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9. Cuando el tecolote canta, el indio muere II

Todavía no llegaban sus papás, era momento de irse. Acordaron con Lupita de verse en la entrada del estacionamiento subterráneo, la única salida sin vigilancia a la media noche. Ordenó y guardó su ropa en la mochila de forma que pareciera que estaba arreglando sus útiles, todo por la bendita cámara de seguridad, ubicada sobre el ventanal que separaba el balcón. Le dio un último vistazo al reloj y, aun con el calambre paralizante en sus tripas, se echó la mochila a la espalda y corrió escaleras abajo, rumbo al punto de reunión.

Imaginar la vida junto con su nana le llenó el rostro de sonrisas. Ya no estaría solo. Por fin podría disfrutar de su calidez sin preocuparse de los reproches de su mamá y tampoco los de su papá después de haber sido informado de la falta filial. Lo que sí extrañaría del lugar serían sus caballos, especialmente a Viento, un potrillo apenas apto para caminar y del cual se desharán una vez descubran su ausencia. El pulso del corazón lo sintió en la garganta al tiempo que un escalofrío le recorrió de pies a cabeza, la emoción le dejó un mal sabor de boca. Temeroso, apretó el paso.

Por las noches, la hacienda que lo vio crecer le resultaba irreconocible. Los amigables trabajadores se convertían en personas hostiles y vanidosas que no dudaban en propinar golpes a quien desafiara alguna indicación, en caso de que ese alguien fuera parte de la familia de su padre, se limitaban a dedicarle miradas ponzoñosas. Ignacio lo experimentó en varias ocasiones, pero la verdaderamente aterradora ocurrió en la primavera de hace nueve años, su imprudencia lo hizo meterse a una de las tantas bodegas construidas dentro del estacionamiento subterráneo, ya que la mañana siguiente era cumpleaños de Griselda y quería regalarle dulces, pues durante las eternas comidas de los fines de semana, los amigos de su papá se la pasaban pidiéndole de los dulces que surtía a socios desconocidos y que justamente los guardaban en ese lugar.

El miedo vibraba en cada poro de su cuerpo e iba en aumento sus latidos ya desbocados conforme acercaba su mano a la puerta de los refrigeradores. Apenas sus dedos rozaron la manija recibió un empujón que lo hizo trastabillar y caer sentado, desconcertado, miró a su presunto agresor. La cicatriz en el rostro del sujeto lo paralizó, nunca había visto algo como eso. Si tenía tiempo de haber cicatrizado no parecía, la piel estaba enrojecida y abultada, lo cual asemejaba sangre seca, al menos desde la posición de Ignacio. Tenía forma de un arañazo con algún arma corto punzante, la cual pudo estar oxidada y ocasionó una fuerte infección que nunca se trató, de ahí el tono y la mala homogeneidad de la piel. «Largo o te cortaré en trocitos que luego me comeré como si fueran pan», le dijo el trabajador al oído. No recuerda cómo llegó a la cocina junto a Lupita, mucho menos el momento exacto en el que se hizo pipí, pero aquello que lo acompañaría toda la vida sería el apestoso aliento del hombre y la sensación de quemarse vivo por dentro.

Toda la escena se repitió en sus pensamientos una vez estuvo frente a la puerta que lo separaba del estacionamiento. Empezó a picarle la mano y a replantearse si valía la pena entrar ahí. «Eres un hombre, ya no te pueden hacer daño con facilidad», se animó y cruzó el umbral. Del otro lado lo recibió la colección de carros de su papá y la poca iluminación. Sujetó las tiras de la mochila y siguió avanzando en zigzag, cada ruido extraño, por mínimo que fuese, lo ponía en alerta, tardando más de lo supuesto. Sólo faltaba subir las últimas escaleras y por fin tendría la libertad a su alcance. Sin embargo, ver a Lupita sujetada por el cuello a la vez que le apuntaban a la cabeza con una pistola, le quitó el aliento.

—Nana... —susurró, aún incrédulo de lo cerca que tuvieron su autonomía.

Quien mantenía inmóvil a la pobre mujer le conocían como Chancho, por su barriga en forma de balón de fútbol americano pero triplicado su tamaño. El brillo que surcaba su mirada le indicó a Ignacio lo pendejo que había sido.

—Íralo, vos Chancho, a los que menos esperábamos aquí, quisieron fugarse como pedo del culo —dijo con sorna la sombra que secundaba al aludido—. ¿Qué pedo, mi Nacho? ¿Apoco seguís creyendo que por ser el hijo del patrón puedes hacer lo que se te pegue tu rechingada gana?

Ignacio se cubrió la boca para evitar las arcadas que le provocó ver al perpetrador de su trauma. La luz de la pequeña lámpara sobre sus cabezas apenas los alumbraba, más era imposible que no recordara esa voz. Arrugó el ceño y respiró despacio, como Lupita le enseñó, con tal de fingir calma y llegar a un acuerdo, porque a esos hombres no les interesaba otra cosa que no fuera el dinero o la fama.

