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37. En contra de ti mismo IV

Ambos se quedaron muy quietos, incrédulos con lo que tenían enfrente. Fue hasta que Griselda se atrevió a entrar a la cocina y la luz le acarició el rostro enrojecido, magullado y lleno de cortes que el detective bajó la guardia.

—¿Qué te pasó?

Con manos temblorosas reparó en su propio estado, era como si todavía no fuera capaz de procesar que aquella piel herida le pertenecía. Santiago se compadeció de verla tan pérdida, indefensa.

Griselda no se explicaba lo que había ocurrido. Solo recordaba haber pedido llevar el escándalo que montó el nuevo encargado de la hacienda a otra parte lejos de la ventana de su habitación, y, tras retomar la lectura de La verdad sobre el caso Harry Quebert, el nuevo capataz, de complexión ancha, mirada penetrante que dejó entre ver los efectos de alguna sustancia, irrumpió como si de la sala de estar se tratase. La sorpresa inicial fue sustituida por inquietud y miedo; se levantó de un salto de su sillón puf, con voz autoritaria le ordenó marcharse, pero el hombre se hallaba fuera de ese mundo, entonces quiso rodearlo, pero los brazos fornidos la envolvieron y lanzaron contra la cama y antes de siquiera gritar fue silenciada por la bofetada que le siguió. Si no murió fue gracias a los gritos de auxilio provenientes de la planta baja, el fastidio hizo resoplar a su agresor, unos segundos después desapareció tras la puerta.

Ver a su salvador muerto le estrujó el corazón, porque estaba segura de que su destino iba a ser ese. Maldijo a su padre por ponerla en riesgo, por volverse un inútil en los últimos meses, preso de la ansiedad debido a la incertidumbre que le provocaba la ausencia de Ignacio y las cosas que podría revelar a las autoridades, o peor aún, a los medios de comunicación.

Dejó caer sus brazos tras palpar su rostro y gritó, llena de odio. Ojalá tuviera al engendro de su hermano para estrangularlo. En su mente abrumada él era el único responsable de toda la desgracia sobre su familia y sobre ella. Detuvo su escándalo a petición de Santiago.

Poco le importaba averiguar los motivos de este para estar en su casa a las diez de la noche, solo quería sentirse protegida y, como tampoco tenía los ánimos de lidiar con la preguntadera de Fernando si lo mandaba a llamar, se precipitó a los brazos más cercanos. Fue recibida con cierta reserva y mucha rigidez, lo prefirió a quedarse sola hasta el regreso de mamá y papá. Al cabo de unos segundos se sintió reconfortada con la calidez de los brazos rodeándole los hombros.

—¿Qué te pasó? —volvió a preguntar Santiago, preocupado y dubitativo a la vez.

Su mente había trazado una nueva jugada. Usaría a Griselda para sacar seguro a su hermano y también para limpiarse las manos frente a los hombres de Sacrilegio, respecto a la muerte del Barny. En el fondo agradeció a su yo joven por mantenerse como el perro faldero de la hermosa mujer entre sus brazos, de lo contrario la historia de esa noche hubiera sido diferente.

Permanecieron así durante largos minutos, luego la acompañó a su habitación, allí limpió sus heridas diligentemente mientras conversaban. Santiago le contó a medias lo ocurrido con el capataz, lo que llevó a Griselda a ordenar limpiar el desastre de la cocina y del patio, el sujeto al que le fue encomendada la labor, se mostró reacio a su presencia, pero respetó la voluntad de la hija mayor de mantenerlo a su lado.

—Yo también estoy cansada —le dijo una vez quedaron solos.

—¿De qué? —fingió ignorancia.

—De sentirme sola. —Recargó la espalda en la cabecera de la cama—. Lo que debo ser resulta más importante de lo que soy en realidad.

—¿Y quién eres?

La sonrisa agridulce de Griselda se le clavó en la cabeza y, aunque se negó a verlo así, alcanzó a rozar su corazón.

—¿Una mujer incapaz de valerse por sí misma?

—¿Me lo preguntas a mí?

Ella asintió.

