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Dos

Ascender a la superficie es bastante agotador. Requiere de mucha potencia en la aleta y de fuerza en los brazos para que las corrientes no te empujen en sentido horizontal y puedas nadar en vertical. Además, el camino es largo.

Nuestro enclave está situado en una profunda zanja, provista de las numerosas cuevas que utilizamos para vivir, y hasta Absolom hay cerca de once mil metros de altura. Así dicho, quizás no parezca gran cosa pero estamos tan acostumbrados a la presión de la zona baja que nos resulta muy difícil controlar el movimiento de nado hacia arriba. Salvo si estamos débiles, claro. Entonces nuestros cuerpos tienden a flotar sobre las corrientes y empiezan a subir solos, poco a poco y sin que podamos remediarlo, a menos que estemos en grupo y alguien nos auxilie.

—¿Qué opinas de la piedra dorada? —Hoseok, como de costumbre, dio rienda suelta a su parloteo—. Mi abuela dice que nunca en la historia del reino había salido antes en el destino de una coronación.

—No tengo ni idea de lo que pueda significar —mentí. No quería asustarle con mi sádica hipótesis—. Ni siquiera la sacerdotisa ha podido explicarlo.

—Puede que ella no pero los ancianos son sabios y murmuran que esa piedra es la que anuncia la llegada del que salvará nuestra especie y traerá prosperidad a los hielos. —Me guiñó un ojo—. Es obvio que ese tienes que ser tu, pececillo. 

Me limité a sonreír. Aún sin esa piedra, mi propósito era exactamente ese. Traer la paz. Hacer que el pueblo sobreviviera. Y extinguir a los de arriba.

—Ya se siente el frío.  —Mi amigo detuvo su avance y se abrazó el cuerpo—. Se me están poniendo las escamas de punta y ni siquiera veo hielo aún.

—Menos mal que eres el fuerte del dúo, ¿eh? —No dudé en recordarle sus propias palabras.

—No sé de qué hablas —rebatió—. Frío y fuerza no tienen relación.

—No, no, claro.

—Pues no, Yoon Gi. —Mi cara de condescendencia le hizo arrugar la nariz—. Lo que ocurre es que no estoy acostumbrado a este clima porque, por si se te ha olvidado, no suelo subir. Nada más.

—Lógico.

—Yoon Gi, por Tetis, deja de darme la razón como a los tontos.

—Faltaría más.

—¡Te hablo en serio!

—Y yo.

Me eché a reír y estiré los brazos. Hora de agilizar las cosas. Había visto muchas veces a mi padre convocar el poder. Solo tenía que cerrar los ojos y concentrarme en lo que quería conseguir. Y quería agua cálida. Una corriente de agua cálida que nos empujara hacia arriba. Un torrente que se sintiera agradable y amable, que eliminara el halo gélido que nos empezaba a rodear y que, de paso, nos ahorrara seguir nadando. Un torrente. Un torrente fuerte. Muy fuerte.

—Pecedillo... —La voz de Hobi se oyó preocupada—. El agua se está empezando a remover de una forma muy rara y no...

Salimos despedidos hacia arriba, envueltos en un repentino remolino de temperatura perfecta. Hoseok maldijo todo lo habido y por haber pero yo me estiré y me dejé llevar por la habilidad de la diosa que acababa de adquirir. Era fantástico. Grandioso. Increíble. Era...

—¡Es una mierda! —Mi amigo no estuvo muy de acuerdo conmigo cuando, tres segundos después, asomamos la cabeza por entre los glaciares—. ¡No me has avisado! —protestó—. ¿Por qué no lo has hecho? ¡Esas cosas se dicen!  ¡Me he tragado medio océano! —Me salpicó y, acto seguido, empezó a castañear los dientes—. ¡Oh, oh, oh! ¡Qué frío! ¡Y qué horror!

Por horror se refería a la medio oscuridad que dominaba la zona, ya fuera de día o de noche, y que no era total debido a la nieve acumulada en donde antaño había estado la playa, a la capa de hielo que cubría el agua y a los icerbergs, que iluminaban el espacio. Un espacio yermo, muerto y desolador.

