Cinco
—¿Hay novedades, alteza?
Tres lunas después del incidente con los cazadores, los ancianos se reunieron y me convocaron a consejo en la cueva mayor, la que se usaba para el debate y la toma de decisiones importantes.
—¿Ha detectado signos de alarma?
—No —negué—. No he encontrado nada todavía.
—¿No? —El tritón de más edad, con dos profundos surcos en la comisura de los labios y una larguísima barba blanca que le llegaba por la cintura, arqueó la ceja, nada convencido—. Yo tengo entendido que hay un humano husmeando por el agua de cristales.
Me costó unos instantes deducir cómo lo sabía. Por Hoseok, claro. Le habían interrogado a él primero.
—Y también tengo entendido que lo arrancaste de las garras de la muerte.
—Le había inyectado líquido a una morsa —me defendí—. Lo saqué del agua solo porque creí que era veneno y que necesitaría un antídoto.
—Lo dejaste vivir —intervino entonces la nereida mayor—. Y lo volviste a salvar una segunda vez.
Vaya.
—Es que se dedica a la medicina y usa sus conocimientos para ayudar a nuestra fauna.
—Pero es humano. —Las pupilas de la mujer centellearon en algo parecido al enojo—. Tu mejor que nadie debería saber lo que ocurre si te fías de un humano.
Lo decía por lo de mis padres. Por mi hermana. Por mi dolor incurable y el vacío en el pecho. Por mis pesadillas diarias. Y por la cicatriz que me había quedado en el hombro como marca permanente de la tragedia.
—Solo lo estoy vigilando. —Acaricié por instinto la piel arrugada del recuerdo de la herida, en donde antaño lucían unas brillantes escamas de tono esmeralda—. Al recibir la corona, juré defender las aguas e infligir venganza y eso es, ni más ni menos, lo que haré. Sobre mi compromiso con el don, el consejo no debe albergar ni la más mínima duda.
Se quedaron en silencio.
—Yo no soy como mi padre —les recordé—. No creo en la redención ni en la bondad de la especie que respira aire y lo demostraré derramando su sangre las veces que sean necesarias.
Lo dije en serio y con plena seguridad. Y mi rotundidad pareció convencerles porque no replicaron más. Lo que no imaginé fue que la oportunidad de hacer realidad mis palabras fuera a llegar tan pronto. Tampoco que mi excelente plan al detectar el barco y convocar en redada de ataque a todos los tritones jóvenes terminara por no ser tan excelente. Ni, por supuesto, valoré las fatales consecuencias que mi sed de justicia producirían. Quizás porque la maldita piedra de barro negro de la coronación se hizo notar demasiado y en un sentido muy diferente al que yo había esperado.
Todo fue culpa de aquel buque de cazadores.
Lo habían lanzado a las aguas a la caída de la tarde y avanzaba lentamente a través del frío, sorteando las montañas de hielo en busca del lugar más idóneo para arrojar los barriles de veneno que nos aletargaban y nos hacían ascender. Sus ocupantes no eran muchos pero estaban armados con picos para quitar el cristal gélido, arpones enormes y redes imposibles de romper. Dos de ellos cantaban, un tercero conducía el timón y varios más empujaban la nave con largos palos. No tenían ni idea de que estábamos esperándoles.
—¿Cuántos crees que pescaremos? —Un tipo barbón, con una escama colgada de la oreja, se dirigió a su compañero de al lado—. Ojalá encontremos uno con hombros de plata. Es muy triste ir por la vida con un solo pendiente en la oreja.
—La plata no es la gran cosa —siguió otro—. La semana pasada yo encontré uno con mejillas rosas. Era tan bonito que incluso lo llevé vivo al ayuntamiento para exhibirlo.
Uf. Qué hijo de puta.
—¿Y qué pasó?
—Oh, nada —le quitó importancia—. Lo estuvieron admirando varios días hasta que la piel se le empezó a agrietar y a adquirir un tono azulado, y entonces el alcalde me dio una enorme suma de dinero a cambio de desangrarlo en público.
El estómago se me puso del revés. Apreté los puños y me acerqué, con toda mi rabia, que no era poca, al iceberg más cercano.
—Empieza —ordené a Hoseok, que permanecía a mi lado, con los ojos fijos en el tipo—. Hagamos que lo lamenten.
Mi amigo asintió y dirigió al grupo, que tomó posición alrededor del barco con la idea de empujarlo y torcer el rumbo hacia el enorme montículo en el que yo esperaba, sin que el timonel ni los hombres de los palos pudieran hacer nada para impedirlo.
