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37. En contra de ti mismo III

No hubo palabras de por medio ni nada parecido, Santiago apuntó directo a la cabeza. O era su vida o la de ellos y él todavía planeaba capturar al asesino de su hermano. Pero antes de cualquier otro movimiento Ignacio le pidió detenerse, incluso, tras varias veces de escuchar la petición, se rehusó a bajar la pistola.

—¿No lo recuerdas? —le increpó Ignacio con el ceño fruncido y los brazos cruzados sobre su pecho.

Su frente también se arrugó. Sus ojos ariscos se vertieron en aquel hombre. Quizá fue el cansancio en las pronunciadas líneas de expresión, las manchas oscuras que cubrían parte del ojo derecho y la mejilla izquierda o las cicatrices de arañazos en el cuello que antes no estaban lo que le dificultó reconocerlo, era Felipe, el vigilante que le abrió el portón la noche que sacó a Ignacio de la hacienda, al que le dejó su chaqueta de cuero. Titubeó por un segundo, pero prefirió seguir apuntándole con el arma. Con un movimiento de cabeza lo invitó a seguir y evitar cualquier sospecha de posible compañía cerca.

—Felipe —dijo al fin, a modo de saludo.

El aludido se limitó a inclinar la cabeza.

Ignacio fue el que se atrevió a tocarle el hombro.

—Él me ayudó una vez —le explicó a Santiago—. Gracias a él encontré la compuerta por la que entramos.

No sabía qué pensar de aquella escena y, por la reacción de Ignacio, se sentía un bravucón al seguir apuntando a un posible aliado.

—¿Qué anda haciendo aquí, Felipe? —Retrajo algo el brazo a modo de tregua, pero sin quitarle los ojos de encima.

—Me mandaron a recoger unos binoculares.

La tregua pendía de un hilo cada segundo más fino.

—¿Quién está arriba? —terció Ignacio.

—El Chino. —Sus labios se estiraron en un intento de sonrisa, la cual se marchitó apenas se formó—. Patroncito —susurró—, mejor váyase, las cosas aquí están de la fregada.

Sorpresa no era. Tanto tiempo había estado al frente de los trabajadores Calderón que seguramente su padre no tenía ni idea de cómo mantener las cosas en su lugar. Se había acostumbrado tanto a obtener resultados sin involucrarse que seguro apenas consiguió contener la crisis.

—Me lo imagino —suspiró, agobiado.

—No lo creo —repuso, nervioso, Felipe; sus ojos pasaron del joven patrón al detective—. Váyanse, señor. Si siguen adelante pueden ser descubiertos y sepultados. De veras.

La mirada severa de Santiago se posó en su compañero de aventura. En ella se reflejó la inquietud que le llevaba atenazando la boca del estómago ni bien entraron en la hacienda.

—¿Por qué dice eso, Felipe? —Fingir nervios de acero era su única carta de momento.

El hombre se tocó las cicatrices en su cuello y fijó sus ojos a la nada, en una especie de viaje a remembranzas poco gratas.

—Ahora está a cargo de todo el Barny. Ha perdido la cabeza. Cree que alguien lo señalará y la policía vendrá por él. —Tomó una gran bocanada de aire y la dejó escapar casi al mismo tiempo; quería deshacerse del terror impregnado en sus palabras—. No tolera ningún error de nadie, apenas podemos seguirle el paso y trata de contenerse por el patrón. Pero hoy está más emputado que nunca.

—Porque mi papá no está. —Las cejas de Ignacio se crisparon.

«Imposible. Maldita sea», pensó, recargándose en la pared. Habían llegado hasta ahí para recuperar su grabadora y por fin quitarse el peso de encima de nombre «Andrea», pero ahora veía sus manos atadas y ninguna opción viable para semejante encrucijada. Si bien se le pasó por la mente la posibilidad de que su padre dejara al paranoico de Barny al frente, jamás creyó que lo haría de verdad.

El Barny era un poseso de la superstición, muy bueno en la chamba eso sí, pero no lo suficiente para la aplastante tarea de mantener el orden de los empleados en la hacienda. Ignacio podía imaginar los abusos de los que se valía para validar su nuevo cargo, llegando a superar al insensible de Calderón; Felipe era un guiño de lo mismo.

