Dieciséis
Llevé a Jimin a las corrientes de la diosa aunque primero le dejé dar volteretas, exclamar todos los "woas" y "wous" del mundo, hacerse el muerto, nadar, explorar a sus anchas y tirase a mis brazos varias veces con una sonrisa eufórica.
Estaba entusiasmado.
Nunca le había visto tan radiante y saber que mi verdadera forma y mi poder eran los responsables de ello me hacía sentir dichoso, en plenitud. Y esa maravillosa sensación se duplicó cuando le mostré la zona del cortejo, en medio de dos flujos de agua que se cruzaban entre sí, y cumplí la tradición.
Le sostuve a fin de que la fuerza de los torrentes no le arrastrara. Le miré a los ojos. Le acaricié el rostro con la mano. Le besé ante la inmensidad de mi océano, de mi casa, de mi hogar. Y después le devolví a la superficie.
—Me gustaría quedarme abajo, por favor. —Su súplica se me coló por la oreja nada más avistar las paredes de la cueva—. Así podríamos estar juntos.
—Te olvidas del pequeño pero importante detalle de que mi pueblo es enemigo del tuyo. —Le dejé cerca de la zona en la que se hacía pie—. Si te detectan, te matarán.
—Pues me quedaré escondido en una cuevita.
—No.
—Anda, Yoon Gi, con lo grande que es el mar, tiene que haber agujeritos estupendos perdidos por ahí.
Jimin, lejos de salir del agua, como se suponía que tenía que hacer, se dio la vuelta y me echó los brazos al cuello.
—Mira que no pido que sea un espacio colosal —continuó—. Me conformo con que el techo no me pegue en la cabeza cuando entre.
—Te he dicho que no.
—¿Y por qué? —insistió—. ¿No me crees capaz de adaptarme? Yo puedo vivir en cualquier parte. Solo necesito que me expliques cómo se amuebla una cueva.
Los ojos se me abrieron de par en par.
—¿Qué?
—Quiero saber qué se usa para sentarse, si hay mesas, dónde se duerme y eso. —La tez se le enrojeció—. Disculpa si te parezco ignorante pero no me hago una idea de cómo es la vida abajo. Me hace falta información.
—No te hace falta nada porque no te quedarás.
—Yoon Gi...
—No —me reafirmé—. No mereces estar escondido esperándome a diario.
El movimiento del agua nos empujó hacia el hielo de tierra firme. Jimin terminó con la espalda contra la pared gélida y me soltó.
—Pero en Absolom es lo mismo —se quejó entonces—. Te espero todos los días.
—Aquí por lo menos respiras aire. —Me alcé a dos piernas. El agua apenas nos cubría por la cintura. No se podía nadar—. Tienes tu casa. Haces tu trabajo. Este es tu hábitat.
—No lo veo de esa manera.
Ya. Lo suponía.
—Me da igual la forma en la que lo veas. —Me aproximé y apoyé las manos en el hielo. Mis brazos formaron un cerco en torno a él—. No vas meterte en un océano lleno de tritones con sed de venganza y punto.
—Pues... —Sus ojos sostuvieron los míos—. Entonces vámonos.
—¿A dónde?
Me incliné sobre él. La respiración se le agitó.
—A la isla Ninfo —contestó, en un hilo de voz—. Es un lugar cálido y dudo que sus habitantes sepan lo que es un tritón.
Jamás había oído hablar de ese lugar pero la idea me pareció estupenda. Estupenda si no cargara sobre los hombros el título de rey, claro.
—Suena perfecto —admití—. Si no fuera quien soy no dudaría en aceptar.
La pupilas de Jimin se empañaron.
—Ya sé que no puedes dejar Absolom —murmuró—. Siento pedírtelo.
—No importa.
—Es que... —Desvió la vista al líquido—. Creo que me estoy volviendo un poco egoísta.
—Yo también me he vuelto muy egoísta, ¿sabes? —Rocé sus labios—. Quiero que seas mío todo el tiempo.
