Capítulo 20
"El tiempo vuela, colibrí"
Desconocido.
Llevaba una hora y media sentada en el incómodo taburete de la barra, dándole vueltas al vermut con un palillo intercalado entre tres gruesas olivas. Ya era la segunda copa que le servía Hernán, y Clara empezaba a sospechar que María Zurriaga nunca saldría de su reservado para ir al lavabo.
Miró de reojo al camarero. Le había cambiado el turno a un compañero para servir precisamente en ese lugar de la Sala Apolo, con el único objeto de llevar a cabo el recién elaborado plan maestro. Se le veía tranquilo y paciente, dos atributos que no se identificaban en absoluto con el carácter de Clara.
La vampiresa se pasó una mano por el cuello, masajeándolo con disimulo. Se sentía agotada física y emocionalmente. Lo primero era a causa de no haber ingerido ni una gota de sangre fresca en las últimas setenta y dos horas. Lo segundo, por el contrario, tenía relación con la charla en casa de las Blackwitch.
Tanto hablar de su pasado, de remover viejos recuerdos y confesar por primera vez en siglos la vida que tanto se esforzó por abandonar, le había reabierto dolorosas heridas. No sabía si el hecho de que Jack Bridge les hubiera convertido a Lucas y a ella era algo por lo que debiera sentirse bien, mal o regular. Faltaba contexto, información relevante. Necesitaba tiempo para pensar, para adentrarse en las profundidades de sus memorias y analizar si haber conocido a Lucas era una casualidad o parte de algo que escapaba a su control.
—Eh, chico, ¿me pones una sangría? —preguntó una voz grave y masculina a su derecha.
La vampiresa parpadeó dos veces y dio un trago a su copa. Jack Bridge bebía sangría el día de la boda de su hermana Pilar, cuando Clara le descubrió paseando por el centro del salón de la casa familiar, socializando con sus padres y dándose a conocer entre la élite barcelonesa. Supongo que la elección de esa bebida era un juego para él, anticipándole a la inocente señora de Julià Grífols cuál sería su destino pocos meses después.
Miró ligeramente al chico que había pedido la sangría. Esperaba pacientemente con los brazos apoyados sobre la barra, un par de metros distanciado de ella. No podía verle bien el rostro, le daba la espalda. Sin embargo, sí vio su rizado cabello tan oscuro como el ébano y el ostentoso color rojo de su camisa. Tan intensa como la sangre.
Dio otro trago al vermut y suspiró. También hubo mucha sangre el día que murió. Sin duda, su fallecimiento debió dejar un horrible trauma en la vida de sus padres y hermanas. Dicen que todo el mundo muere, aunque no se suele perder la vida de la manera que lo hizo ella.
Mirando fijamente la copa, Clara se preguntó si la muerte de Lucas también fue violenta. Sería otra cosa más en común que tendrían. Los afines al humor negro podrían decir que eran tal para cual.
—El tiempo vuela, colibrí.
Un escalofrío le recorrió la columna y, en un impulso incontrolable, Clara se atragantó y volcó la copa de vino sobre su vestido. El fresco y pegajoso líquido se derramó por el suelo, empapando la superficie en un charco oscuro idéntico al de sangre que dejó ella cuando le golpearon la cabeza a finales de 1922. Ese fue el momento en el que expiró su vida e inició su eterna muerte.
No existían las casualidades, al menos no en la vida de Clara Isabel Mirall Ferrer, donde pasado, presente y, muy posiblemente, futuro eran colores rojos, negros y grises mezclados y expandidos cual acuarelas en el agua.
Se giró bruscamente buscando con sus pupilas retazos del chico de la sangría, pero él ya no estaba. Se había esfumado.
Quiso alzarse del taburete y seguirle. Quiso exigir una explicación por todo lo que había dicho, pedido o, simplemente, escogido para vestirse.
—¡Madre mía, encanto! Cómo te has puesto... ¿Qué te ha pasado?
