SU MADRE

Cada vez que entro en el dormitorio de Adela, el peso de la desesperanza me aplasta el corazón. Mi hija yace en la cama como un cadáver viviente, su cuerpo inerte cubierto por las sábanas. Me duele ver cómo la vitalidad de Adela se ha reducido a una sombra de lo que solía ser. Cada día me pregunto si la vida que una vez compartimos aún tiene un lugar en este hogar.

La tristeza se convierte en un compañero constante mientras recorro los pasillos. A veces, Adela parece hacer el esfuerzo de permanecer dormida, incluso cuando no está realmente cansada. Me he dado cuenta de que esta es su forma de evitar la interacción, de escapar de las personas que intentan ayudarla. Me duele profundamente ver cómo mi hija se encierra en su propio mundo, negándose a enfrentar la realidad que tanto deseo compartir con ella. Cada vez que intento acercarme, su actitud distante me arrastra más hacia la desesperación.

Las noches son especialmente duras. Me siento en la sala de estar, atrapada en recuerdos de tiempos más felices, mientras el dolor se instala en mi pecho. “Siento que estoy perdiendo a mi hija no solo en presencia, sino en espíritu”, me digo en silencio, sin encontrar consuelo en las palabras. Mi corazón se rompe al ver su rostro pálido y sin vida, y me pregunto cómo continuar cuando el mayor tesoro de mi vida parece haberse desvanecido en la sombra de su propia mente. Cada intento de conectar con ella me deja más vacía, y me siento perdida en un mar de tristeza y desolación.