Capítulo 18
"Dicen que lo que no se nombra no existe y nadie nombra a las brujas de Salem. Pero sí que existimos, sí que sufrimos y, créeme, nos haremos recordar. En esta vida o en la próxima"
Laurie Nurse, actualmente Laurie Blackwitch, 23 de junio de 1899.
Pronto regresó Agatha al salón con una fiambrera en mano que contenía el famoso mejunje. Era una especie de gelatina granate de aspecto poco apetecible. La bruja se plantó frente a los vampiros y extendió la caja de cristal a Lucas, por ser su favorito.
—Primer encargo terminado —dijo—. No se admiten cambios ni devoluciones y el precio se lo abonáis a mi hermana Bridget.
Sorprendido, Lucas alargó el brazo para sostener el pedido, pero, antes de que lo captara, Fey se adelantó y se lo quitó en sus narices, desapareciendo automáticamente en el aire y dejando tan solo un rastro de polvos dorados donde previamente se había erigido él.
—Me lo llevo ya y agilizamos —dijo antes de evaporarse.
—¡Qué cojones...! —exclamó Hernán, frotándose los ojos.
Lucas abrió la boca para decir algo, pero entonces Bridget le agarró de la cazadora y le estiró con fuerza hasta sentarle en el sofá junto a ella.
—¡Eh! ¿Qué haces?
—Medio litro de tu sangre a cambio del corporis mutationem —se limitó a responder la mayor de las hermanas, sacando un maleta pequeña repleta de artefactos médicos cuya utilidad era desconocida para el vampiro.
Súbitamente Agatha entró en escena con una escoba vieja de paja y barrió con extrema precaución el rastro de polvos mágicos que el duende había dejado al desaparecer.
—El polvo de duende es muy difícil de conseguir —comentó, pasando todo lo recogido a un tarrito de cristal—. Imagino que nos está agradeciendo que os hayamos ayudado a pesar de ser Crisantemos...
—Sin duda debe ser eso lo que pretendía —afirmó Bridget—. He oído que queréis averiguar el paradero de la humana criminal. La buscaré en la bola de cristal y no os cobraré. Considerarlo un regalo por vuestro gran papel humillando a Mihai ante todos sus súbditos.
Los vampiros dieron las gracias y Lucas ofreció su brazo a Agatha para que le insertara una aguja y procediera a sacarle sangre.
—¿Y qué nos costará la pócima? —preguntó Clara, con su mirada absorta en la bolsa traslucidla que almacenaba el líquido negro y espeso que salía del interior de Lucas. Le daba un poco de asco verlo, a pesar de ser ella una gran admiradora de la sangre humana.
La bruja pelirroja emitió una sonrisa traviesa y se relamió los labios.
—Pues la verdad es que no es un producto sencillo de elaborar y por ello el intercambio que hagamos requiere un mayor sacrificio. Tranquilos, no os alarméis, pues no es nada de lo que no podáis disponer ahora mismo...
—¿Y de qué se trata? —repitió la pregunta Clara. No le gustaba la actitud misteriosa de la bruja.
—Bastará con un objeto con gran valor sentimental.
Lucas levantó la mirada hacía Agatha, interrogante.
—¿Se supone que la gente normalmente va con objetos sentimentales por la calle?
—No, pero Clara lleva uno encima, ¿no es así, querida?
Ella tragó saliva muy incómoda. Sí, supongo que su alianza de boda respondía perfectamente a ese calificativo. Valor sentimental sí tenía, aunque no en sentido positivo.
Sin mirar a Lucas, sacó del bolsillo aquel elegante anillo de oro con su nombre y el de quien una vez fue su esposo grabado en el interior.
—Qué bonito —dijo Hernán, apreciando la sortija desde lejos.
—Es el anillo con el que me desposé —explicó Clara.
Lucas se giró drásticamente hacía ella, sin entender palabra. ¿Lo había oído bien? ¿Desposar? Eso significaba casarse, ¿no?
—Es lo que intentaba decirte antes, Lucas, yo... Bueno, nunca te lo he contado porque Mihai nos prohibía hablar de nuestro pasado en vida...
—¿Casada? —preguntó Lucas completamente estupefacto—. ¿Con quién?
Clara se mordió la lengua. No quería contar su historia, pero sentía que le debía una explicación a Lucas. No había llegado a responder cuando una cascada de lágrimas comenzó a descender lentamente por sus mejillas.
—Con un monstruo —murmuró.
Sorprendentemente, Bridget se aproximó a Clara y la abrazó con ternura mientras ella, impotente y embriagada por el dolor de antaño, dejaba brotar sus oscuros sentimientos en forma de llanto.
