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Capítulo 8


"Un crisantemo respetará la jerarquía del clan"

Norma número 7 de la Tabla de Mihai.

No recordaba absolutamente nada. En su cabeza tronaba un martilleo incesante pero rítmico, una sensación insoportable que hacía sentir a Clara tremendamente vulnerable, incapaz de abrir los ojos. Quería que parara. Quería que acabara esa tortura mental. Sin embargo, nada de lo que ocurría estaba bajo su control.

Se revolvió mientras jadeaba, llorando de angustia y dolor.

—Para, para, para... —suplicaba entre lágrimas a nadie en concreto.

Los golpes en su cabeza no se detuvieron, pero sí aminoraron lo suficiente para que ella se percatara de que estaba tumbada sobre asfalto duro. Trató de abrir los ojos. No podía, era como si los tuviera cosidos: por más que lo intentara, se negaban a ver.

«Señorita Clara, ¡despierte!». Una voz femenina y alegre rebotó en el eco de la prisión. «Su madre está impaciente por verla. Hoy es el día».

—¿Elvira? —musitó Clara débilmente—. ¿Elvira, estás aquí?

Tras un largo esfuerzo y sin obtener respuestas por parte de la voz, la vampiresa utilizó toda su voluntad para entreabrir los ojos. Le escocían mucho y enormes carreras de lágrimas cayeron precipitadamente por sus mejillas. Se quejó entre sollozos y volvió a intentarlo.

—No veo, no puedo ver...

«Toda la vida igual, hija mía. Solo traes disgustos a esta familia, ¿es qué quieres echar todo el trabajo de tu padre por la borda?»

Esta vez la voz ya no parecía la de Elvira. Sonaba imponente y enfurecida, cargada de reproches.

—¿Madre? —musitó Clara, de nuevo tratando de ver a su alrededor—. ¿Madre, es usted? No, es imposible... Usted está muerta, madre...

Mareada, se obligó a soportar el quemazón en sus pupilas y abrió los ojos. Alcanzó a ver algo, pero no mucho. Su visión estaba borrosa, distorsionada, no distinguía siluetas, solo colores. Blanco, negro y gris. En un primer pensamiento, creyó encontrarse en una especie de prisión.

—¿Qué me está pasando? —sollozó—. ¡Madre! ¡Elvira! ¿Dónde estoy?

El ruido de una puerta cerrarse abruptamente asustó a Clara. Instintivamente retrocedió, chocando con violencia su espalda en la dura roca de la pared. Se sentía tan desorientada, tan perdida en el espacio y en el tiempo. Buscaba a las dueñas de las voces, pero no las reconocía por ninguna parte. La cordura le gritaba que nada de lo que pasaba podía ser real: su madre murió en 1933.

No obstante, sí que había alguien haciéndole compañía. Podía sentir una presencia sobrenatural cercana, alguien que no olía a la sangre metálica de los humanos. Le buscó en ese escenario caleidoscópico y pronto dio con él: un joven apuesto de ojos y pelo negro enfundado en un hermoso uniforme militar. Cubría su nariz y boca con una mascarilla quirúrgica, pero, aún así, Clara podía reconocerle.

—¿General Bridge? —preguntó—. ¿Eres tú, Jack? Has... Has vuelto...

El militar se aproximó a ella con semblante confuso. De pronto Clara se dio cuenta de que ambos estaban separados por unos gruesos barrotes. No los había distinguido hasta ese momento, por lo que alargó una mano para tocarlos. Eran reales. Su primera impresión había sido acertada: estaba prisionera en una especie de cárcel. Ahora solo le quedaba averiguar si se había vuelto loca o solo estaba soñando, pues no era posible que Jack Bridge estuviera allí: los hombres como Jack, cuando se marchan, nunca vuelven si no es para reavivar una antigua tortura.

—¿Quién es Jack? —dijo el hombre de uniforme con el ceño fruncido—. No importa. Debes escucharme, Clara. Estás en la Cámara de los Delirios, mira bien a tu alrededor.

