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38. La madriguera del zorro

Ayudó a Lupita a ponerse las chanclas una vez hubo terminado de secarle los pies; la vistió y peinó antes de abandonar las regaderas. Muy raras veces decidía bañarse a buena hora de la mañana, pero cuando sucedía, como en esa ocasión, Andrea era su pilar de apoyo.

—Listo —celebró admirando la perfecta simetría de las trenzas.

Las arrugas de Lupita se contrajeron, sonreía satisfecha.

—Todo gracias a ti, mija.

Con los brazos entrelazados se encaminaron al módulo tres, donde las esperaba Paloma, tendida en su hamaca de hilos turquesa con una cerveza en mano y mirada burlona.

Después de que Andrea dejara la reclusión autoimpuesta meses atrás, había creado una rutina muy específica, consistía en levantarse, ir al pase de lista, bañarse, trabajar los encargos de ropa a remendar en la celda o los comederos del módulo de Paloma, regresar a su módulo para el siguiente pase de lista y dibujar antes de dormir. Con ello poco a poco comenzó a sentirse de nuevo en control de su vida y en su interior, a surgir una especie de calma arbitraria, a veces la consideraba antinatural por su situación y todo lo que la rodeaba, pero esa contradicción la distraía hasta cierto punto del recurrente sueño donde su padre le reprochaba su muerte.

Las pesadillas y el humor de perros de Esmeralda, con el que debían lidiar bien entrada la noche, era lo que a veces llegaba a tambalear su calma.

Fueron recibidas por el habitual alboroto; en la tiendita, las discusiones por los precios excesivos, en los comederos, las risas y burlas a causa del programa mañanero, y en los barandales de los edificios, el cuchicheo entre compañeras que se alzaba al viento como el galope de una manada de búfalos.

Atravesaron el patio hacia el edificio tres, la hamaca de Paloma resaltaba entre los colores apagados del lugar. Ella ya se había incorporado con una enorme sonrisa en la cara; su ánimo difería del par de tablillas inmovilizando su tobillo torcido. La enfermera Leticia le recomendó reposar un mes entero, ya que su torcedura requería yeso, pero al no haber recursos, se optó por entablar la extremidad.

Aún era increíble que, de regreso al módulo, Andrea fuese capaz de sostenerla y que ninguna, o ambas, rodara por el suelo debido al esfuerzo y la evidente falta de nutrientes en sus cuerpos.

—¡Ya me hacía pariendo cuaches mientras las esperaba! —dijo Paloma una vez las tuvo cerca.

Andrea acercó uno de los bancos pegados a la pared de las celdas. Se lo ofreció a Lupita y ella, con su ya conocida desgana, recargó el hombro al pilar del que estaba sujeto uno de los extremos de la hamaca. Esperaría un par de minutos antes de subir a la celda a recoger su material y sentarse en un rincón a trabajar. Paloma era consciente, así que se apresuró a hablar, estaba deseosa de contar el jugoso chisme que las compañeras de la enfermera Leticia, distraídamente, sacaron a relucir en su presencia.

—Dicen que van a usar el módulo siete como espacio para implementar talleres una vez termine la remodelación. —Le dio un gran trago a su cerveza—. Es un poco lamentable, las mujeres que estaban allí seguirán compartiendo el módulo con La Legión. ¿Se imaginan el terror que deben sentir? Pobres perras.

—¡Qué horror! —exclamó Lupita cubriéndose la boca del asombro.

Paloma lucía extasiada.

—Al direc lo único que le interesa es de dónde sacar billullo, doña Lupe.

Andrea se tocó el puente de la nariz, pensativa; recuerdos de la noche que se vio inmiscuida en la disputa entre las Pelirrojas y Esmeralda, había mucha ansiedad en tomar control del módulo como si temieran fundirse en el fuego de las manos de Esmeralda, la cual desde antes de su llegada ya era la cabeza del lugar. «¿Podría ser...?», pensó, pero cortó el hilo de suposiciones infructuosas, al fin y al cabo no era su problema.

—Igual es una buena ayuda a las reas que pronto saldrán en libertad —dijo Andrea; intentaba alejar la conversación de lo correspondiente a La Legión o terminaría guacareando—. Después de todo, este lugar es una correccional de conducta, los talleres podrían ayudar a canalizar emociones fuertes en lugar de adquirir vicios.