Un par de lágrimas se le deslizaron por los ojos pero se las corté al beber de su boca como si quisiera arrebatarle hasta el último de sus alientos.
—No llores. —Descendí por la curvatura de su cuello—. Ya sea aquí o en Ninfo, te amaré de igual forma siempre.
La tela de los pantalones flotaba en el agua, hinchada, cuando tiré de ella y se la arranqué. Su espalda se arqueó en un espasmo al sentir mis dedos dilatar su cavidad. Gimió bajo mis movimientos. Suspiró. Sus manos se deslizaron bajo el líquido por mi erección, en ese movimiento que tanto me excitaba.
—Date la vuelta —le indiqué.
Lo hizo, con las pupilas ardidas en un deseo tan grande como el mío. Le penetré con fuerza. Ahogó una exclamación y se agarró a la roca. El ritmo frenético de mis enmbestidas removió todo el agua, que se calentó bajo el don aún más de lo que yo ya lo había hecho de forma consciente para anular el frío. El hielo se empezó a derretir.
—Yoon Gi... —El gemido de Jimin al decir mi nombre me enloqueció—. Yoon Gi...
Me detuve unos segundos para besarle la espalda. Volví a entrar, despacio, en él. Sus caderas se tensaron y se movieron a mi compás. Gocé de su cuerpo. Disfruté de sus susurros, de sus exclamaciones de placer y de la corriente eléctrica que le hizo correrse primero y que luego me envolvió a mí también, con tanta intensidad que incluso pareciera la primera vez que lo poseía. Y, claro, después de aquello pasó lo que pasó.
Al regresar a casa acudí a una reunión que el pueblo había organizado porque los cazadores, al haberse quedado sin barcos, habían empezado a verter barriles de veneno por la costa pero no me enteré de nada de lo que hablaron. Llegó la hora de la cena y me la salté pues mi estómago me pedía comer las algas de Jimin. Y el asunto de dormir tampoco me fue bien que digamos. El cascarón era incómodo al lado de la suavidad de la alfombra pero, sobretodo, solitario.
"Vámonos".
Mierda.
"A la isla de Ninfo".
Ya pero, ¿y eso dónde estaba?
Me descubrí fuera de la cueva, a altas horas de la madrugada, urgando entre las rocas grabadas del templo. Revisé varios dibujos de tierra seca. En uno de ellos localicé Lilium. Después reparé en las islas. Ninfo era la última.
Me pegué la roca a los ojos. No estaba cerca de Absolom pero tampoco demasiado lejos. Si usaba el don quizás llegáramos allí en poco tiempo y luego...
—¿Estudias en horas de sueño, Alteza?
La imperiosa voz de la sacerdotisa me dio un susto tan grande que a punto estuve de dejar caer el mapa.
—Nunca es tarde para aprender cosas nuevas. —Me apresuré a dejar el dibujo en su lugar—. ¿Y vos? —Le devolví—. No es tiempo de que estéis despierta.
—No duermo porque estoy analizando la loza de la felicidad que salió en tu coronación —respondió en tono monocorde—. Lleva un tiempo brillando pero hoy el destello que emite es deslumbrante.
Joder. ¿En serio?
—Me pregunto qué lo produce.
La respuesta me llegó de forma instantánea: Jimin.
—No lo sé. —Me hice el tonto—. A mí me preocupa más esa roca negra que sacaste junto a ella.
—El Destino crea caminos inverosímiles que parece opuestos pero que a veces pueden confluir sobre la misma cosa.
Aquella frase me descompuso de arriba a abajo. ¿La loza de la felicidad y roca de la muerte juntas y a la vez en algo?
Recordé a la mujer del mercado. Le dijo a Jimin algo así como "lee tu destino y sálvate antes de que sea tarde".
¡Por todos los dioses! ¡Ya lo entendía!
—Debo irme. —La ansiedad se adueñó de mi pecho—. Me ha entrado sueño.
Nadé como si mi vida dependiera de ello hasta mi habitáculo, recogí la corona y el báculo de mando y me presenté ante la tumba de mi padre, en el Panteón Real, un templo de imponentes pilares que, decían, representaba la puerta de entrada al mundo de los muertos.
