Diecinueve
No supe cuánto tiempo pasó. En una estancia enrejada y sin ventanas, con tan solo la escasa iluminación de la lámpara del individuo que había matado, era imposible orientarse pero debió ser bastante, a juzgar por el ardor que noté en los labios al encadenar beso tras beso y respirar a través del aliento jadeante de Jimin.
Quería perderme en él, introducirme en él, sentirle y que me sintiera. Deseaba acariciar su cuerpo delicado, escucharle gemir, hacerle mío, que dijera mi nombre mientras le llevaba ante Venus, que me profesara un amor sincero.
Lo quería todo.
Y eso me ofuscaba.
Debía matarle, maldita sea. Matarle por su traición, no beber de su boca como si fuera una adicción. Era un humano de sentimientos inestables y volubles, como todos, y yo el tritón encargado de conseguir una justicia para mi pueblo que él se había ocupado de estropear con engaños.
Porque lo había hecho, ¿verdad?
Joder; era un estúpido de primera. Ya incluso dudaba de la obviedad. La calidez de su cuerpo bajo el mío y la ansiedad con la que hundía sus dedos en mi cabello y me correspondía me impedían pensar con claridad.
—Estaba por aquí. —Paramos al sentir los pasos—. Dijo que necesitaba comprobar algo.
—¿De veras? —El deje socarrón y altanero de Jung Kook se hizo eco en el pasillo—. Qué dato más curioso. Yo tenía entendido que no le apetecía venir.
Nos incorporamos, a toda velocidad. Busqué la espada, que había terminado pegada a la celda, pero, antes de que me diera tiempo a cogerla, Jimin me abrazó y me empujó dentro.
—Sé que no te fías de mí. —Su susurro me acarició el oído—. Sin embargo, si estoy haciendo esto es porque no hubiera podido soportar tu muerte.
—Esas son unas bonitas pero innecesarias palabras, cazador. —El tono hosco me salió solo—. Recuérdame que te dé las gracias cuando me lleven a la plaza para desangrarme.
—No es como piensas.
—Tampoco me interesa que me lo expliques.
Las suelas de las botas retumbaron bajo la piedra. Jimin me depositó un beso en la comisura de los labios que no esperé. Las lámparas de aceite iluminaron la estancia. Me soltó. Los goznes de verja me hicieron dar un respingo. Me había encerrado.
De verdad, qué hijo de perra. Y yo qué idiota por no ser capaz de escapar.
—¡Park! ¡Pero cómo tu por aquí! —Las botas de Jung Kook irrumpieron en escena seguidas por al menos diez hombres—. ¿Qué haces tan tarde? Son cerca de las diez de la noche.
—Fui a casa pero, para mi disgusto, tuve que regresar. —El timbre de Jimin mudó en un tono gélido que me dejó perplejo; jamás le había escuchado así—. Tenía que revisar la dosis anestésica. Me temía que no la pusieran bien y que el espécimen despertara.
Señaló el cuerpo sin vida del carcelero, tirado a mi lado.
—Menos mal que he llegado a tiempo —continuó—. Había escapado. Ha sido difícil pero ya lo he neutralizado.
El rostro me ardió en cólera. Neutralizado, decía, y... Espécimen.
—Ya veo. —Aquel cazador de mierda me revisó como si fuera un curioso objeto de exposición—. Tengo que reconocer que, para dedicarte a matar monstruos, sabes bastante de medicinas.
—A pesar de mi actividad sigo siendo veterinario —contestó Jimin.
—Ajá, sí, lo de los ecosistemas marinos, ya lo recuerdo. —El líder trasteó con el pie la espada, la alzó con la punta de la bota y se la guardó en el cinto—. Será súper interesante tener como alcalde a un salva pingüinos si resultas ganador en las elecciones de mañana ante Seok Jin.
No me hizo falta más para entender: Jimin, el chico en el que yo había creído ver la bondad más pura, me había usado como carnaza para acceder al gobierno de la ciudad.
¡Por la Ola Mayor!
Había imaginado muchas posibilidades en torno a su engaño pero nunca que fuera algo tan miserable.
—¿Os gustaría celebrar mi victoria anticipada con una buena cerveza? —El aludido, ajeno a mi furia contenida, se volvió hacia el grupo—. ¡Vamos a la taberna! ¡Yo invito!