—¿De qué mierda hablas? —Paloma soltó una risotada que terminó de ahogar bebiendo cerveza—. Este proyecto solo es una fachada para que el gobierno le extienda el recurso. —frotó el dedo índice y pulgar—. Como dije: todo gira alrededor del dinero. Pero eso no es lo peor. ¿A quién creen que se le ocurrió?

Tanto Andrea como Lupita se encogieron de hombros.

—A La Muñeca: Esmeralda.

El silencio las envolvió. Las tres ya conocían lo suficiente a Esmeralda para creerlo, a su vez, Andrea obtuvo respuesta a la pregunta que rondaba su cabeza y, sin embargo, se negaba a creerlo del todo. Prefería pensar en Esmeralda como alguien indiferente, pero carente de la crueldad que requería ser la causante de miserias ajenas.

—Tendría sentido —continuó Paloma dubitativa—. De un día para otro se volvió alguien digno de respeto. ¿Por qué, si el director la había dejado de llamar y estaba lejos de encontrar a otro padrote con influencias similares? Esto responde a mis preguntas.

—Ay, mija, tal vez ni es cierto.

—¿Y si sí, doña Lupe?

—Da igual. —Andrea reanudó los apretoncitos en el puente de su nariz—. El punto aquí es sobrellevar las cosas de la mejor manera.

—¿Y cuál es esa?

—El silencio. A menos que el problema sea directamente con uno.

—Ahí sí putazos —concluyó Paloma sonriente.

🩸

En toda la longitud de la espina dorsal sentía clavos hirviendo enterrándoseles.

Estaba de regreso en Cintalapa con las manos vacías. Había ido a buscar a Rogelio Calderón, hijo del miserable que lo había orinado encima y al que haría pagar, ya no solo por lo hecho a Andrea, sino como cobro de la humillación.

Sentado en la banqueta, fuera de la vecindad donde comenzó a rentar dos meses atrás, se fumaba un cigarro; la carga de la mochila aminoraba el dolor de espalda y el aire bochornoso se llevaba los demonios momentáneos, en el fondo deseaba que también pudiera arrasar con los que le estaban chupando el alma desde adentro.

Los dolores comenzaron tras irse de casa y dormir en un colchón que distaba de la comodidad habitual, aun así, no había dado su brazo a torcer. Pero, a veces, los atribuía a una silenciosa exigencia surgida de la inmensa necesidad de tener a su pequeña Bibi entre brazos, la extrañaba demasiado y la seguiría extrañando hasta verse librado del trabajo, porque, como le dijo a su esposa, no renunciaría a Andrea. A su Andrea.

Apagó el cigarro de un pisotón. Desvío la mirada al cielo encapotado, la temporada de lluvia ya había comenzado, así que era una suerte que en todo el rato desde su llegada solo permaneciera la amenaza de dejarse caer un aguacero en cualquier momento. La forma de las nubes oscuras le recordaron a Santiago y esa necedad de culpar a quien a leguas se notaba que no tenía nada que ver con la muerte de su hermano, porque no había otra razón que justificara la búsqueda de Rogelio, la única posible ficha que uniría el caso de Andrea con el engendro de Florentino; su testimonio pesaba el doble que el del resto de habitantes en Madero, lo que pondría de su lado la balanza de la defensa.

Se desperezó y se sacudió la tierrita de los pantalones, por un momento las luces de los faroles de un carro lo cegaron, pero antes de que desaparecieran del todo ya abría la puerta de la vecindad.

—Licenciado Pérez —dijo Matías con una pierna todavía dentro del vehículo—. Espere. Es importante.

Gustavo volteó bastante desconcertado. Había pasado tiempo desde la última vez que cruzó palabras con el joven oficial, hubiera querido no volver a verlo. En sus hombros tensionados se notó el recelo a comenzar una conversación, pero pasó inadvertido (o lo ignoró olímpicamente) para Matías.

—Me alegra encontrarlo, licenciado. Llevo tres días viniendo a buscarlo.

—¿Motivos personales o de trabajo? —Sostenía la puerta. Dependiendo de la respuesta decidiría si era buena idea invitarlo a pasar o no.

—Usted ya lo debe de saber, licenciado.

El aludido suspiró, resignado. Golpeó la puerta de metal contra el pilar al abrirla completa, dio un paso atrás y con la mano extendida invitó a Matías a pasar.

