tienes contra los cazadores, no me sorprende que vivas fuera.

Ya. Cogí impulso y me agarré a la piedra de una pared para atravesar un escollo.

—¿Qué ocurrió? ¿Te desterraron por tu rebeldía? —continuó—. ¿Retaste a Jung Kook, su líder? ¿Te tuviste que esconder en alguna cabaña abandonada de las montañas nevadas?

Uf; por la Gran Ola. Ya empezaba otra vez.

—Anda, dímelo —insistió—. ¿Qué te cuesta? Te he enseñado mi casa.

Seguí caminando.

—¿Acaso no tienes dónde ir? ¿Quizás vives en una cueva de hielo como un esquimal? ¿O habitas en un refugio secreto desde donde diriges esas actividades activistas ecologistas tan peligrosas y a la vez tan fantásticas? ¿Es eso?

Madre mía. Me daba que, si no le paraba, igual terminaba diciendo que los pingüinos me habían acogido como hijo adoptivo.

—Vivo en un barco —me inventé—. A mi familia le gusta mucho estar en el mar.

—Wao. —Jimin se quedó impresionado—. ¡Qué pasada! A mí también me encantaría vivir en medio del océano.

—¿Ah, sí?

—Me gusta el color del agua porque es cambiante y nunca puedes determinar con exactitud si es verde, azul o turquesa —prosiguió—. Y disfruto mucho de la paz que otorga estar en medio de su inmensidad, donde todo fluye y gira según dicta la naturaleza y no según dictamos nosotros.

Zigzagueó, me llevó por la izquierda, luego derecha y después atravesó una especie de puerta y se detuvo.

—En cambio aquí, en tierra, tenemos de todo menos calma y armonía.

Asomé la cabeza por el arco. Ante nosotros se abría una plaza enorme plagada de luces amarillas, limpia de nieve y escollos, en torno a la cual habían puesto un montón de tiendas en hilera que exhibían sus productos en el mismo suelo, sobre tablas y telas. Distinguí a dos hombres golpeándose el uno al otro en un lado, sin que nadie se lo impidiera, a otros tantos insultándose y a un grupo más grande empujándose entre desaires.

—Te presento el corazón de Absolom. —Jimin abrió los brazos, con la intención de abarcar el espacio—. Esta es la plaza central, lugar de disputas diarias y de chismes de todo tipo.

Vaya.

Ignoré a los idiotas que peleaban y me centré en las ventanas y balcones de las paredes de aquel lugar que parecía sacado de una época antigua, en las fogatas que había cada pocos metros para diluir el frío metidas en barriles de metal y en la enorme cantidad de objetos que se vendían. Había libros, telas, ropa, comida, lámparas y un sin fin de cosas que jamás en la vida había visto.

Me acerqué a uno de los puestos de alimentación, intrigado por el brillo de los recipientes redondos. El tipo que lo regentaba estaba cocinando algo que desprendía un olor delicioso.

—¿Qué es eso? —Busqué a Jimin, que se había quedado detrás, y, sin ser del todo consciente, le tomé de la mano para acercarle—. Lo que está haciendo, digo.

—Son cortezas de cerdo —me susurró—. ¿Quieres que compremos?

¿Cerdo? ¡Ni en broma!

Me apresuré a alejarme, arrastrando a Jimin conmigo.

—¿Y ahora qué te pasa? —Se extrañó de mi reacción—. ¿Te da alergia?

—Algo así. —Me volví hacia él—. ¿Cómo podéis comer esas cosas? ¿No os dan pena? Los animales tienen sentimientos y experimentan dolor.

—Esto... —Jimin abrió la boca y luego la cerró—. Yo no sabría responderte porque soy vegetariano.

Le observé de arriba a abajo y de abajo a arriba. Vege. De vegetal. O sea que...

—¡Oh, mira nada más cuanto amor se respira por aquí el día de hoy! —Una señora que tenía un montón de hierbas extrañas en su expositor nos dedicó una serie de aspavientos con la intención de que nos acercáramos a su estante e interrumpió mis pensamientos—. ¡Se os ve muy enamorados!

Le solté. Joder; ni me había dado cuenta de que le seguía llevando de la mano. Qué vergüenza.

—Destiláis un aura hermosa —continuó—. ¿Queréis saber lo que el destino os reserva? Puedo leeros el porvenir.

—Se lo agradecemos mucho pero llevamos un poco de prisa. —Jimin, con la tez medio enrojecida, declinó la oferta.

—Siempre ha de haber tiempo para el provenir. —El tono de la mujer adquirió un tinte opaco, muy diferente al de su saludo inicial y demasiado similar al de la sacerdotisa del mar—. Lee tu destino y sálvate antes de que sea tarde.