Y así lo hizo la pelirroja. El mundo daba vueltas y seguía tan desorientada que no era capaz de sostenerse en pie sin agarrar esos barrotes. Intentó enfocar la mirada y poco a poco distinguió el origen de todos sus males: ajos. Hileras e hileras de cabezas de ajo colgaban en todas partes, produciendo ese sentimiento inequívoco de ardor en los ojos de Clara, así como todas las ilusiones que creía ver y oír. El ajo era un alimento increíblemente tóxico para los vampiros.

—Estoy delirando... ¿Tú no eres real, verdad? —le preguntó a Jack.

El hombre no contestó, tan solo la miró piadosamente y sacó una llave de hierro y aspecto antiguo de su uniforme junto a una mascarilla. Depositó lo primero en la palma de Clara y le puso lo segundo sobre su boca y nariz. Acarició brevemente su mejilla con cariño y después se marchó.

—¡No te vayas, Jack! ¡No me abandones otra vez! ¡Jack, por favor! ¡Ayúdame a salir de aquí!

Gritó y gritó. Lloró mientras sacudía los barrotes y al final cayó sobre sus rodillas sintiéndose de nuevo perdida y vulnerable. Hacía tiempo que no pensaba en Jack, ni en su madre, ni en la honrada Elvira que durante toda su infancia le cuidó... Ellas murieron. De eso estaba segura, vio cómo bombardeaban su burgués hogar ante sus propias narices durante la Guerra Civil. Nunca olvidaría hallar sus cuerpos mutilados y sin vida entre los escombros. Solo su hermana menor, la dulce Amaya, consiguió evitarse ese despiadado destino exiliándose a Francia antes de estallar la guerra.

Tras mucho tiempo llorando y suplicando al misterioso Jack Bridge su regreso, Clara se tumbó en el suelo y cerró los ojos, insoportablemente ardientes a causa del ajo. Sus recuerdos se aglomeraban y el dolor de un pasado del que llevaba huyendo casi un siglo le oprimió el pecho. Sentía que iba a desmoronarse por completo cuando una conocida risa se carcajeó en su cabeza.

«Clara, deja de quitarme las camisetas limpias. Me estoy quedando sin ropa en el armario por tu culpa».

Sus párpados volvieron a abrirse. Se incorporó y busco al dueño de la voz.

—¿Lucas? ¿Dónde estás, Lucas?

Silencio. Del mismo modo que había llegado, la voz de su mejor amigo se había desvanecido. Pero esta vez algo había cambiado. Con el inocente comentario de Lucas habían llegado los recuerdos: Mihai reuniéndoles en su despacho para... ¿para qué? Ah, sí, por el asunto de la traficante esa de El Masnou... No, un momento, de Mataró. Se equivocaron de víctima, sí... Ella la mató.

Poco a poco, la mente delirante de Clara recordó de dónde venía y supo que Mihai le había mandado a esa prisión de ajos para torturarla. Si la interrogaba en ese estado, difícilmente sería capaz de eludir las cuestiones y defenderse dignamente. El líder de los Crisantemo sabía todo su pasado e intentaba dañarla intencionadamente. Aquello la enfureció; el fuego más ardiente se incendió en su alma y con ello la fuerza de la venganza la impulsó a escapar de allí.

Se levantó agarrándose a los barrotes —lo único que sabía que era real—, introdujo la llave de hierro que le había dado Jack, o quien quiera que fuera, en la cerradura y la desbloqueó.

Lenta pero segura, la vampiresa había encontrado la energía necesaria para seguir adelante. Con cada paso se distanciaba un poco más del ajo y se acercaba a la fuerza sobrenatural de su cuerpo, así como su mente recuperaba la cordura de siempre. La mascarilla le ayudó a soportar mejor la toxicidad.

—Aguanta, Lucas —murmuró para sí misma—. Voy a por ti.

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