La vecindad era pequeña, apenas de dos pisos con un patio redondo, en el fondo quedaban los resquicios de lo que intentaron convertir en un espacio recreativo para los infantes, pero quedó abandonado y llenó de basura y escombros, cada vez más visibles por las constantes remodelaciones. El color crema de las casas se caía a pedazos, en las esquinas de las losas flotaban telarañas o restos de las mismas, y la gruesa capa de polvo que parecía haberse solidificado en las baldosas verdes con patrones de flores blancas, quizá petunias o alguna otra parecida.

Subieron por las oxidadas escaleras en medio del patio. La habitación de Gustavo era la segunda a la izquierda; relucía de limpio a la vez que carecía de muebles y utensilios básicos, sus pertenencias seguían guardadas en cajas y al fondo, una cama pulcramente tendida, dos pares de zapatos dispuestos a los pies de ella y, como buró, un banco tapizado de documentos que le doblaban el tamaño.

Dejó caer la mochila a sus pies.

—No te ofrezco nada porque, como podrás ver, no tengo nada —se excusó recargado en la pared, a un costado de la entrada—. Dime, ¿qué puedo hacer por ti?

Contrario a lo que suponía, Matías lo había buscado con la intención de entablar una tregua que les permitiera trabajar juntos en sacar a Andrea. Las pruebas, los testimonios, todo yacía listo y aprobado por la fiscal Laura, es decir, que por más que la fiscalía tratara de desestimar todo o cosas puntuales les sería imposible o, al menos, tardarían el tiempo suficiente para hallar alguna manera de volver a atacar; sin embargo, necesitaban al representante legal.

—Me disculpo por las molestias. —Del bolsillo del pantalón extrajo una memoria usb que expuso como un pequeño trofeo—. Garantía de que estamos de su lado.

Las cejas de Gustavo se contrajeron y una mueca de incredulidad le adornó el rostro.

—¿De qué carajo hablas?

—Hemos estado trabajando en el caso de la señorita Montero desde hace tiempo. —Resguardó la memoria en el puño de su mano—. Ya sabemos que no es culpable. Podemos demostrarlo y, aunque el proceso siga siendo tardado, en la próxima audiencia estamos seguros de que permitirán a la señorita Montero llevarlo desde casa.

Podía sentir las patas peludas de arañas en el interior de su estómago, trepaban como si supieran que la única salida para sobrevivir fuera el esófago y en consecuencia la boca, no obstante, al abrirla solo brotó un suspiro lánguido.

Estaba realmente cansado de todo, le resultó insignificante siquiera dudar de las palabras del oficial. Su vida personal era un desastre: había preferido romper el convenio prenupcial al irse de la casa, los berridos de su pequeña hija presidieron la escena con él llevando apenas unas cuantas mudas de ropa en la mochila. Aunque hubiera querido quedarse, carecía de corazón para decirle a Sofía que su hija yacía encerrada en el reclusorio por un delito que no cometió. Pero, muy en el fondo, le punzaba la espina de saberse engañado los últimos once años de vida conyugal y, de cierta forma, encontró consuelo en mantener la boca cerrada.

Su vida laboral tampoco estaba de lo mejor. Podía figurar como dueño del bufete, pero lo cierto era que su suegro había contribuido con una sustanciosa suma de dinero y conexiones, por tanto se vio obligado a relegar muchas de sus responsabilidades a colegas competentes tras irse de casa; gran parte de su tiempo era para Andrea. Y de lo social ni se diga, si acaso cruzaba palabras con alguien era con las vendedoras del mercado donde había comenzado a comer.

Acomplejado, se dirigió a la cama y se dejó caer ante la vista expectante de Matías.

—¿Qué hay en el usb?

El oficial volvió a mostrar el trozo de plástico.

—La confesión escrita del detective Santiago sobre lo que pasó en la sala de interrogatorios y un audio del joven Ignacio Zúñiga, hay una confesión parcial del señor Calderón en él.

—¿Señor? —exclamó burlón—. Ese animal tiene de señor lo que yo tengo de güero caga leche. —Pensar en ese hombre despertaba muchos otros deseos perversos, contrarios a los que sentía al ver a Andrea. Sacudió la cabeza con desidia—. Supongo que quieren que coteje su investigación con la mía.

—Así es, licenciado. Además de responder algunas dudas que tenemos. Por ejemplo, ¿usted sabía...?