—¡Mierda! —exclamó uno de los habían estado cantando—. ¿Que está pasado? ¿Son los monstruos?
—Eso es imposible —contestó otro—. Esos seres solo saben huir.
—¡Son ellos! —El timonel abandonó el control del buque y se pegó a la proa—. ¡Son los monstruos! ¡La puta madre! ¡Nos atacan los monstruos!
Impuse las manos sobre la montaña de hielo, que, bajo mi don, empezó a temblar hasta se resquebrajó en unos enormes trozos que no vacilé en arrojar sobre la cubierta.
El barco se tambaleó con violencia. Un bloque rompió el palo de vela. Otro hizo un boquete en la base y el agua empezó a entrar. El tercero destrozó el timón. Varios hombres cayeron al agua y lo que no patinaron con violencia sobre la madera y se estrellaron contra los barriles.
Ahora sí podían llamarme monstruo.
—¡Tirad la red! —gritó alguien—. ¡Atrapadles!
No pudieron. La inestabilidad que provoqué en el agua les hizo imposible ponerse en pie y coger las armas y, entre medias de sus alaridos, utilicé la fuerza de la ola para alzarme sobre el mar y me mostré ante el individuo que había presumido de torturar a mi gente. Estaba agarrado a un palo, como el cobarde que era, y sus ojos temblaban en pánico.
—A mí no me pagan por desangrarte. —Levanté la lanza—. Lo hago por mero gusto.
No le di pie a responder. En un instante, le había clavado el báculo en el estómago y se lo retorcía, con saña. Gritó. Chilló. Aulló. Lloró. Y luego se quedó quieto, inerte, y con los ojos en blanco.
Le tiré al agua y busqué a los dos que quedaban en pie. Uno pitaba el silbato de emergencia y el otro, que trataba de hacerse con un arpón, se resbaló y, cosas de la vida, terminó frente a mí.
—Mira qué suerte —observé, seco—. Has venido solito.
—Tu... Eres el rey... —reconoció mi lanza—. Creíamos que ya no había rey...
—Creísteis mal.
—Por... Por favor... Ma... Majestad... —Mi presa se hizo un ovillo—. Pido clemencia... Yo... Tengo... Un hijo...
—Muchos de los míos también tenían hijos. —No mostré piedad—. ¿Los dejaste ir por eso?
—No —admitió—. Pero de ahora en adelante te prometo que...
—Me parece que para ti ya no va a haber un "adelante".
Alcé mi arma pero, por desgracia. me quedé a medias. Los repentinos gritos de los tritones me distrajeron hacia otro barco que no habíamos detectado porque estaba pintado de negro y se confundía con la oscuridad.
¡Mierda! Les estaban cazando. ¡Les estaban apresando! Y, entre ellos, distinguí a Hoseok dentro de una red.
No.
Hoseok.
Mi amigo.
¡No!
—Paso en falso, alteza. —El humano aprovechó mi distracción y me clavó un gancho en la cola—. Nosotros nunca cazamos solos.
Le golpeé dos veces pero él, lejos de soltarme, me clavó tres punzones más que me dejaron paralizado de dolor unos segundos. Los mismos que su compañero usó para acercarse y volcarme encima un tanque de veneno.
Los efectos fueron instantáneos. Sentí que me ahogaba. Las branquias tras las orejas se me taparon. La vista se me nubló. Y caí al agua, de espaldas y en un estado de confusión y dolor en el que no supe lo que hice.
Creo que me aferré al don. Debí de hacerlo porque una corriente de agua apareció de repente, me liberó con su presión de los ganchos y me separó del barco.
Fui arrastrado. Sin control. Sin fuerzas. Sin apenas conciencia. A la deriva y al borde de la muerte hasta que sentí el frío en la piel y me percaté de que había llegado a la gélida costa.
Luché por arrastrarme sobre los codos. Seguía sin poder respirar bien y estaba mareado. El aire se percibía pesado y el mundo difuso. Demasiado difuso.
¿Este era el fin?
No, no podía serlo. No había podido hacer nada todavía.
Y esa piedra, la dorada. ¿Dónde estaba esa roca que daría felicidad?
Apenas me dio tiempo a visualizarla, brillante, en las manos de la sacerdotisa. Un segundo después, me había desplomado en la nieve y todo se había vuelto negro.
P.D: Ya vamos entrando en el argumento. Qué nervios nerviosos jajaja.
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