Verla así le dolió. Lucas esperó a que Bridget se separara de ella para cogerla de las manos y besarle las mejillas.
—No tienes que contármelo si no quieres —le susurró al oído—. Es tu vida, solo tuya. Tú decides si quieres compartir ese dolor conmigo o dejarlo lapidado en el olvido. Lo importante es que te sientas bien.
El pasado es un arma de doble filo muy peligrosa. Las memorias nos hablan en susurros, condicionando nuestros actos, distorsionando los recuerdos, magnificándolos o simplificándolos. El pasado graba a las personas, quema la piel del alma y deja cicatrices sobre carne viva estropeando lo que una vez fue inocencia. Y aun así, tratamos de ignorarlo, fingir que no ha pasado nada. Salvo que sí que ha pasado.
¿Acaso tenemos la vaga esperanza de que con el infalible método de la omisión la historia se altere? No parece que funcione así el tiempo, tampoco la vida.
Uno puede darse la vuelta y pretender que algo nunca ocurrió. Puede cubrirlo con mantas, tacharlo con tinta negra, romperlo en pedazos y, al final del día, seguirá habiendo ocurrido. Y esas heridas de guerra que otros nos hicieron hibernarán durante algún tiempo y después despertarán para gritar en susurros: «oye, qué eso pasó y te dolió, no lo olvides».
Posiblemente nos preguntaremos por qué: «¿Pasado, por qué no nos dejas pasar página y olvidar?» Y si él pudiera responder, apuesto que nos diría algo así: «A ver, pedazo de inmaduro, acepta que estoy en tu vida y deja de tocar las narices. Acepta que sin mí no existes, que yo te construí, formo parte de ti. Acepta que sí, eso pasó y sí, te dolió y sí, no lo vas a olvidar. Cuando me aceptes y hagamos las paces, te será más sencillo mirar atrás».
El problema es que el pasado no habla y nada es fácil. Sobrevivamos como podamos.
—Bridget, Agatha, ¿nos dais un momento? —pidió Clara, limpiándose las lágrimas.
Las brujas asintieron y, tras cobrarse la alianza de bodas de la vampiresa, ambas recogieron los materiales para retirarse a la cocina con Laurie.
—Miraré en la bola de cristal mientras tanto —dijo la líder del trío antes de cerrar la puerta—. Encontraré a María Zurriaga para que podáis llevarle la pócima cuanto antes.
Lucas y Clara se sintieron agradecidos por la muestra de consideración y amabilidad. Luego, al quedar solos con Hernán —del que nadie se acordaba—, la pelirroja se armó de valor para relatar su historia.
—Nací en 1902 en el seno de la familia Mirall, un apellido muy importante en Barcelona a inicios del siglo XX. Mi padre era un hombre de rígidas ideas que poseía un amplio patrimonio económico y descendía de un extenso linaje de prestamistas de excelente reputación. Nunca tuvimos un título nobiliario; nuestra familia formaba parte de la alta burguesía barcelonesa y, según decía mi madre, el hecho de no ostentarlo nos relegaba a un segundo plano dentro de la élite. Para los barones, condes o vizcondes éramos personas vulgares e indecorosas que no merecíamos su atención social, aunque sí solían negociar con mi padre. Con el dinero nunca hubieron pegas —Suspiró y rodó los ojos—. Tuve tres hermanas mayores y una menor, pero no nació ningún varón. Tras cinco partos, la salud de mi madre empeoró considerablemente y el médico dictaminó que un nuevo embarazo podría ser letal para ella. Los Mirall no tendrían un heredero de sangre e inevitablemente la fortuna familiar pasaría a manos del futuro marido de mi hermana mayor.
Lucas escuchaba con atención la historia de Clara y Hernán miraba a los vampiros con una ceja alzada. La verdad es que la historia no era su fuerte y sentía el pasado de Clara como el homólogo a una de las tragedias de las hermanas Brontë.
—A partir de aquí los sucesos son bastante predecibles: éramos niñas, no niños, y las mujeres en 1902 solo valíamos para procrear y cuidar. Mi padre no creía que yo estuviera capacitada ni para sumar dos números y su carácter se volvió tosco y agresivo hacía mi madre, a quien hacía responsable por no haber estado a la altura. ¡Cómo si parir cinco hijas hubiera sido tarea fácil o elegir el sexo de un bebé fuera posible...! —exclamó airada—. Sin embargo, de alguna retorcida manera, mi madre nos castigaba a nosotras. Efecto dominó: él la dañaba a ella y ella dañaba a sus hijas. Nos culpaba por no ser hombres y repetía a diario que las cinco éramos una completa decepción.