A Santiago sólo le quedaban los retazos de lo que Griselda significó en su juventud. La recordaba alegre y con un corazón bondadoso, siempre pendiente de la comodidad de todos a su alrededor. La dulzura de su voz, el suave olor a fresas que desprendía al pasar, la mirada determinada, la franqueza de sus palabras al dar una opinión. Una persona resplandeciente. Sin embargo, la opinión de Ignacio al hablar de su familia formó una fisura en su percepción.

—No estoy seguro —admitió, imitando su sonrisa—. Tal vez sea hora de que lo descubras por ti misma, ¿no crees?

Por dentro Griselda se deshizo de risa. Pensó que quizá ese detective entrometido tenía parte de razón, aunque en el fondo su respuesta le dejó un regusto ácido en el paladar. Cualquier otro, dispuesto a ganarse su favor, se hubiera precipitado a galardonarla de cumplidos y proposiciones indecorosas, pero él no. ¿Por qué no? Incluso Fernando era igual al resto.

A lo largo de su vida aprendió a manejarse cautelosa, afanada de apropiarse del cariño de los demás. «Si mi papá me adora, ¿por qué el resto del mundo no lo haría?», era lo que solía decirse frente al espejo. La naturaleza del ser humano era simple, los hombres preferían a las mujeres frágiles y bonitas, pero no tanto porque sino las mujeres se intimidarían, en esa brecha intermedia anduvo desde que fue consciente de ello. La ropa y los zapatos de lujo y la atención eran sus pilares, sin ellos se volvía un cascarón marchito, lo comprobó en su intento de poner por delante su amor hacia Fernando. No lo volvería hacer.

Pero, ¿por qué Santiago era evasivo? Sus sentimientos fueron claros desde el principio, ¿qué cambió?

—¿Ya no te gusto? —le increpó descaradamente.

Los ojos oscuros de Santiago brillaron y se abrieron de par en par. La cordura se le escapó unos segundos.

—¿A qué viene eso?

—Me ves, pero ya no me miras. ¿Es porque mi cara quedó arruinada?

—¡Eres una mujer casada! —replicó, alarmado y tenso hasta la médula—. Estar aquí ya es un problema, ¿sabes?

—Entonces vete —bramó Griselda—. ¿Te detiene el miedo a que ordene retenerte?

El detective negó vehementemente con la cabeza.

—Para nada. Si hubiera querido desde hace rato ya me hubiera ido. —Se acercó a ella, sus manos atraparon el rostro lacerado; el cosquilleo producto del contacto recorrió toda su espina dorsal—. Me quedé —delineó el arco de su ceja con la yema de su dedo—, porque —como pastilla efervescente, el deseo nubló la razón— nunca dejaste de gustarme.

Se perdió en la suavidad de sus labios, el antiséptico inundó sus fosas nasales, estremeciendo cada neurona de su cerebro, cada palmo de su piel. El deseo dormido se prendió y creó una llamarada descomunal. La apretó bajo su cuerpo. Dispuesto a quitarle el traje deportivo, ceñido a su piel, a jirones. El roce de su mano lo detuvo.

—Espera —susurró contra sus labios—. Apagaré el sistema de vigilancia o estos cabrones nos verán.

Creyó que saldría de la cama, pero solo tomó su teléfono y, tras un par de movimientos, lo dejó de lado. De vuelta en sus brazos se desdibujó el gramo de culpa que le quedaba.

🩸

Se marchó del lecho una vez estuvo seguro de que Griselda dormía profundamente. Bajó en busca de Ignacio, el muchacho se había quedado dormido, acurrucado en la cama de su nana. Tardó en despertarse, lucía un poco más tranquilo de como lo dejó. Quizá resignado.

—Es hora —anunció en tono dulzón, como quien levanta a su pequeño hijo para ir a la escuela.

—¿Vendrás, verdad? —La somnolencia hizo estragos en su voz.

—Sí, vamos.

Al igual que el muchacho solo quería salir de esa casa del infierno. La culpa apagada por el fuego de su deseo volvió a instigarlo, a flagelarlo ante la imagen de Griselda desnuda entre sus brazos. En ambos encuentros se había aprovechado de la situación, pero esta vez fue avasalladora, la cara apacible de Fernando comenzó a perseguirlo una vez salió de la cama de la que se suponía era su mujer ante la sociedad. Y él un perro usurero.

Reanudaron la huida a las doce menos cinco.

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