—No —lo interrumpió crispado de los nervios—. Yo también acabo de descubrir que mi esposa es la madre de mi cliente. ¿Ella sabe que lo sé? Lo dudo. ¿Por qué? —Resopló. El rostro carente de emociones de Sofía apareció de repente entre todos sus recuerdos compartidos—. En primer lugar, me aborrece y lo último que le gustaría saber es qué estoy haciendo. Segundo, cada vez que me animo a ir a buscarla termino con los de seguridad encima o huyendo de ser alcanzado por algún objeto.

—Entiendo —murmuró Matías visiblemente sorprendido—. Se lo haré saber al detective. Quiero creer que algo se le ocurrirá para entablar conversación con su señora esposa, licenciado. Al igual que usted, hemos llamado a su puerta sin éxito.

—Sin una orden dudo que hable. —Con las nuevas fichas puestas en el rompecabezas que era Sofía ya le encontraba sentido a su aversión por la labor desempeñada—. Aborrece las dependencias de gobierno. —Se pasó la mano por la creciente calva de la coronilla y suspiró, su cuerpo era un globo tratando de mantenerse ominoso, pero cada vez se le escapaba más el aire—. Bueno, dime, ¿cuándo me reúno con Santiago? Debe estar ocupado si te mandó en lugar de venir.

El recelo inicial se transformó en resignación, lo que animó a Matías a acortar la distancia y sentarse en el piso, cerca de la pila de documentos sobre el banco. Echó un vistazo a los que estaban más expuestos, eran copias del expediente, bonches sobre bonches sin engargolar. Algo dentro suyo se agitó, de algún modo se sentía responsable de todo el tiempo que llevaba esa muchacha encerrada, quizá si hubiera dicho algo desde el principio Santiago habría entrado en razón y a esas alturas ella ya estaría tranquila, resguardada en la casa que compartió con su papá y todos los recuerdos abrazándola. Quizá si...

Gustavo se tumbó en la cama.

—Responde, muchacho. Necesito descansar —se quejó. El brazo cubría sus ojos y su respiración comenzaba a volverse sutil y constante, se estaba quedando dormido.

Era probable que no recordara sus palabras a la mañana siguiente. Se hizo de la primera hoja de la pila y con su siempre fiel lapicero rojo escribió:

Vengo por usted mañana a las ocho de la noche

La dejó sobre la mochila desparramada a un costado de la entrada con el usb encima.

🩸

Consigo siempre llevaba la cadenita de oro con el rostro tallado de un ángel, era el obsequio de bautizo que Leoncio le dio a su hija y que ella se robó antes de marcharse. A través de él encontraba las fuerzas suficientes para seguir el juego de su padre.

El trato era simple: ella le daba un heredero digno y él se mantenía lejos de su verdadera familia. En ese entonces tenía tan pocas herramientas para apañárselas sola que se vio obligada a acceder.

Sus años de terror en el ejido la llevaron a tomar una serie de decisiones equivocadas. Estaba desesperada por acallar las habladurías de la gente que habían asistido a distintos médicos con anterioridad, pero siempre sugerían internarla en un centro psiquiátrico, lo que llevó a Leoncio a aborrecer y mantenerlos lejos de Andrea. Por desgracia, al encontrarse vulnerada, cayó en las artimañas del charlatán que se hacía pasar por médico.

Lo conoció en una ida al mercado, desayunaba sobre la barra del establecimiento con nadie alrededor, su aspecto extraño (orejas grandes, ojos hundidos y piel en exceso grasienta) era el repele de todos y por ello concibió la confianza cuando él se acercó a hablarle, comenzando una rutina de desahogo de vez en cuando allí mismo. En algún encuentro le habló de su familia y lo difícil que era lidiar con las supersticiones arraigadas del ejido; como buen samaritano le ofreció un tratamiento de dos semanas, le aseguró que relajaría a su niña a la hora de entrar en contacto con otros de su edad. Fascinada, trató de convencer a Leoncio, el cual se negó.

Donde ella encontraba una luz de esperanza, Leoncio, alarmas encriptadas. Alguna vez ocuparon papeles opuestos, aun así, no pudieron entenderse ni un poco. Los silencios incómodos comenzaron, las discusiones a media noche, los insultos por lo bajo, la intolerancia. Llegaron a haber momentos de tregua, pero cada vez fueron menos y viendo que no habría otra manera de rescatar el matrimonio del precipicio al que se acercaba, Leoncio accedió a sus peticiones.

Lo ocurrido después la dejó en una zanja de arrepentimiento, peor fue no haber detenido el arrebato de Leoncio al propinarle una golpiza al charlatán y que fuera a parar a la comisaría. Sola, con una niña que presentaba claros indicios de agresiones físicas, sin apoyo de nadie ni idea de qué hacer, dobló las manos y fue a buscar al padre que la dio por muerta el día que se fugó y se casó con Leoncio.

