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Doce

Los días siguientes fueros extraños. Hoseok se recuperó rápido y el consejo de ancianos se reunió de nuevo y me mandó llamar. Lamentaron la pérdida de los quince tritones apresados en las redes durante mi fallido intento de ataque, asesinados casi en el acto, según les contó mi amigo. Agradecieron mi valor al salir sobre dos piernas y adentrarme en el corazón de la ciudad en busca del único superviviente de la masacre. Y después la sacerdotisa organizó una nueva ceremonia en el templo y me volvió a investir. Era lo que se hacía para reconocer honores.

—Al gran rey de los océanos, el pueblo de los mares rinde pleitesía —pronunció, solemne—. A los ojos de Tetis, la audacia y resolución mostradas en tu peligrosa incursión en filas enemigas son dignas cualidades que te hacen merecedor de aclamos y recompensas. 

Me incliné como correspondía, con la mente revuelta y la idea de que en verdad esa audacia no había sido tal. Hubiera muerto en el hielo de no haber sido por Jimin. Él me había salvado y también guiado a través de Absolom. Y yo...

Yo había descubierto que no era nada sin él.

Jimin...

Inspiré fuerte. Cada vez que le recordaba un velo acuoso me empañaba la visión. Me sentía perdido. Triste. Vacío.

—¿Seguirás luchando en aras de destruir a los impíos que habitan tierra seca? —Me entregó el báculo que se me había caído durante la contienda—. ¿Los matarás a todos en justicia por nuestros seres perdidos?

No pude evitar apretar la mandíbula. No, a todos no.

—Reafirmo mi compromiso de proteger nuestra especie —contesté como mejor pude—. Seguiré usando el don para tal fin.

La respuesta, pese a no ser tan dura y ni mucho menos tan firme como la de la coronación, no generó problemas. La sacerdotisa se sorprendió un poco, pues esperaba alguna frase más típica de mi rudeza habitual, pero, por suerte, no dijo nada y se limitó a inclinarse ante mí. Y, después, todos los presentes hicieron lo mismo.

—¡Larga vida a nuestro rey! —exclamó una voz.

—¡Que los dioses te premien con tu mayor deseo! —escuché a otro.

Mi deseo. Qué gracioso.

Mi deseo era imposible.

Quería regresar con Jimin, tragarme su plato de algas y escucharle fabular historias y preguntarme cosas sin parar. Ansiaba fundirme en sus ojos y respirar la sensación de su abrazo. Verle reír. Oír su timbre suave y perderme en su expresión amable.

Sabía que tenía que ser un rey digno, que se lo debía a mi padre y que en ese punto los sentimientos no debían tener cabida. Sin embargo, le extrañaba. Le extrañaba mucho más de lo que creí que fuera a hacerlo y, para colmo de males, encima no podía quitarme de la cabeza su mirada entristecida en la despedida ni tampoco nuestra última conversación.

—¿Por qué? —Ante mi decisión de seguir solo, sus pupilas habían adquirido un tinte de pesar—. ¿Qué hago mal para que desconfíes tanto de mí?

—No has hecho nada mal —corregí—. Pero necesito que te pongas a salvo. Regresa con los cazadores y cúlpame de la desaparición del cuerpo.

—No voy a hacer eso.

—Entonces te responsabilizarán de la pérdida de un tritón y terminarás colgado en la plaza en su lugar.

—Discrepo.

Uf. Por Tetis.

—¡Bueno, pues si no lo ves así ya está! —Le di la espalda, indignado ante tanta terquedad—. ¡Haz lo que te dé la gana, para variar, y que los dioses te guíen! —Empujé la camilla hacia la nieve—. Espero que estés bien.

—A la adivina le dijiste que velarías por mí.

El corazón se me estrujó. Demonios. Qué difícil me lo estaba poniendo.

—Sé lo que dije. —Me volví; se había pegado a la piedra y me observaba, cabizbajo—. Y lamento no poder cumplirlo.

—Eso significa que no volveré a verte —asoció—. ¿Por qué? ¿Por qué me apartas?

Porque le quería. Porque no podía permitir que su propia gente lo acusara de traición. Porque los míos tampoco le aceptarían. Porque merecía ser feliz y solo lo lograría con alguien de su misma especie.

—Porque me molestas —respondí, seco—. Ya te he dicho varias veces que me caes bien y que te estimo pero me estresas con tu intensidad y con tu inagotable fuente de preguntas y además...

—Además sabes que me gustas —se anticipó—. Y, como no sientes lo mismo, no deseas que tenerme junto a ti.

No. Era justo lo contrario.

—Qué bueno que lo digas con tanta claridad. —Oteé de nuevo a la inmensidad de la nieve. Para mentir prefería no mirarle—. Me ahorras la explicación larga. —Retomé camino hacia la oscuridad exterior—. Ha sido un placer conocerte, Park Jimin.

—Adiós, Yoon Gi. —Su voz se me antojó nasal—. Como no nos veremos más, supongo que ya da igual todo —prosiguió—. Puedo confesar con tranquilidad que te quiero.

Te quiero, me había dicho.

Te quiero.

Joder; qué agonía.

Maldito océano y maldita tierra. Maldita guerra y maldita la hora en la que había sido coronado y había aceptado el don. Maldito todo. Todo.

"Convierte en un rey digno".

Mierda, papá.

—¿Qué te pasa?

Hoseok se me acercó. La ceremonia había terminado hacía tiempo mas, sin embargo, yo seguía allí, apoyado en el pilar central y absorto en los corales de las piedras del destino.

—¿Cómo es que no estás preparando un nuevo plan contra los humanos? —Se situó a mi lado—. ¿Estás enfermo?

