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Cuatro

—No puedo creer que hayas tenido una conversación con un humano —observó Hoseok, ya de regreso al océano—. Me resulta inverosímil. Y más viniendo de ti.

Y tanto.

En vez de haberle seguido el "bla, bla, bla", tendría que haberle ensartardo la lanza en la garganta pero, después de saber que era algo así como un médico y que había salvado a la morsa, el estricto sistema moral que había heredado de mi madre había hecho acto de presencia en mi cabeza y había pausado durante un rato el torrente de sed de venganza que solía correrme por las venas.

Un bien debía recompensarse con otro bien incluso si ese bien procedía de un enemigo. Ya me cobraría su vida más tarde, cuando no tuviera nada que agradecerle y sí mucho que detestar.

—Y saliste a dos pies del agua. —Mi amigo siguió recordando el suceso, con una tremenda cara de asombro—. De niño juraste que nunca te transformarías en terrestre así que había dado por sentado que no habías aprendido a caminar. ¡Imagínate mi cara al ver que lo hacías sin tropezar!

Ni yo terminaba de creérmelo. Suponía que el estrés del trauma que me había sobrevenido en el momento en el que había escuchado aquel maldito "no te va a doler" había tenido mucho que ver en el asunto.

—Jimin me ha parecido un individuo bastante curioso —añadió—. Incluso diría que resulta simpático.

Cierto, lucía agradable. Pero de parecerlo a serlo había una gran diferencia.

—Los humanos son volubles —le recordé—. Un día te dice que eres lo más maravilloso del mundo y al siguiente han cambiado de opinión y te arrancan las escamas sin piedad.

—Pero dijo que había venido a proteger el mar —objetó Hoseok—. Y no reconoció la famosa lanza del rey. Creo que es verdad que no sabe que existimos.

Pudiera ser.

Al fin y al cabo, era un ser estúpido, iluso e idealista que se había criado en otra región y que, por lo tanto, no tenía ni la más remota idea de lo que significaba Absolom ni de los peligros que entrañaba. Y, al parecer, también era un terco que hacía oído sordos a las advertencias que se le daban. Lo confirmé cuando, al día siguiente, volví a subir a la superficie, esta vez por la zona sur, y me lo encontré otra vez tirado en el hielo, recogiendo las redes y trampas que su propia gente había puesto, a riesgo de que el suelo se rompiera bajo su peso y volviera a caerse al agua.

Menudo idiota.

¿Qué pretendía? ¿Coronarse en bondad? ¿Investirse en virtud ante los ojos de la diosa Tetis? Por todos los dioses. ¿Qué tramaba? Porque tramaba algo, eso era seguro.

Ningún ente que tuviera piernas podía ser tan bueno como para poner en riesgo su propia vida por otros de forma desinteresada. Ninguno. Y, sin embargo, tras la siguiente luna, allí estaba de nuevo, en la zona más cercana a la puerta de la ciudad, agazapado entre las montañas de nieve mientras arrojaba algo que parecía alimento a un grupo de pingüinos que, por cierto, se veían encantados ante el inesperado festín.

Eso me dejó boquiabierto.

Que un humano fuera capaz de ganarse la simpatía de un habitante de mi tierra era anormal. Casi tanto como el hecho de que yo, en vez de irme, me quedara tras un bloque de hielo mirando cómo se reía con los animales y se las arreglaba para aproximarse cada vez más a ellos sin que huyeran.

Su comportamiento era tan desconcertante...

Y su expresión muy dulce. Demasiado. Y eso me preocupaba. Me preocupaba mucho porque, cuanto más tiempo le veía, más atrayente me resultaba. De hecho, las siete lunas que siguieron al episodio de los pingüinos me olvidé por completo de los cazadores y de mi misión de exploración y me dediqué a observarle.

Por supuesto, no me dejé ver pero, cada vez que sacaba a un animal de una trampa o lo curaba, me sobrevenían unos extraños deseos de aparecer frente a él y decirle mi nombre. De preguntarle por los utensilios que empleaba y por esa ciudad, Lilium, de la que decía venir. De saber en dónde se hospedaba y si estaba solo, como parecía. De conocerle más. Sin embargo, mis traumáticas vivencias y el horror en el que mi pueblo subsistía ante los de su especie me frenaban.

Los humanos eran traidores, me repetía, escondido tras el hielo. 

Podían parecer dulces y encantadores pero eran traidores.

Ruines. Mentirosos. Embaucadores. Asesinos.

Y, en esas estaba, relatando como una especie de oración, los motivos por los que Jimin no merecía ni un ápice de mi confianza, cuando un par de cazadores le descubrieron quitando las trampas, le agarraron de los brazos, le tiraron al suelo con violencia y le intentaron apalear. Y digo intentaron porque, a pesar del golpe contra la fría nieve, el chico se revolvió con agilidad, consiguió hacerse con uno de los palos de su oponente y le metió un mazazo en las costillas que le dejó sin respiración.