—Señor, digo, Calderón, no es necesario este espectáculo. Dile que baje el arma, mi nana se quedará quieta, ya no está para sustos así —explicó sin prisa.

—¿Será? Yo la vi dispuesta a todo cuando la encontramos en vilo. —De la pretina extrajo un cuchillo de cocina—. Quiso clavárselo al Chancho.

—Cualquiera buscaría defenderse.

—Entonces no digas mamadas, Nacho. Nosotros también nos estamos defendiendo.

El corazón de Lupita subió hasta su garganta en el segundo exacto en que Calderón apuntó a Ignacio con el cuchillo. «Mi niño no» repitió al tiempo que enterraba las uñas en la mano de su captor, el adolescente notó la acción, orillándolo a acercarse y llamar la atención de ambos hombres.

—Por favor suéltala. —Dejó caer la mochila, resignado a volver con ellos.

La cicatriz se retrajo conforme la sonrisa de Calderón se ensanchaba, poniendo la piel de gallina al adolescente.

—Se me hace que todavía no entiendes lo que pasa aquí, mi Nacho. Bueno, con esos madrazos, ¿quién no? —Le propinó una palmada en la espalda a Chanco para que procediera a reír junto con él del patético chiste—. Aquí afuera somos iguales, no, mejor dicho, eres igual a los desertores y como tal debes recibir un castigo.

La voz de la mujer empalidecida resonó en cada uno como un trueno y endureció sus facciones al grado de no existir diferencias con una estatua.

—No lo fuercen a tener la misma miserable vida que ustedes.

¿Dar comienzo a los conflictos? Lupita era enemiga de ello, no obstante, en ese preciso momento sus descontroladas emociones, y además salpicadas de miedo al imaginar los posibles escenarios que se desencadenaría de no intervenir, tomaron el control. Vivir rodeada de hombres en un pueblo refundido dentro de la sierra le dio el temple de ir contracorriente, lo que vivió allí no se comparaba con nada, pero tampoco la preparó para evitar la sensación de perder a sus hijos, que se esparció como el agua cayendo de la regadera por todo su cuerpo y alma, y su corazón ya no podría volver a soportarlo. Su vida dejó de interesarle, después de todo el recorrido de esta ya estaba casi completo.

Calderón mostró los dientes en una mueca cargada de ira, sus pensamientos se convirtieron en un paño rojo y así terminó de apagarse su lado humano. Todos los trabajadores en la hacienda del médico le temían debido a la brutalidad con la que castigaba a aquellos que se equivocaban, no importaba que el error fuera mínimo o si fue o no intencional.

La reprensión comenzó a partes iguales. Chancho sometió a Lupita sobre la tierra seca, a punta de puños y patadas bajo la mirada impotente de Ignacio que, aunque tenía el cuchillo en la garganta, no dejaba de forcejear. Los gritos inundaron aquel espacio semiboscoso, rompiendo la concentración de Leoncio. El hombre miró a ambos lados en busca de los causantes de estos, y terminó poniéndose de pie, anejando su propósito principal con las acciones de su cuerpo. Se relamió los labios, indeciso. Ayudar implicaba dejar ir la oportunidad de atrapar a Sacrilegio, pero no hacerlo lo arrastraría a una ruleta de arrepentimiento. Al final, comenzó a rodear la barda, conforme la bulla acrecentaba sus zancadas hacían lo mismo, a la vez que su corazón se estremecía. Los gritos se fueron adhiriendo a él, llenándolo tanto que terminó desbordado de agonía, de dolor, de miseria. La misma miseria que le evocaron las palabras de su Tesoro. Su tesoro. La imagen de su preciosa hija apareció delante de él, le sonreía llena de orgullo, porque Dios decidió añadir en sus códigos genéticos la debilidad por el prójimo, la servicialidad para y con todos, lo cual, sin saberlo, cavó su propia tumba.

Lo que vio a metros de sí congeló su andar. Un niño, una mujer que podría tener la edad de su madre cuando murió y dos desgraciados arrastrándolos de regreso al interior de la hacienda, el rastro de sangre le resultó aterrador. Tomó tres palos entre la maleza de alrededor, los sujetó lo mejor que pudo y se lanzó sobre el gordo, ya que la cercanía entre ellos era menor. El golpe lo noqueó, pero puso en sobreaviso a Calderón, quien rápidamente se movió a un rincón, en medio de la oscuridad con el adolescente como escudo y dijo:

—Hijo de tu perra madre, lo mataste.

Leoncio miró los palos en sus manos, las puntas goteaban sangre.

—Ustedes comenzaron —declaró, y se encogió de hombros.