El ofrecimiento fue más que bienvenido por todos. Jung Kook abandonó la prisión a toda prisa, expectante ante la posibilidad de llenarse el buche con esa sustancia que anestesiaba los sentidos aunque, eso sí, antes de irse no se privó de dedicarme sus innecesarias palabras.
—Disfruta de tu última noche en el mundo, Majestad —escupió—. Con tu sacrificio Absolom quedará libre de la magia oscura y yo obtendré, por fin, mi ansiada venganza.
—La ciudad seguirá sometida al hielo —repliqué sin vacilar—. Yo mismo me encargaré de que lo esté por toda la eternidad. Además, te arrastraré a ti y a tu clan conmigo al otro mundo.
—¿Me estás amenazando, pez inmundo?
—Más bien te estoy informando de lo que va a pasar.
Me dirigió un par de miradas asesinas. Se las devolví. Aún apresado y débil como estaba, no le tenía miedo y sí demasiadas ganas de arrancarle la cabeza. A él y a todos.
—Jung Kook, se hace tarde. —Uno de sus hombres le tiró de la manga—. Deja al bicho y vámonos a beber.
Por fin, se fueron. Algunos escupieron en el suelo antes de hacerlo. Otros me mostraron el dedo corazón. No faltaron los que se burlaron. Memoricé sus rostros. Ellos serían los primeros.
—Volveré. —Jimin fue el último en cruzar el umbral—. Lo prometo.
—No necesito que vengas. —Me pegué a los barrotes—. No quiero verte.
A partir de ese momento la oscuridad se convirtió en mi única compañera. Arrastré el cadáver al rincón más apartado y después me senté en el suelo, frente a la puerta de la reja. Conté las piedras de la pared con la mano. Intenté moverlas, por si acaso tenía la suerte de que alguna se desprendiera y me permitiera hacer un agujero. No pude. Recé a la diosa. Invoqué su nombre mil veces y le supliqué otras mil. Me concentré en la fuerza de las aguas, en ese torrente capaz de arrastrarlo todo a su paso, pero estaba aislado y lo único que conseguí fue cansarme.
Me recosté en la pared. El costado me dolía como si me hubieran introducido cristales. La piel me escocía. Me mareé.
Humanos del infierno.
Los aniquilaría en cuanto pusiera un pie en la plaza.
Lo juraba.
Sí...
Lo haría...
La conciencia se me nubló. Noté frío. Vacío. Lágrimas en el rostro. La sensación de que mi cuerpo flotaba, como si me tiraran al agua y no tuviera fuerza para nadar, y entonces...
—Esto te dará un poco de energía.
La frescura de la textura mojada en la cara me hizo espabilar. Parpadeé. La puerta de celda estaba abierta, un candelabro enorme iluminaba el cubículo y Jimin, arrodillado frente a mí, me pasaba un trapo por la frente.
Él.
Otra vez él.
—¿Es que tu nunca escuchas? —Los ojos me relampaguearon—. ¡Te dije que no vinieras!
—No me quedaba tranquilo pensando que tu piel se podría agrietar metido en un sótano tan profundo —argumentó—. Además, te han curado muy mal.
—¿Y eso a ti qué más te da?
—Pues que no quiero que se te infecte.
Soltó el paño y, sin darme opción ni a respirar, me plantó una gasa empapada en ese antiséptico del infierno sobre la herida. ¡Pero qué...! ¡Ay!
—¡Odio ese líquido! —Me revolví, con tan mala suerte que me golpeé la nuca con las piedras—. ¿Por qué no me avisas primero?
—Porque si lo hago no te vas a dejar.
—¡Pues claro que no! ¡Tus curaciones son insoportables!
Se echó a reír. Lo hizo de una forma amable, risueña, simpática. Con ese algo especial que me hinchaba el pecho en plenitud. Con ternura, como se había comportado siempre y como yo había creído que era. ¿Quizás realmente fuera así?
—Has hecho lo mismo que el día en el que despertaste en mi casa. —Se concentró en acomodarme una venda con adhesivo—. Te apartaste para que no te tocara y te diste contra la pared.
—Sí. —El recuerdo de aquella escena se me antojó nostálgico—. Fuiste muy insistente.