Gracias a ese acuerdo su amado esposo quedó libre de cargos y el charlatán fue condenado a diecisiete años de prisión. Fue un precio alto, sí. Pero se consoló con la idea de que su familia estaría a salvo.

La culpa se solidificó en grilletes alrededor de ambas muñecas, volverse a casar añadió otro par en sus talones y el nacimiento de su segunda hija, en su garganta. Trataba de mantenerse cuerda, sobrellevar la vida dentro de una limitada libertad, deseaba buscar a su niña linda, pero cada vez que lo intentaba una nueva amenaza de su padre la detenía, años después fue el temor a arruinar la relativa paz que construyeron a través de Fabricio Pedrer, dueño de la maquila Miranda.

No todo era malo en su nueva vida. Gustavo, el esposo selecto, era bueno y gentil, trataba de hacer la convivencia amena y el acto sexual tierno, pero en ningún momento tuvo la intención de cruzar la línea de trato cordial a uno más íntimo, ni ella tampoco. Bibiana, su segunda hija, la ayudó a limar asperezas con su maternidad fallida.

Sin embargo, seguía sin darle un heredero a su padre y Gustavo había preferido irse antes que dejar el caso de su joven amante. Sin heredero el trato se tambaleaba.

«¿Así te sentiste cuando me fui?», se preguntó Sofía mientras se servía una copa de sangría. Era tarde, casi las dos de la madrugada. «No, claro que no. Tú me amabas». Bebió de un trago todo el contenido y se dirigió a la sala. Toda la casa estaba a oscuras, temía que Bibi se despertara, apenas conseguía que durmiera cuatro horas seguidas y cada vez se veía obligada a mantenerla sobre su seno, de la misma manera en que la acostumbró Gustavo. El maldito de Gustavo.

«Ojalá te mueras, maldito —pensó apretando los dientes—. O la perra esa con la que te acuestas». Le indignaba pensar en todo lo que estaba en riesgo por la calentura de ese cabrón, de hecho, se enfureció atestiguar hasta donde llegó para librarse de ella y querer llevarse a su hija enviando a ese par de policías, ni siquiera se molestó en averiguar los motivos, ya los imaginaba y todos tenían que ver con él y su vínculo con Bibi. Así se lo hicieron a Margaret, la vecina, cuando se divorció el marido envió a dos oficiales con una orden que la obligaba a ceder los fines de semana a la criatura. Las buenas conexiones servían para saltarse pasos. Pero ella no lo permitía. Jamás.

Se dejó caer en el sillón alargado, el terciopelo le abrazó las extremidades inferiores. Los párpados se le cerraban y cada vez se sentía más absorbida a la nebulosa de la somnolencia. A punto de caer rendida, el pitido del teléfono la sobresaltó. Maldijo y contestó.

—¿Quién jodido habla a esta hora?

—Su hija Andrea está recluida en el Cerezo desde noviembre del año pasado —le soltó Santiago temeroso de que le colgara con la misma rapidez con la que los echaba de su casa.

El corazón de Sofía se le hizo un puño y se incorporó del sillón como un resorte. La voz le temblaba.

—¿Quién habla?

Santiago, por otro lado, sufría de insomnio desde la noche que pasó con Griselda. Cada vez que trataba de descansar los recuerdos lo asaltaban y una necesidad grande de buscarla surgía desde la entrepierna. Había logrado sofocar sus deseos con largas caminatas que en ese momento lo llevaron hasta la casa de la señora Sofía.

—El detective Santiago Gutiérrez, quien la arrestó con las manos en la masa.

Sintió como si alguien le hubiera golpeado el estómago y sus pulmones se hubieran quedado sin aire. El teléfono cayó, sus manos se aferraron a ambas piernas. A lo lejos escuchaba la voz alarmada del oficial sin entender nada de lo que estaba diciendo, en su cabeza solo aparecían los recuerdos compartidos con su primogénita; había momentos en que su aguda vocecita la llamaba «mami», sentía su piel, su olor a tierra húmeda o flores cuando la terminaba de bañar. Entonces no pudo más y comenzó a llorar, le importó un bledo que sus berridos despertaran a su otra hija. A quienes Sofía de verdad quería sufrían y ella ni siquiera se había enterado.

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