—Maldito... —El hombre se encogió sobre sí mismo—. Maldito seas...

—¿Y tu te haces llamar Park? —El acompañante se le tiró a la espalda, con una red de peces que le anudó al cuello—. ¡Eres la vergüenza de tus antepasados! ¡La mancha en la historia de Absolom!

Jimin se resistió, como pudo, y le propinó varias patadas. Y yo, ante aquella escena que se me hizo tan desigual, salí como un resorte de mi escondite a través de la cueva de la ropa y, en un instante, me planté detrás de aquel indeseable.

—¿Dos contra uno? —Le rocé en el hombro. Al contacto, el tipo se volvió—. Eso no es un acto muy honorable.

Le propiné un puñetazo en toda la cara. Uno que le hizo sangrar a borbotones por la nariz, aullar y lanzarse contra mí como un poseído. Pero nadar en el mar da mucha fuerza, por el tema de las corrientes, y no me costó aguantar la envestida ni regalarle un segundo golpe que, esta vez sí, le dejó medio mareado.

—¡Vámonos! —exclamó el que había recibido el palo en el estómago—. ¡Vamos a decírselo todo a Jung Kook! —Nos señaló, mientras tiraba de su compañero que, a duras penas, se podía mover—. ¡Estáis muertos! ¿Me oís? ¡Esto no se va a quedar así!

—No tengo ningún problema en esperar y ver cómo queda —respondí, seco—. Es más, os estaré esperando con muchas ansias.

Huyeron por el hielo, a toda carrera, entre resbalones y caídas. Malditos cobardes.

—Wooooaaaaa....

La exclamación de Jimin, a mi espalda, me hizo volverme, molesto. Ya estaba otra vez con eso.

—¡Ha sido sensacional! ¡Menudos puñetazos metes! ¡Eres impresionante!

Sí, bueno.

—¿Acaso eres boxeador en tiempo de reflexión personal? —Su rostro se me volvió a acercar, con el mismo gesto chistoso de la vez anterior—. ¿Perteneces a alguna mafia? ¿Eres sicario?

Sica... ¿qué?

—Te dije que te fueras de la ciudad. —Me eché hacia atrás, buscando abrir distancia, y obvié sus estúpidas preguntas—. Pero no podías escucharme, ¿verdad? Tenías que seguir haciéndote el héroe y ahora lo cazadores saben quién eres y lo que haces.

Se me quedó mirando, sin mudar la expresión.

—¿Qué buscas conseguir? —continué—. ¿La gloria de una muerte prematura? ¿Que te hagan una escultura en la plaza del pueblo por el valor de tu sacrificio?

Se echó a reír.

—Lo de la escultura me parece una idea fabulosa —respondió, entre carcajadas—. Pero, por favor, si me muero luchando por la justicia en los hielos y me la hacen te encargo que le digas al escultor que no me ponga un peinado a lo político, con rayita al lado y pelo aplastado. Me quiero ver guapo. 

—No me estás tomando en serio —fruncí el ceño.

—Lo haría. —Sonrió—. Pero como no me quisiste decir tu nombre, no te puedo tomar en consideración.

Pero que...

¡Bah!

Le dejé ahí, con sus bromas carentes de gracia, y eché a andar por la nieve, rumbo a la cueva. No pensaba perder ni un minuto más de mi tiempo en una conversación tan absurda.

—¿Entonces no me vas a decir tu nombre? —Su exclamación  retumbó, fuerte, en el espacio yermo y gélido—. ¡Eo! ¡Anda, dímelo! ¿Qué te cuesta?

Mucho. Que se contentara con que le hubiera salvado el culo ya dos veces en vez de matarle, que era lo que en teoría tenía que hacer.

—¡Eo! ¡Eo! ¡Eo!

Por supuesto, le ignoré y seguí caminando.

—¡Gracias por salvarme de nuevo! —escuché, al final—. ¡Te devolveré el favor! ¡Te prometo que cuando necesites algo estaré ahí! ¡Tienes mi palabra de que estaré!

Me detuve frente a la cueva, semioculta entre la escarcha, y eché un vistazo hacia atrás. Jimin seguía en el mismo sitio, con la vista pegada al horizonte pese a que ya no podía verme. Una leve sonrisa se me escapó.

Los humanos no eran buenos para cumplir promesas pero quizás, y solo quizás, Jimin lo fuera.



N/A: Me he dejado la vida escribiendo este capítulo jajajaja. No me salía como quería. Menos mal que por fin ayer mi neurona quiso trabajar y salió. Espero les guste.

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