La vampiresa busco a la dueña de esa voz para dar precisamente con el origen de todos sus problemas: María Zurriaga en persona había tomado asiento a su lado y sonreía tan ampliamente que resultaba aterrador.
Tenía que tomar una drástica decisión: huir en busca del joven y enfrentar su pasado o seguir con el plan y terminar el asunto de la traficante.
Dudó.
Dudó por un fragmento de segundo, aunque solo necesitó ver a Hernán preparándole otro vermut para saber qué era lo que debía hacer. Lucas y el camarero contaban con ella.
—Soy una tonta —dijo, sonriéndole a María—. Me he atragantado y mira que espectáculo he montado... —Señaló el vino derramado.
Dispuesto a echar un cable en esa magnifica interpretación que la vampiresa estaba llevando a cabo, Hernán se aproximo a las mujeres con un trapo en una mano y una fregona en la otra.
—Jo m'encarrego, noies* —dijo comenzando a limpiar aquel estropicio—. Et poso una altra copa?**
—Sí, cariño —contestó la criminal en nombre de Clara—. Y a mí me sirves un gintonic, como a mí me gusta, ¿vale? —Miró a la pelirroja relamiéndose los labios—. ¿Estás sola, encanto?
Reprimiendo sus impulsos de fracturarle la columna vertebral, Clara asintió. Si no fuera por su condición de vampiresa, podría haber dedicado su vida profesional a ser actriz. Tenía un talento innato para mentir.
—¡Vaya! Qué curioso. Tus ojos son rojos. Nunca había visto algo semejante... ¿Llevas lentillas, no?
Instintivamente, la aludida se llevó la mano al rostro, esforzándose por aparentar normalidad. Debía dar con una rápida respuesta con la que retirar las sospechas sobre ella.
—¿Eres del grupito ese que van disfrazadas? —preguntó de nuevo María—. Ya sabes, esas que están de despedida de soltera...
Clara era imprudente, temeraria e impaciente, pero no tonta. Una mujer como María no podía fiarse de la primera persona con la que hablara y, por si acaso aquella pregunta era una trampa, decidió improvisar.
—No, no sé quienes son esas chicas. —Sonrió amablemente mostrando su cuarteto de colmillos afilados—. Pero sí que voy disfrazada. Se supone que soy Carmilla, la vampiresa de Sheridan Le Fanu, ¿la conoces?
María negó.
—Es un libro más antiguo que el famoso Drácula de Bram Stoker. El favorito de mi novia... Bueno, quizá debería decir exnovia —Dirigió una mirada de complicidad a la delincuente—. La muy bruja me ha dejado por otra, ¿te lo puedes creer? ¡Bah! Ella se lo pierde...
Dejándose llevar por la imaginación, Clara se inventó un sinsentido digno de un Óscar en el que justificaba estar sola en el bar a causa de una trágica y recién ruptura que envolvía mentiras, traiciones y mucho dolor. Podía leerse en el rostro de María que a esta le importaba bien poco los traumas ficticios de la pelirroja. Ni siquiera le había preguntado el nombre y ya tenía sus finas manos con largas uñas acrílicas de esmalte rosa fucsia acariciándole la rodilla y ascendiendo sospechosamente hacía el muslo.
«Piensa servirle la copa Hernán algún día o va a esperar a que está tía me levante el vestido completamente...»
Como si pudiera leerle la mente, el camarero apareció con el vermut y lo depositó frente a Clara dedicándole una sonrisa juguetona. Ella no la correspondió y bebió un buen sorbo de su vaso, sin embargo, se percató de que aun faltaba el gintonic de Zurriaga. No tardó en descubrir el porqué: María no quitaba ojo a Hernán, controlando todos sus pasos a la hora de mezclar ingredientes. Con ese nivel de vigilancia, le iba a ser muy complicado al humano verter la pócima sin ser visto.