No le produjo lástima el cuerpo inerte del obeso hombre, no al recordar la forma en que disfrutaba lastimar. Su mirada pasó de los charcos de sangre al niño entre los brazos del otro verdugo, lucía ausente. Las marcas de golpes en el rostro jovial no parecían recientes, lo que explicaba que siguiera consciente y atento a la casi imperceptible respiración de quien vendría siendo su mamá, o al menos eso supuso. Por su parte, Calderón buscaba una forma de deshacerse del chute imbécil, entonces optó por la única manera en la que podría conseguir su objetivo: fingir rendición. Un hombre bueno seguro caería.

Empujó a Ignacio y también arrojó el cuchillo de cocina a los pies de su oponente.

—Eh, compadre, calmado. —El cambio en su tono de voz fue brutal, de amenazante a complaciente, desconcertando a Leoncio—. No tengo interés de pelear, sino desde el principio hubiera acabado con el mocoso.

El "mocoso" comenzó a arrastrarse hacia la mujer, disociado de la conversación y dándole un punto a Calderón. Y Leoncio tampoco quería seguir soportando a desquiciados como él. No bajó los palos, al contrario, con ellos señaló a Calderón, se acercó poco a poco hasta que las puntas batidas de sangre tocaron la camiseta de algodón agujereada justo sobre la boca de su estómago. Acortar la distancia entre ellos causó que la escasa luz de la luna iluminara sus rostros, Leoncio no tardó en reconocerlo, más bien, reconocer la cicatriz y esos ojos fulminantes, enrojecidos de tanta porquería que ingería, al tiempo que en su garganta se formaba una enorme bola imposible de tragar. ¿Cómo era posible que ese de allí, un degenerado maltratador, hubiese engendrado a un muchacho tan valiente y humilde como lo era Rogelio? Si pensó en dejarlo ir, ahora quería romperle los tres palos en la cabeza y quitarle el sofocante peso a Rogelio de tener que dar la cara por él, por ellos.

—¿Sigues sin saber quién soy? —Le dio tres golpecitos donde descansaban los palos—. Tuve fe en que algún día cambiarías, ayudarías a tu esposa y serías el padre considerado que Rogelio siempre debió tener. Me equivoqué. Ahora te pido que nunca vuelvas a su vida. Haz como si nunca existió, de lo contrario me asegurare que te arrepientas.

Su cuerpo hormigueaba de coraje, pues no pudo evitar comparar a ese demonio con su exesposa. «¿Por qué?», se preguntó. Los hijos debían ser el regalo más grande de la vida, debían ser fuente de gozo y alegría, de la vida misma. Muchas veces trató de ponerse en los lugares de aquellos adultos generadores de inseguridades en sus hijos, incluso de los abusadores, tal vez había algo en sus historias que los hacían provocar tales daños, no obstante, al final llegó a la misma conclusión: ellos eran inocentes del rumbo de sus decisiones y carencias, y como tal el adulto cargaba con la responsabilidad de romper los ciclos tóxicos. Violencia no se pagaba con violencia. Y no es que él no hubiera cometido ningún error en la crianza que le dio a su Tesoro, seguía aprendiendo y, quizá, el resto de su vida continuaría dentro del proceso de aprendizaje, porque un hijo era responsabilidad para toda la eternidad.

Ignoró la expresión desfigurada de Calderón, lanzó los palos y se dirigió a donde la señora y su hijo. Sorprendentemente seguía aferrándose a la vida. La levantó con sumo cuidado, detrás de él lo siguió Ignacio, el pobre mantenía la misma expresión desorientada.

Advertencias como la que le acababan de hacer lo transportaban a muchas décadas pasadas, cuando todavía era un escuincle sin experiencia acerca de la maldad humana. Tiempos que se esforzaba en olvidar. Por eso, la vena de su sien, cubierta por su detestable marca, la cual funcionaba como recordatorio de la putrefacción en la que vive la sociedad, comenzó a palpitarle. Esperó a que se alejaran, detalló la silueta del padre perfecto que siempre envidió, cada uno de sus movimientos le removía y estrujaba las entrañas, tuvo el impulso de vomitar. Lo odiaba. Odiaba cada vez que su hijo llegaba de jugar con la hija de él, bañado y bien vestido, justo como sus posibilidades nunca le permitirían hacer. Odiaba las bonitas palabras que le daba de despedida. Odiaba esa sonrisa de orgullo por alguien que ni siquiera era su hijo. Odiaba la buena vida que llevaba aun teniendo que criar solo a una mocosa. Odiaba su espíritu alegre. Y por su culpa se volvió el monstruo que acababa de criticar. Quitó el arma de la pretina del pantalón de Chanco y ajustó la vista en dirección a las dos sombras.

El silencio de la noche se tiñó con cinco detonaciones.

NOTITA DE AMOR

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Canción que representa el capítulo ❤️‍🩹

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¡Nos leemos en la próxima actualización!

Los tqm, Magda 🎈

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