—Padre, suplico tu perdón. —Acaricié la lápida donde habían grabado su nombre—. Creo que no puedo convertirme en el rey digno que deseabas que fuera.
Deposité la corona y la lanza junto al nicho, en el suelo.
—Amo a un humano —proseguí—. Eso me ensucia a tus ojos y ante el pueblo pero nunca antes me había sentido tan bien y deseo luchar por ello. Tengo que sacarle de Absolom antes de que le ocurra algo.
Iba a contarle lo de los aurigurios pero el movimiento del agua que emitió una figura agazapada tras uno de los pilares me interrumpió.
Maldita sea. Lo que faltaba.
—¿Qué haces aquí?
—¿Que qué hago yo? —El eco de Hoseok sonó alarmado—. ¿Qué haces tu nadando como un loco en vez de estar roncando? ¡Has pasado por el hueco de mi cueva levantando con la aleta medio océano!
—No deberías haberme seguido.
—¡Y tu no deberías si quiera plantearte renunciar al trono y a tu gente por un ser que camina sobre pies!
—Lo siento —musité—. Perdóname tu también.
Abrió la boca pero no le di opción a replicar más. Me concentré en el don, que ya respondía a mi necesidad al instante, y me dejé llevar por sus fuerza hasta la superficie.
Estaba oscuro cuando asomé los ojos fuera del agua y examiné las paredes de la cueva. Aún no había amanecido. Por primera vez llegaba el primero o... Distinguí una silueta en la entrada. Estatura baja. Complexión delgada. Abrigo de tonalidad clara.
—¡Jimin! —Me vestí a toda velocidad y corrí hacia él—. ¡Jimin, vámonos de aquí! ¡He renunciado al trono!
—¿Ah, sí?
El tono frío e inconfundible de Jung Kook retumbó entre las paredes.
—¡Pero qué bonito! Y a la vez qué estúpido, gran rey de los monstruos.
Me volví de un salto. Sentí un líquido frío en la cabeza e, instantes después, aquel veneno negro me cubría todo el cuerpo. Me habían vaciado un barril colgado del techo.
—Tírale una red y arrástralo fuera. —La orden resonó atronadora—. No quiero que tenga contacto alguno con nada que sea líquido. Su sangre porta las artes de la magia demoníaca.
No; no podía ser.
¡No, no, no!
Me obligué a caminar. Me estaba ahogando pero no pensaba claudicar. Eso nunca. Me lanzaron una tela de rejilla gruesa. La rompí. Tiraron otra. Hice lo mismo.
—¡Es muy fuerte! —advirtió alguien—. ¡Hay que arrojarle varias juntas!
No pudieron porque recordé a mi madre. A mi hermana. A todos los muertos bajo el yugo de Absolom. Y la cólera que se adueñó de mis sentidos fue mayor que el dolor en el pecho. El hielo empezó a desmoronarse. La tierra tembló. Las aguas se embravecieron.
Malditos seres cobardes.
Lástima que el veneno hiciera su trabajo porque, si de mí hubiera dependido, los hubiera sepultado en ese instante a todos bajo una tumba de gélido cristal. Sin embargo, el don me consumió las pocas fuerzas que tenía muy rápido y caí de rodillas ante la entrada.
—Yo que tu me quedaría quietecito.
Jung Kook me clavó un arpón en el costado. El espasmo me hizo apretar los dientes.
—Creía que serías más listo —continuó—. Sin embargo, has hecho exactamente lo mismo que el rey que lo abandonó todo por Agneta sin darte ni cuenta.
—No... —La asfixia mezclada con el dolor en las entrañas no me dejaron hablar—. Jin... Min... Él... No...
—Eres bastante iluso. —Me arrancó la lanza, me lanzó tres redes y luego se arrodilló a fin de mirarme directamente a los ojos—. Pero supongo que si te digo que tu querido amor es el bisnieto de Agneta lo entenderás un poquito mejor. —Sonrió, burlón—. ¿Verdad, pececito?
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