—¡Madre mía! ¿Te estoy aburriendo, verdad? ¡Ay, cuánto lo lamento! —alzó la voz Clara y se apoyó sobre una mano acercando su rostro al de María—. No te he preguntado tu nombre y aquí estoy llorando mis desgracias, ¡qué maleducada! Me llamo Amaya.
Sin posibilidad de evadir la avasalladora postura de la vampiresa, a la delincuente no le quedó otra que desviar su mirada de Hernán para fijarla en la sonrisa de Clara y luego, en su sugerente escote.
—No, encanto, ¿cómo podría aburrirme de ti? Yo soy Berta. —Siguió subiendo la mano por su muslo hasta filtrar parte de las uñas bajo la falda del vestido—. ¿Sabes qué opino? Creo que tu exnovia es una cerda y...
María comenzó a deshacerse en insultos hacía la imaginaria exnovia de Clara. Cada vez se aproximaba más a ella, le acariciaba los cabellos naranjas discretamente y susurraba a su oído lo increíblemente atractiva que le parecía una chica como ella y la vampiresa, muy a su pesar, seguía sonriendo. Se preguntó a cuántas mujeres les vendía el cuento María y luego conseguía captarlas para la trata de seres humanos. Menudo monstruo con piel de cordero.
Participando de ese ficticio flirteo, Hernán aprovechó para crear el gintonic perfecto con la dosis exacta de auctor falsum memorias y sirvió con naturalidad a María. Esta, en un acto de lo menos habitual, olisqueo el cóctel y, por un breve instante, a Clara se le encogió el corazón. Pero fue solo eso, un instante, pues enseguida la repelente castaña de profesión ilegal bebió su primer trago y continuó hablando como una cotorra.
—Deberíamos vengarnos, ¿no crees? No hay mejor revancha que conseguir que ella te vea besando los labios de otra.
La vampiresa soltó una risita traviesa, dandole a la traficante la satisfacción que buscaba y fingió sonrojarse cubriéndose las mejillas por ambas manos y mirando hacía otro lado. Mentir era agotador.
Entonces, alterando el transcurso del espacio y del tiempo, la música cambió y con ello, Clara sintió que el mundo empezaba a girar a cámara lenta.
La intensa voz de Miley Cyrus entonando un roquero Night Crawling se fusionó de forma inexplicable con el ritmo enérgico y fluido del swing, en una canción tan popular en el mundo cinematográfico como en el recuerdo de Clara.
—¡Oh, adoro esta canción! —gritó María y bebió de nuevo de su copa—. ¿Has visto Casino?
Clara asintió sin saber a qué se refería. No escuchaba sus preguntas, pues su mente acababa de viajar a 1937. Era una noche lluviosa, como todas las noches de Manchester, Reino Unido, y Jack la había llevado a un club nocturno muy popular para resolver un asunto. Nunca supo de qué se trataba, pues él le prohibió preguntar. Aquella fue la última vez que le vio. Mientras la gente bebía, reía y bailaba al son de Sing, sing sing, Clara perdió de vista al hombre que le había convertido en vampiresa y no volvió a verlo nunca más.
Le dolía el pecho solo de recordarlo.
—¿Tienes idea de quién narices es el DJ? —preguntó levantándose abruptamente del taburete.
Zurriaga frunció el ceño, molesta. No le había gustado ese gesto impertinente. Bebió un trago más del gintonic envenenado y se aproximó a Clara. Era un palmo más alta que ella y, a pesar de tener un rostro aniñado, sus ojos marrones eran mucho más intimidantes que los rojos de la vampiresa.
—Nena, ¿qué te pasa?
—Odio esa canción —dijo Clara. Dejándose arrastrar por María, volvió al taburete.
Si hubiera mirado a Lucas y Hernán, sabría que ambos había sufrido un mini paro cardiaco durante un escueto segundo. Quedaba poco para terminar, María casi se había acabado la copa y Lucas hacía diez minutos que había alertado a las autoridades. Clara no podía estropearlo. No estando tan cerca de la victoria.
