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Capítulo 1

"Sobre su tumba deposité un crisantemo rojo, como la sangre, y eterno, como su descanso. Estaba solo, completamente solo. Un hombre errante que deambularía toda la eternidad sobre la faz de La Tierra. Entonces decidí que no se lo perdonaría y también que no sería como ellos."

Mihai Ciorbea, 1 de noviembre de 844 d.C.

Lucas siempre se había considerado un gran admirador de la buena literatura. Y, siempre, era un adverbio de mucho valor para alguien como él, que llevaba más de trescientas vueltas al sol pisando el suelo firme pero cambiante de la civilización humana.

Concretamente, era admirador de grandes autores como Charles Dickens o León Tolstoi, a quienes podía leer sin necesidad de una traducción al castellano, gracias a sus  excelentes aptitudes lingüísticas. Lucas sabía hablar diez idiomas a la perfección, fruto de sus largos años de vida pululando como una polilla de un continente a otro.

Tumbado sobre un mullido sofá aterciopelado y con estos referentes en mente, el chico se rascó la nuca y miró la contraportada del libro que era objeto de su atención en ese momento. Era morada, con flores azules y doradas decorando el marco. Un poco pomposa para su gusto.

—Pero ¿qué mierda es esto? —dijo para sí.

—¡Eh!

Una veloz mano le arrebató el cúmulo de páginas encuadernadas con la intención de custodiarlo con la eficacia de una caja fuerte. Lucas se giró para ver el rostro pálido de su amiga más querida: la pequeña Clara. Aunque de pequeña la muchacha tenía poco. Ya contaba con unos cien años de recorrido por La Tierra.

—Lo estaba leyendo —dijo él y dejó caer la cabeza en el respaldo.

—No, lo estabas criticando y es mi libro favorito.

—Tienes un gusto horrible.

Clara no rebatió, pero sí que lanzó una mirada asesina a través de sus grandes y redondos ojos rojos. El otro, escondido en una risa socarrona, le guiñó un ojo, conciliador.

—Es broma —mintió.

—No lo es, pero da igual. Estoy aquí por un motivo mucho más importante.

Clara se paseó por el cuarto, balanceando su larga cabellera rojiza al hacerlo. Él la contempló con admiración: aquella vampiresa de gustos cuestionables era la mujer más bella que había visto en su eterna vida.

Antes de preguntar qué estupidez se le habría ocurrido, Lucas echó un ligero vistazo a la puerta. Ambos estaban solos aquella noche, ocupando una de las salas principales de una antiguo palacio en el centro de Barcelona. Era en el barrio gótico, escondido entre estrechas callejuelas y fachadas del pasado, donde se asentaba en el discreto Palau de la Nit, edificado a mediados del siglo XII y hogar de una gran parte de los vampiros de la ciudad.

—¿Qué quieres?

—Noto cierta predisposición a una negativa en tu pregunta —comentó la chica, sentándose en la esquina opuesta del sofá, justo al lado de los pies descalzos de su compañero.

—Clara, te conozco desde hace mucho... Hemos pasado casi nueve décadas juntos y, en todo ese tiempo, ni una de tus ideas ha sido buena.

—Qué poca confianza...

—Madre mía —murmuró el otro, tapándose sus ojos, también rojos, con las manos.

—¡Lucas! Ni siquiera lo has oído...

El chico se masajeó la sien con ambas manos y, después, sonrió a Clara con una expresión que significaba: «te doy una oportunidad, pero por lástima». Con este pequeño regalo, la pelirroja se aproximó un poco más a él y dijo eufórica:

—¿Me llevarías a cazar?

La sonrisa de Lucas desapareció inmediatamente para transformarse en una mueca de sorpresa. No podía creer lo que estaba escuchando. Sin duda, Clara debía de tomarle el pelo, pues era imposible que se atreviera a desafiar las normas vampíricas con su arriesgada propuesta.

Los Crisantemos era el más antiguo clan de vampiros de todo el territorio europeo y al que pertenecían los dos amigos. Su líder, Mihai Ciorbea, originario de Bucarest, Rumanía, e inmortal más viejo conocido, fue amigo íntimo durante largo tiempo del mismísimo Conde Drácula. Aunque, claro está, todo aquello sucedió antes de que Van Helsing terminará con él al apuñalarle con una estaca de madera. Nadie sabía cuándo nació Ciorbea, pero Clara y Lucas sospechaban de un origen bastante próximo al nacimiento de Jesucristo.