—Estaba preocupado por ti.
Se hizo el silencio. Jimin terminó de pegar la tira, me limpió el líquido chorreante de alrededor y se dispuso a guardar el bote y demás utensilios en el maletín que había traído mientras yo, más confuso que nunca, aprovechaba la luz de la vela para admirarle.
Vestía su ropa habitual y el cabello oscuro volvía a caerle sobre la frente. Su expresión mantenía la dulzura que mi mente evocaba pero sus ojos, enrojecidos, lucían diferentes. Su brillo había desaparecido y se notaba que había pasado mucho tiempo llorando. Mucho más incluso que yo.
Jimin...
Algo pasaba y no era lo que yo creía.
—¿Qué eres? —Me incliné sobre él—. ¿Cazador o veterinario?
—Supongo que la respuesta más correcta sería decir que ahora soy las dos cosas. —Cerró el cofre. Sus pupilas se reflejaron en las mías—. Pero cuando te conocí solo era un médico de Lilium.
—¿No sabías quién era yo?
—Lo deduje cuando conocí a Hoseok.
Ya. Tenía sentido. Yo mismo me había echado a temblar en ese momento ante la posibilidad de que atara cabos y me descubriera.
—¿Por qué no me entregaste entonces? —continué.
—Porque ya estaba enamorado de ti.
—¿Sabes lo extraño que suena que digas eso en esta situación?
—Sí... —Bajó la vista—. Pero es la verdad.
Le agarré el rostro, a fin de alzárselo. Entre los nuestros solía decirse que la sinceridad emergía de la mirada.
—¿Y tu? —proseguí—. ¿Sabías quién eras tu?
—Tenía sospechas pero no lo confirmé hasta ayer —contestó—. Es que en el desván de mi casa había muchas cosas...
"Te conté que mis padres fallecieron cuando era pequeño y que me crié con los ahorros que me dejaron y no te mentí. Lo único que omití fue que, mientras trasteaba por el altillo, no solo encontré las fotos de Absolom.
En la parte más alta del armario del fondo, un mueble que habían tapado con una lona polvorienta, se guardaba un traje de cuero rojo y una capa fabricada con una tela que en Lilium hubiera resultado asfixiante vestir. También había arpones y ganchos extraños de distintos tipos. Incluso encontré redes de pescar. Pero, sin duda alguna, lo que me llamó la atención y me empujó a indagar sobre el sentido de todo aquello fue el pendiente con la escama verde que extraje de una pequeña cajita de terciopelo.
Jamás había visto nada igual.
Parecía delicado pero al mismo tiempo era duro, brillaba como un diamante y tenía unos ribetes dorados muy particulares así que la llevé a una joyería especializada en tasaciones.
—Nunca he tenido este metal. —El experto que me atendió revisó con insistencia el objeto a través de su monocular—. Me recuerda a la escama de un pescado pero al mismo tiempo parece una piedra preciosa.
—Entonces... —Lo del pescado me dejó atónito—. ¿Es del mar?
—Quizás, no sé. —Lo dejó encima de la mesa—. Yo que tu lo llevaría a la isla de Ninfo. Allí hay una tienda especializada en objetos del océano y te harán una buena valoración. Pregunta por el señor Kim.
Fui al día siguiente. Y fue muy fácil encontrarlo pues todo el mundo en aquel pequeño y apacible lugar conocía al tal Kim y su famoso puesto, que resultó ser un pequeño cubículo atestado de piedras marinas, zapatos de un material que en ese entonces no identifiqué y orfebrería variada.
—¡Oh, por todos mis antepasados juntos! —En cuanto se lo mostré se abalanzó sobre la joya—. ¿Cómo es posible que tengas esta maravilla?
—Cómo... —Mi cara debió ser la de un cuadro de arte abstracto—. Qué...
—¿Te haces una idea de lo que posees, chico? —Lo movió en el aire, como un péndulo, y miles de rayos de colores emergieron del minúsculo adorno—. ¡Su precio es incalculable! ¡Esta es la escama del rey de Absolom! ¡La llave del gobierno!
No le tomé en serio, claro. Pero había mencionado el nombre de la ciudad de las fotos de mi madre y eso, cómo es lógico, no lo pasé por alto".
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