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Desde el exterior, la vida de Adela parecía relativamente normal, casi envidiable. Era una joven brillante con un futuro prometedor, conocida por su amabilidad y sus logros académicos. Sin embargo, tras esa fachada, la realidad era muy diferente. Adela comenzó a experimentar una profunda tristeza que no parecía tener una causa específica, una niebla inexplicable que se posó sobre su vida sin previo aviso.

Las primeras señales eran sutiles: una disminución en la energía, un desinterés gradual por actividades que antes disfrutaba. Pero estos cambios eran fáciles de pasar por alto, ya que Adela nunca se quejaba abiertamente ni expresaba su malestar. Sus amigos notaron que estaba más reservada, pero su silencio no parecía alarmante; ella solía ser una persona privada, y su reticencia no era inusual. Las conversaciones solían ser superficiales, y ella respondía con evasivas cortas, manteniendo una fachada de normalidad que engañaba incluso a quienes la conocían bien.

El cambio se hizo más evidente cuando Adela dejó de asistir a sus clases y abandonó los estudios sin previo aviso. Su decisión no fue precedida por una crisis o un evento dramático que los demás pudieran identificar. Simplemente comenzó a dormir durante el día, con la excusa de necesitar descanso, y evitó las comidas, alegando falta de apetito. El aspecto más desconcertante era que no había una razón concreta que justificara su comportamiento. Su familia y amigos estaban desconcertados; no había conflictos evidentes en su vida personal o profesional que pudieran explicar su repentina caída. Adela no había tenido una pérdida significativa ni había experimentado una tragedia visible. En cambio, su depresión parecía surgir de un vacío interno y un desequilibrio emocional profundo, reflejando los complejos factores biológicos y psicológicos que pueden desencadenar el sufrimiento mental sin una causa externa claramente definida.