—Estoy pensando —respondí.

—¿En qué?

—En por qué me ha tenido que pasar esto a mí.

—¿Qué cosa? —Mi acompañante parpadeó, sin entender.

—Nada. Déjalo.

—Yoon Gi...

—Ahórrate el discurso moral o el consejo de amigo incondicional —me adelanté—. No te lo puedo a contar. 

—Entonces no podré ayudarte.

—¿Acaso te he pedido que lo hagas?

Hoseok resopló y farfulló algo en torno a que, desde que habíamos regresado, mi actitud era insoportable, pero me dejó en paz. Y así estuve cerca de tres días. Tres días en los que me dediqué vagar por las cuevas y a meditar sobre mi mala suerte hasta que, en uno de mis tantos repasos por los días de Absolom, recordé que había averiguado que el refugio de los cazadores estaba en el oeste. Y lo aproveché.

—¿Estás seguro de que allí están los barcos negros? —La nereida mayor, para variar, no dudó en cuestionarme—. Es una zona de cristales extremadamente gélida y los humanos son de piel frágil.

—Le dan más importancia a nuestras escamas y colas que a la posibilidad de perecer congelados —respondí—. Y para ello necesitan un acceso rápido al agua desde su laboratorio. Estoy seguro de que entre los glaciales más grandes guardan su equipación.

—Sube entonces. —La indicación del tritón de más edad, el de la larga barba, me hinchó el pecho de entusiasmo—. Pero inspecciona en silencio. No te expongas más, Majestad.

No, por supuesto que no me iba a exponer, entre otras cosas porque, en vez de cumplir con la tarea y ascender al lugar objetivo, utilicé el don y me dejé llevar por mi anhelo más profundo. Y éste hizo su trabajo y la corrientes me transportaron en cuestión de minutos a la zona este, donde solían estar las morsas.

Asomé los ojos, con cautela. Oteé a la izquierda. Nada. Me volví a la derecha. El pulso se me disparó al detectar el inconfundible abrigo blanco de Jimin.

Estaba sentado en la escarcha y se había quitado la capucha, dejando al descubierto su rostro enrojecido por el frío y el cabello oscuro lleno de motitas de escarcha. No llevaba maleta ni tampoco su cofre de medicinas y mantenía sus preciosos ojos castaños fijos en el gélido mar. Lucía tan absorto y perdido como como yo lo había estado en el templo. 

"Eso significa que no volveré a verte. ¿Por qué? ¿Por qué me apartas?"

Me acerqué un poco más. Una placa de hielo me cortó el acceso pero la derretí y me escabullí tras un pequeño montículo, casi en la misma costa.

"Supongo que ya da igual todo. Puedo confesar con tranquilidad que te quiero".

Por Tetis.

¿Qué hacía? ¿Me dejaba ver? No, qué disparate. Que no se hubiera asustado de Hoseok no significaba que sus sentimientos por mí no fueran a cambiar si descubría mi condición. Lo de Agneta y mi bisabuelo había sido una dura lección. Pero, por otro lado, no creía lograr estar bien sin él. Entonces, ¿salía a dos pies? ¿Cuánto tiempo podría estar fuera del agua sin que se notara lo que era?

Qué mala suerte la mía, joder. Ya tenía mucho encima como para ir a enamorarme de un humano. ¡Un humano!

La frustración me hizo dar un coletazo. No fue fuerte pero, en medio de del silencio, retumbó como un maremoto.

—¿Hola?

Jimin dio un bote y se incorporó. Mierda.

—¿Eres un pingüinito en apuros?

Pero que... ¿Pingüinito? ¿En serio?

—¿Una morsa? ¿Un pez? —Metió la cabeza entre los bloques de hielo, aún a riesgo de resbalarse—. ¿Estás atrapado en una trampa? No te preocupes, que ahora mismo te libero.

Ay, no.

Me sumergí justo en el instante en el que su gesto preocupado rastreaba mi escondite.

—Woaaa. —Le escuché exclamar—. ¿Un tritón? —dedujo—. ¡Espera, no te vayas! ¡No te voy a hacer nada! ¡Soy amigo de Hoseok, que es de los tuyos! ¡Me llamo Jimin!

Por todos los dioses. Sí que usaba bien sus informaciones, sí.

—Anda, por favor, sal —continuó—. No soy peligroso. Soy veterinario y amo el mar y todo lo que hay en él, y eso te incluye.

Me quedé de piedra cuando sumergió la cabeza en el agua fría, aguantó la respiración y alumbró con una linterna acuática lo que, obvio, me obligó a huir y a emerger por el lado contrario. Fue entonces cuando los vi.

Cazadores.

Identifiqué al tipo que me había arrojado el barril de veneno, al que había implorado por su vida y también al novato al que habíamos engañado, con cara de despistado y una escopeta entre las manos. 

—Park Jimin. —El primero fue el que habló—. Acompáñanos. Jung Kook desea verte.

Maldición.

Me faltó tiempo para nadar hasta la cueva de mi padre, cambiar de forma y vestirme pero, para cuando llegué a la planicie, con la lanza en la mano y ganas de ensartarles a todos, ya estaba desierta.

Se lo habían llevado y la rabia que me embargó fue tal que el hielo se derritió bajo mi paso y los icebergs cercanos se desmoronaron. Levanté un vendaval de nieve y agité las aguas como nunca antes lo había hecho. Incluso hice temblar la piedra de la puerta oeste al desprender los picos gélidos cuando la atravesé, rumbo al laboratorio.

No iba a permitir que aquellos hijos de perra le lastimaran.

No. Eso jamás.

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