—Pareces una orca gruñona. —Revisé la quietud, con cautela—. Absolom es mucho peor cuando...

Me interrumpí. Acababa de percibir movimientos en el suelo, a escasos metros.

Humanos.

—¿Cuando qué?

—Guarda silencio. —Me sumergí hasta la altura de los ojos—. No estamos solos.

Mi aviso provocó en Hoseok un cambio de actitud radical. Su expresión pasó de la queja infantil a una tez seca, casi tan hosca como la mía, se encogió y buscó refugio tras un montículo de hielo.

Efectivamente, era un humano.

No era difícil reconocer la silueta de dos patas, cubierta con un abrigo blanco que le cubría hasta la cabeza, con botas y guantes, que se arrastraba por la superficie desbaladiza sobre los codos, con la intención de llegar hasta una trampa destinada a cazarnos. En ella habían atrapado a una pobre morsa, que gemía de dolor y suplicaba, en su idioma, por su vida.

Apreté la mandíbula. Qué hijo de puta. A esos seres del infierno les encantaba matarlas y arrancarles la piel a tiras. 

—No te muevas a menos que te lo diga —me dirigí a Hoseok, que seguía tras el bloque, con los ojos rebosantes de ira ante la visión—. Es una orden.

No rechistó. Por mucha confianza que tuviéramos, el mandato del rey era sagrado e incuestionable.

—Muy bien... Buen chico... Muy bien... —El humano consiguió llegar hasta animal y le acarició el lomo, en un gesto que no me gustó nada—. Tranquilo, ¿vale?

"Tranquilo. No te va a doler".

Mi cabeza recordó lo que no debía.

Mierda.

Subí la temperatura del agua para derretir el hielo que me rodeaba y me acerqué, con suma cautela, al objetivo.

—Mira, ¿ves? —Aquel ser echó mano de la trampa, forcejeó con ella y la abrió, no sin esfuerzo—. Ya está. —La hizo a un lado—. Ahora vamos a ver qué te pasó, amigo.

Seguí avanzando. El humano examinó con atención la piel herida y echó mano de una especie de cofre de donde extrajo algo que le pinchó sin pensar.

—Ya no vas a sufrir.

"Con esto no habrá dolor". Aquellas horribles palabras regresaron de nuevo, en eco, a mi memoria. "¿Ves como no soy un humano tan cruel, pequeño monstruo?"

Maldita sea.

Estaba envenenando a un morador de mi océano ante mis propias narices y yo no tenía manera de saber qué líquido le había puesto para buscar la curación, si es que la había. Y pensarlo me dio tanta rabia que, sin darme cuenta, mi halo de poder resquebrajó el frágil suelo, que se rompió en cuestión de segundos. Tanto la morsa como el humano cayeron al agua.

Aquel hubiera sido un momento perfecto para dejarle ahí. Hubiera agonizado en el frío y yo hubiera disfrutado de lo lindo con el espectáculo que sería contemplar su debilucho cuerpo entumecerse y ahogarse en medio de la desesperación frustrada de no poder respirar. Pero, la verdad, me inquietaba demasiado lo que contenía ese cofre y qué era lo que le había puesto a la morsa. Lo suficiente como para nadar hacia él, sujetarle cuando acababa de perder el conocimiento y sacarle a la superficie. Y lo suficiente también como para cambiar de forma y salir a dos pies del agua, buscar la cueva en la que mi padre solía guardar las prendas de ropa, por si se requerían incursiones de emergencia a la ciudad, y esperar a que aquel tipo se despertara de la zambullida. 

No tardó mucho. Solo necesité calentar su ropa mojada y apretarle el pecho un par de veces y, a la tercera, empezó a toser y abrió los ojos. Unos ojos castaños, algo más claros que la oscuridad mojada de su cabello, que me observaron, aturdidos y atónitos, enmarcados en el rostro más hermoso que había visto en la vida.

—¿Eres...? —susurró, sin aire—. ¿Eres mi ángel protector?

¿Cómo?

—Iba a morir... Pero me has salvado... Gracias...

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