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Preludio

Un rítmico goteo resonaba entre las paredes de piedra de las mazmorras. Mihai Ciorbea esbozó una diminuta mueca, repugnado por la debilidad de sus inferiores. Odiaba a los cobardes y odiaba a los estúpidos. Se preguntaba por qué aún había seres en La Tierra capaces de desafiar su Tabla de Normas, aquella escueta enumeración de reglas básicas para garantizar la existencia de su especie. ¿Acaso deseaban la muerte aquellos desagradecidos? Pues bien, él podía dársela sin miramientos.

El goteo no cesaba y, como todo ruido molesto, comenzó a resultar ensordecedor.

—Vendadle las heridas —ordenó sin dirigirse a nadie en concreto.

Como autómatas recién conectados, dos hombres de piel lechosa y mirada sangrienta avanzaron hasta el cuerpo inmóvil y rígido de un muchacho. Era él quien originaba ese incesante repiqueteo a causa de la sangre que goteaba sin tregua de su costado. Lo contemplaron con frialdad y, después, le obligaron a echarse sobre el suelo. El cuerpo, como si de un saco de piedras se tratara, se dejó caer sin oponer resistencia. El estruendo de sus huesos chocando contra la dura superficie hizo eco en la profunda estancia.

Mientras Mihai observaba a sus servidores curar las lesiones del vampiro de rango menor al que acababa de torturar, pensó en la chica. No había contemplado una belleza de porcelana tan hermosa en toda la eternidad. Había algo en ella que cautivaba, pero no era capaz de decidir el qué. Volvió sus ojos rojos hacia el traidor y se preguntó qué demonios hacía un ángel del infierno como ella con un mísero ratoncito atemorizado como él. Supongo que la vida es un completo sinsentido, se dijo.

El chico ya estaba vendado, pero seguía ofreciendo un aspecto deplorable. Era ridículo en comparación con el imponente Mihai.

De pronto, un grito inundó el sótano de las mazmorras. El séquito del Gran Líder del Clan Crisantemo detuvo sus actos en busca del dueño de semejante alarido. Se repitió de nuevo y esta vez con mayor claridad:

—¡Soltadlo, hijos de puta! ¡Soltadlo! ¡Soltadlo!

Mihai esbozó una siniestra sonrisa y se carcajeó ante la ignorante mirada de sus seguidores. Podría reconocer esa voz aguda y cargada de amenazas hasta en sueños.

—Parece que la muñequita de porcelana quiere unirse a la fiesta...

La voz a gritos de la muchacha retumbaba con más fuerza, signo inequívoco de su proximidad a la celda en la que el líder, seguidores y encarcelado esperaban pacientes. El vampiro lesionado se movió con poca destreza para palparse una de sus heridas, la que le había perforado una de sus costillas izquierdas. Tosió sangre y carraspeó, incapaz de vocalizar una sola palabra.

La puerta de la mazmorra se abrió de un golpe seco que rompió las antiguas bisagras de acero y arrastró con su peso a uno de los guardas de Mihai. El líder desvió su mirada a la criatura de la noche que osaba armar semejante escándalo. Vio su pelo rojo como el fuego, despeinado, balanceándose a su paso, unos ojos rojos como la sangre rebosantes de furia y las fauces de una bestia hambrienta bien abiertas, mostrando un cuarteto de colmillos afilados como cuchillos.

—Invoco la norma número diez de La Tabla de Mihai —rugió la vampiresa.

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