—¡Eso es estúpido! ¡Y cruel!—espetó Hernán.
—Pero es cierto. Daba igual que no tuviera coherencia, la realidad era esa. En 1913, la mayor de mis hermanas, Teresa, murió de leucemia. Fue una época muy dura para mí, yo la quería muchísimo. No obstante, mi padre no dudó en hacernos saber cuánto le aliviaba su muerte. Teresa nunca había sido bonita de rostro, aunque sí de corazón, y él preveía que de haber seguido viva jamás se hubiera casado. Se escondía tras falsas excusas como que El Señor así lo había querido o que Dios Todopoderoso la estaba cuidado arriba en el Cielo, mas yo veía la verdad reflejada en sus oscuras pupilas: agradecía que hubiera muerto tan joven. Se había ahorrado muchas molestias económicas...
—¡Eso es una barbaridad! —exclamó Hernán, espantado.
—No, humano, esa era la vida antaño —dijo Lucas, sosteniendo la mano de Clara—. La forma en la que se criaba a los hijos antes no se parece en nada a la de ahora. La calidad de vida era muy distinta.
La vampiresa asintió. ¿Qué tenía que explicarle a Lucas? Él llevaba desde 1697 en pie. De seguro había sido testigo de cantidad de progresos.
—Tras la muerte de mi hermana, mi madre tuvo una revelación. Creyó que si nosotras dejábamos de ser una carga para mi padre, su relación con él mejoraría. Empezó a valorar entre todos los hombres solteros de determinado rango económico cual sería el esposo perfecto para cada una de nosotras, deseosa de que abandonáramos el nido y acalláramos el odio de mi padre —Se quedó en silencio unos minutos antes de seguir hablando—. Nada de esto era algo que yo no diera por hecho. Sabía que mi futuro consistía en contraer matrimonio con un muchacho de buen nombre, tener hijos y educarlos, formar una prestigiosa familia que fuera la envidia de Barcelona... Siempre supe que esa sería mi vida, así que no me opuse.
»Se llamaba Julià Grífols Serra. Era el joven más deseado de la ciudad, el primogénito de la familia Grífols, hijo del Vizconde de Cabrera, y se enamoró perdidamente de mí.
—El heredero de un título nobiliario bastante importante —observó Lucas—. Tu padre estaría encantado con él. Debió abrirle las puertas al glamuroso mundo de los nobles.
—Así es. Julià se fijó en mí desde el primer día en que me vio en un acto de sociedad. Cruzó un salón entero solo para situarse frente a mí y le dijo a mi padre: «Señor Mirall, ¿quién es está bella ninfa que le acompaña? ¿No será una de sus bienaventuradas hijas? Jamás vi una dama cuyo cabello naranja fuera el vivo reflejo de un atardecer y sus ojos azules escondieran el cielo despejado de las mañanas de verano». —De nuevo las lágrimas acecharon en la mirada sangrienta de Clara, alertando a Lucas de la terrible decepción que resultó ser aquel Julià. Se le quebró la voz antes de continuar—. Yo... Fui tan inocente...
Se entregó a los brazos de su compañero, que la envolvió con ternura. Él fue paciente y esperó a que se recompusiera para volver a hablar.
—¿Qué te hizo?
—Se encaprichó de mí y yo lo confundí con amor —resumió la vampiresa—. Me enviaba flores todos los días, escribía poemas sobre la intensidad de sus sentimientos, me regalaba joyas de valor incalculable... Yo me enamoré de él, de lo que aparentaba. Creí que era mi príncipe azul, como el de los cuentos de hadas, y mis padres volvieron a ser felices. Padre nunca había sido tan cariñoso conmigo como lo fue en esa época y madre amanecía cada mañana risueña, llenándome de besos y abrazos al verme. La alegría había llegado a la familia Mirall y encandilada por un mundo de sueños y deseos, me dejé llevar.
»Nos casamos en junio de 1922, a la tierna edad de diecinueve años por mi parte y veintisiete por la de él, en una ceremonia espectacular a la que acudieron las familias más poderosas de la ciudad. Salimos en la prensa, todo el mundo hablaba de nosotros, éramos el príncipe y la princesa de Barcelona. Y, de nuevo, yo estaba estúpidamente encantada por recibir toda esa atención.
—¿Cuánto tardó el príncipe en convertirse en rana? —inquirió Lucas.