Jimin se echó ligeramente a temblar y a mí el corazón se me puso a mil por hora. Malditos adivinos. Cómo detestaba que fingieran saber todo pero luego no dijeran claramente nada, como había pasado con lo de mi coronación y esas piedras del infierno.

—A Jimin no le va a ocurrir nada. —Las palabras me salieron cortantes como cuchillos—. Yo estaré con él y le cuidaré.

—Ah, tu... —me observó, pensativa—. ¿Crees que podrás?

—Por supuesto. —No lo dudé—. Mi destino no lo forja un augurio. Lo forjo yo.

Y, con esas, le di la espalda, tomé a mi acompañante del brazo y lo arrastré conmigo hacia el interior del mercado. Aquella mujer se podía ir a la mierda, con sus advertencias y sus hierbas. Y las piedras del océano también. Por haberlas interpretado había perdido a Hoseok.

—Yoon Gi... Para... Me estás haciendo un pelín de daño...

Como caminé cual marabunta, llegamos en seguida al otro lado de la plaza, frente a la imponente escultura de una mujer que permanecía arrodillada ante los pies de un tritón de larga melena, aspecto feroz y mirada cruel que la amenazaba con un tridente.

Qué cosas. En realidad la historia había sido al revés.

—¡Uf, caramba! ¡Eres muy rápido! —Jimin se sacudió el brazo y lo estiró—. ¡Y muy fuerte! ¡Tu mano parece de acero!

Se recostó contra el pedestal y trató de recobrar el aliento.

—Pero, ¿sabes qué? ¡He alucinado con tu manera de cortar a esa charlatana! —exclamó—. "Mi destino no lo forja un agurio" —me imitó—. ¡Guau! ¡Impresionante!

—No exageres, que no ha sido para tanto. —Me recargué junto a él, con una inevitable sonrisa en los labios—. Lo que pasa es que eres demasiado estusiasta. Todo te parece fantástico y extraordinario.

—En realidad no. —Me echó un vistazo—. Pero tu sí me lo pareces.

—Pues no debería. —Le devolví la mirada—. Es estúpido y no tiene sentido.

—¿Igual de estúpido que el hecho de que le hayas dicho a una adivina que te quedarías conmigo para evitar que nada malo me ocurra?

—No. —Me arrimé y, sin saber muy bien cómo, me descubrí inclinado sobre su rostro—. Eso no es estúpido porque es cierto que lo haría. Me quedaría sin dudarlo contigo.

Fue entonces cuando me asió de la solapa del abrigo y yo, perdido en sus ojos y en el cosquilleo ansioso de su proximidad, me dejé llevar y, sin saber muy bien lo que hacía, busqué el calor de su aliento.

Sentí su respiración agitada, sus brazos al asirme del cuello y su corazón tembloroso abierto a mí de par y par. Noté mis propios deseos, burbujeantes por besarle, por zambullirme en su cuerpo, por fundirme con él, por amarle. Le ansiaba de una forma inexplicable y, sin embargo, me contuve y no llegué a rozarle los labios. El destello de la cruda realidad apareció en forma de un grupo de niños que jugaban a dar caza a los monstruos y escucharles me recordó que nos separaba un muro infranqueable.

Yo no pertenecía a la tierra. Y Jimin era maravilloso pero su lugar estaba en el lado opuesto al mío y me aterraba que descubriera mi verdadera condición. Me vería de la misma forma en la que Agneta había mirado a mi bisabuelo y no estaba dispuesto a pasar por ese dolor.

No.

No y y mil veces no.

—Se está haciendo tarde —me aparté—. Deberíamos seguir.

—Yoon Gi... —Ante mi retirada, Jimin abrió los ojos y me miró con evidente pesadumbre —. Por... Por qué... Yo... —balbuceó—. Creía que...

—Lo siento —musité—. Hay líneas que no se deben cruzar.

—Pero yo quiero hacerlo. —Como no podía ser de otra manera, no pudo cerrar la boca y ponérmelo fácil, no—. Me gustas.

—Tu a mí no —zanjé—. Que haya dicho que te vaya a cuidar porque me caes bien no significa nada más allá.

Decirle aquello me dolió como si clavaran una lanza en el costado, tanto por las palabras en sí que, por supuesto, no eran ciertas, como por la expresión de tristeza que le generaron.

—Ya. —Agachó la cabeza—. Disculpa por lanzarme e incomodarte entonces.

Se incorporó, y, con los ojos pegados al suelo, me sobrepasó y tiró hacia el callejón de la derecha.

—Vamos —dijo, sin volverse—. El laboratorio está cerca.

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