El viejo Mihai había dictaminado una tabla de diez estrictas reglas básicas para la supervivencia de los vampiros, popularmente conocida como La Tabla Mihai. La infracción de cualquiera de ellas tenía una pena severa e insustituible: el exilio. Pudiera parecer demasiado exigente, pero los efectos de sus drásticas medidas hablaban por sí solos, ya que el clan llevaba sobreviviendo entre los humanos durante más de dos mil años.

—No —dijo Lucas, serio—. ¿Cómo se te ocurre? No puedes cazar, los de arriba no te han autorizado.

Clara puso los ojos en blanco, cansada de escuchar el mismo discurso casi cada día de su interminable existencia. Debía ser autorizada y supervisada por un vampiro de más antigüedad para salir de caza o, en caso contrarío, su inexperiencia podría causar algún desastre que llamara la atención de los humanos. Eso lo entendía y, por tanto, veía lógico que dicha supervisión la hiciera el benévolo de Luquitas, aunque el pobre no tuviera potestad para autorizar nada de lo que se cocía en ese clan.

—¡Venga, Lucas! ¿Por qué no?

—Porque no tienes permiso para ello.

—Pero nadie se enterará.

—Será por lo discreta que eres...

A Clara no le gustó el último comentario, pero se abstuvo de mencionarlo en voz alta. Necesitaba a Lucas de su parte para realizar esa travesura. La verdad es que ella nunca había cazado. Hasta ese mismo día, sus superiores le traían cuerpos inconscientes de víctimas y ella se alimentaba sin disfrutar de la parte más sangrienta y emocionante.

—Eres aburrido. —Clara se dejó caer sobre el respaldo y fulminó con sus brillantes ojos a Lucas de nuevo.

—¿Aburrido? Mejor eso que ser una imprudente como tú.

—Es solo salir a cazar. Ni que fuéramos a quemar la ciudad...

—¡Podrían exiliarnos!

La chica suspiró y se levantó del sofá, molesta. Se sentía decepcionada con la actitud cobarde de Lucas, quien hasta ahora había sido complice de todas sus locuras. Sabía que le pedía incumplir una norma y que eso traía el riesgo de que el Clan les impusiera algún castigo. Pero ¿exilio? No. Salir de caza sin autorización no era una infracción de la Tabla de Mihai.

—Clara, no te enfades conmigo...

—No estoy enfadada.

Era mentira, por supuesto. Ni siquiera podía ocultar la expresión de disgusto pintada en su rostro. Lucas la miraba preocupado desde el sofá. No le gustaba discutir con ella.

—Sí que lo estás.

—Bueno, ¡es que me parece una tontería! —estalló—. La única norma relacionada con la caza que no debemos infringir es la número dos de la Tabla de Mihai y se refiere a la elección de la víctima. Debemos asegurarnos que sea alguien desechable, un criminal.

—Eso ya lo sé...

—¿Pues cuál es el problema? Mientras la presa sea un despojo de la sociedad, no estaremos en peligro.

Se cruzó de brazos y, detenida en la puerta, escrutó de arriba a abajo a Lucas. Le desafiaba. Quería escuchar una buena excusa para negarle ese placer y decir que podían pillarles no era una. El chico, de cabellos ceniza desordenados, soltó un largo bufido. Luego la miró otra vez.

—Si vamos a hacerlo, yo dirigiré la cacería, ¿vale? Elección de la presa, ejecución del ataque... Tienes que prometerme que cumplirás estrictamente todo lo que te ordene, ¿entendido?

Clara sonrió y, dando saltitos de alegría, se lanzó sobre Lucas, quedando su cuerpo de porcelana enredado entre los brazos de su amigo. Después de besarle repetidas veces en la mejilla le dijo:

—Eres el mejor vampiro del mundo.

—Y tú mi talón de Aquiles, zanahoria —murmuró el otro mirándola a los ojos con ternura—. Venga, muévete. Tenemos que aprovechar que estamos solos en casa para hacerlo. En cuanto vuelvan los demás, volveremos a estar bajo la vigilancia de los mayores y se acabará la fiesta.

Ella asintió, de pronto seria, imitando la actitud de un soldado. Se levantó y estiró la camisa y los pantalones para dar una imagen más respetable. Lucas, negando con la cabeza, se calzó unas zapatillas y le ordenó seguirle, internándose por un largo y oscuro corredor que culminaba en la entrada al sótano.

—¿Adónde vamos? —preguntó Clara.

—A ver a Holmes.

Sin tener ni remota idea de quién era el tal Holmes, la aprendiz de cazadora selló sus labios y recorrió el trayecto que le indicaba Lucas sin cuestionar ni un detalle.

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