—A penas medio mes. —Clara sorbió por la nariz y se pasó una mano por las mejillas para enjuagarse las lágrimas que no le daban un minuto de tregua—. Decía que yo era la mujer más hermosa del mundo y que debía ser suya y de nadie más. Los otros hombres no podían mirarme, ni hablar conmigo, porque nadie podía deleitarse con lo que le correspondía a él. Su esposa, su mujer, su... enfermiza obsesión. Me encerró en una enorme finca repleta de los objetos más valiosos, pero carente de vida humana. —Soltó una carcajada vacía—. Sí que me convertí en una princesa al fin de cuentas: en Rapunzel, encerrada en mi propia torre. Me dejó sola y él siguió con su vida, sus negocios, sus actos sociales... Regresaba por las noche y me hacía suya con la intensidad de un hombre que teme perder su posesión más preciada para siempre, y mientras yo me marchitaba. Mi corazón se hacía pedazos y la soledad me dañaba el alma.
Lucas la miró con lástima y la besó en los labios con dulzura.
—Ahora entiendo tus malas manías. Te agarras a tu libertad con la fuerza de un titán.
Ella sonrió tristemente.
—Una noche Julià no regresó a casa. Tiempo después descubriría el porqué: tenía una amante. No obstante, poco me importaba con quién compartiera el lecho, pues en algún punto de mi cautiverio dejé de quererle. Supongo que cuando descubrí que casarme con él había sentenciado mi vida para siempre. Esa misma noche en la que Julià sudaba y jadeaba con una desafortunada jovencita de barrios bajos, alguien llamó a la ventana de mi cuarto.
»Me asusté mucho. Tras los cristales distinguí la figura de un hombre de ropas y cabellos negros, piel pálida como la luna y unos temibles ojos rojos brillando en la oscuridad. Me quedé paralizada contemplándole, mis pies se había quedado atrapados en el suelo y se negaban a correr. Me dijo:
»—Es una crueldad dejar a un colibrí como tú encerrada en la soledad de esta gigantesca jaula de piedras y mármol caro. Puedo sentir el fuego de tu corazón apagándose por culpa del villano que se hace llamar tu esposo.
Lucas frunció el ceño.
—¿Era un vampiro?
—Sí, fue él quien me convirtió. No me dijo su nombre hasta después de morir. Es extraño, pero él siempre me transmitió confianza. Aparecía en mi ventana todas las noches en las que Julià se iba de juerga, y yo, desesperada por tener un amigo, le invitaba a entrar. Nuestra relación era pura e inocente. Tan solo me daba conversación durante algunas noches, mientras otras las pasaba bajo las sábanas con un Julià que fingía amarme, y por el día, vagaba en soledad por mis envidiados dominios.
»Después de dos años casada con mi carcelero me quedé embarazada. Acababa de cumplir los veinte. La primera persona que lo supo fue mi único amigo, el vampiro sin nombre al que yo estaba dispuesta a confiar incluso mi vida. Él, tras oírme confesar las buenas noticias, me dijo: «Ahora ya no hay marcha atrás. Te tiene atrapada». Aquel comentario me sentó como un jarro de agua fría. Me enfadé muchísimo y le expulsé de mi casa, exigiéndole que no regresara nunca más. No obstante, días más tarde entendí que estaba en lo cierto: aquel niño que se gestaba en mi vientre marcaba mi condena, porque yo nunca le abandonaría. Ya no podría escapar de las garras de Julià, tenía un motivo de gran peso para quedarme.
»Había decidido ponerle fin a mis disgustos, estaba dispuesta a aceptar que esa era mi vida y no había más que añadir. Y entonces, todo se vino abajo. Julià y yo fuimos invitados a la boda de mi hermana Pilar y entre los invitados, vestido con el atuendo de un soldado del ejercito español, estaba el mismo vampiro que me visitaba cada noche hablando con mis padres. Sus ojos, sin embargo, no eran rojos, si no marrones. Mi corazón se detuvo y Julià se dio cuenta de que algo me traía yo con el militar. Me arrastró hacía el grupo con brusquedad y le preguntó a mi padre quién era ese muchacho.
»—Este, mi apreciado yerno, es el general Bridge, del Ejercito de Tierra. —Miró al vampiro y le preguntó—. Dime, Jack, ¿conoces a mi hija, Clara?
—Espera, espera, ¿qué?
Lucas cortó tajantemente el relato de Clara con los ojos abiertos como platos. Se quedó estupefacto mirándola y ella, desubicada, dejó de hablar. No entendía que había dicho o hecho para provocar esa clase de reacción en él.
—No puede ser. —Negó Lucas sin dejar de mirarla—. Jack Bridge es el vampiro que me convirtió a mí también.
En ese instante la puerta se abrió de sopetón y la bruja Laurie, totalmente ajena al momento emocional que acontecía en el salón de su casa, irrumpió anunciando que la pócima estaba lista.
—¿Qué os pasa? ¿No habréis visto un fantasma, verdad?
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