—Es solo una canción, enseguida la cambian. —De nuevo María buscó la proximidad de Clara, acariciando su blanca piel de porcelana y buscando su complicidad.
Sin embargo, la actriz estaba irremediablemente despistada. ¿Y cómo no estarlo? Alguien le acechaba. El chico de la sangría, la mención al colibrí, la canción, la alianza de su boda, la llave de La Cámara de los Delirios... ¿Quién la estaba siguiendo? ¿Por qué no se dejaba ver de una vez?
—Tengo que irme —dijo de repente y se zafó de María.
No existen palabras para describir el rostro iracundo y humillado de aquella monstruosa criminal al ver a Clara desaparecer por un pasillo sin mirar atrás. Apretando la mandíbula, se levantó de su asiento y apuró el final de gintonic —instante en el que Lucas y Hernán soltaron todo el aire que llevaban reteniendo desde hacía rato—, depositando el vaso de cristal con tanta fuerza en la barra que se agrietó.
Mientras Clara huía en busca del propietario de la camisa roja, tres policías vestidos de paisano se abrieron paso entre la multitud para detener a María Zurriaga.
Justo a tiempo.
En su escondite, Lucas fue testigo de la resistencia interpuesta por la criminal, el posterior e infructuoso intento de huida y, finalmente, el alboroto que su detención originó en plena discoteca. La música se apagó, el personal de seguridad procedió a desalojar a la clientela de la sala afectada y entre el barullo, Lucas dedicó una breve mirada de agradecimiento a Hernán, quien, haciéndose el loco, tiraba el vaso de cristal del que había bebido María a la basura. Nunca hablaría de aquello con nadie.
El vampiro aprovechó el caos de la noche para ocultarse entre las sombras y recorrer el pasillo por el que su amiga había desaparecido. La buscó detrás de cada puerta, pero, como si Clara se hubiera desvanecido en el aire, no consiguió encontrarla por ninguna parte.
Tardó unos treinta minutos en darse por vencido y decidir salir de la sala de conciertos. Dondequiera que estuviera la vampiresa, no era en aquel viejo teatro. Salió a la calle y sintió el ardor de los primeros rayos del sol abofetearle el moribundo rostro. Afortunadamente había robado unas gafas de sol del vestuario y las utilizó para cubrirse los ojos y atenuar la inminente jaqueca que amenazaba con martillearle el cerebro en breves.
Varios coches de policía franqueaban la entrada de la popular Sala Apolo y un conjunto de jóvenes vestidos de fiesta se abrigaban ante el frío y observaban a las autoridades arrestar a una de las mayores criminales del país al despuntar la aurora. Lucas no se quedó a verlo más de lo necesario y procedió a buscar un lugar que pudiera ofrecerle refugio del amanecer.
En curso de ese cometido estaba cuando creyó ver la melena rebelde y rojiza de Clara desaparecer al girar la esquina de la Avenida Paral·lel. Siguiendo reflejos y visiones de una piel de porcelana y cabello otoñal, Lucas se encontró bajando las escaleras de la desértica parada de metro de aquella avenida que, horas más tarde, estaría concurrida de mundanos seres cuyas vidas seguirían su rumbo al compás de las manijas de un reloj ficticio.
La encontró detenida frente a las puertas abiertas del primer vagón de la línea dos. Dentro del él se distinguía la sombra de una figura corpulenta, enfundado en un abrigo negro y cuyo cabello oscuro se asemejaba a las plumas de un cuervo.
—¡Clara! —la llamó.
Ella se giró, confusa, y al mirarle, Lucas no pudo reconocerla. Tras un siglo compartido a su lado, esos ojos rojos cargados de pena y de dolor le eran por primera vez desconocidos. Una gruesa lágrima se deslizó por la mejilla de la vampiresa, hasta morir en el duro asfalto del subsuelo.
Sin mirar atrás, la dama de porcelana se subió en el metro y tan inesperadamente como el día en que llegó, Clara se fue.
* Yo me encargo, chicas.
** ¿Te pongo otra copa?
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