—No podemos irnos —concluyó, sus ojos permanecieron ocultos tras sus párpados. Comenzaba a dolerle la cabeza.

Santiago estaba de acuerdo. Ya habían arriesgado demasiado para dar marcha atrás. La otra cuestión era saber qué haría el advenedizo, si lo dejaban ir corrían el riesgo de ser encontrados mucho más antes. Apuntó de nuevo a la cabeza y quitó el seguro.

El click forzó al muchacho a abandonar el rincón de oscuridad en el que sus ojos nadaban. Se interpuso entre los dos hombres.

—¿Piensas matar a todo el que se te cruce?

—Pues sí. No estamos en posición de confiar de ninguna manera.

—Si hacemos eso de veras nos van a encontrar.

La defensa de su patroncito le dio el impulso de explicarse.

—Lo último que busco es convertirme en uno de esos güeyes. —Su voz era un murmullo frenético, las palabras se agolpaban a la velocidad de las olas colisionando con la orilla de la playa—. Estoy tratando de sobrevivir, es lo que toca, pero no me hace olvidar quién soy, señor —le dijo a Santiago—, y tampoco lo juzgo, si estuviera en sus zapatos haría lo mismo, solo le pido un voto de confianza. Por esta —juntó sus dedos índice y pulgar y los besó— que de mi boca no sale ni pío.

Abrió la boca y la volvió a cerrar. Podría negarse a la petición del hombrecito y acabar con él en menos de un segundo, aunque Ignacio se opusiera, era cuestión de vida o muerte. Tenían mucho que perder. Lo miró fijamente a los ojos, en busca de algún atisbo de duda y lo que encontró fue un miedo incontenible. Alguna vez le deleitó provocar eso en los que consideraba criminales. ¿Se habrá equivocado, ciego del desenfreno, igual que como le ocurrió con Andrea? ¿Este era otro de esos casos? Al final bajó la pistola, preso de la culpa.

—Más le vale o desde el infierno vendré a cortarle la lengua, Felipe.

La tensión aglomerada fue disipándose con el paso de los minutos. Lo dejaron marchar en busca de los binoculares y a su regreso, prometió, desestabilizar la cámara de la cocina, la única que impedía el cruce sigiloso hacia la que alguna vez fue habitación de Lupita, la cual conectaba con el patio de la hacienda y los dejaba cerca de la tumba del felino. Ignacio no había reparado en ella porque no sabía de su existencia; de no ser por Felipe se hubieran metido en un problemón.

Nadie hubiera sido capaz de divisar el artefacto, pues estaba incrustado a la mitad de la pared de la entrada a la cocina, más bien, parecía una pequeña grieta causada por temblores o golpes accidentales. Fue ahí que Ignacio supo cómo Calderón los descubrió, a su nana y a él, tratando de huir. Olas de ácido golpearon la membrana mucosa de su estómago, era tanta la fuerza de estas que subieron hasta que las saboreó y se vio obligado a encorvarse para aligerar el malestar.

Felipe fingió un ataque cardíaco y con su mano cubrió la grieta. Fueron, si acaso, dos minutos los que tuvieron para meterse en la habitación de servicio.

Esa misma acidez, descendió por sus mejillas en forma de gruesas lágrimas al encontrar todas las cosas de su nana, como si ella todavía estuviera allí, viva y al servicio de su familia. El polvo se arremolinó alrededor de ellos tras cerrar la puerta, era lo único nuevo y la única señal de ausencia en el lugar. Se aferró a los brazos de Santiago, desconocía el momento exacto en que lo rodearon; dejó descansar su cabeza en su hombro. La malicia de sus pensamientos lo atrapó, fue la voz de Santiago, cargada de consuelo, la que lo rescató del agujero negro al que caía en picada.

Cama bien tendida, un buró con cajones atiborrados de ropa, un pequeño lavabo en el que descansaban el cepillo de dientes, la pasta y el jabón de barra olor floral. Las diferencias entre una casa de arraigo y esto eran nulas. Hasta en esos pequeños detalles era ineludible la percepción, cargada de clasismo, de su familia para con los empleados.

Muchas veces trató de cobijarse en lo que le quedaba de su nana, pero siempre su madre se interponía y lo enviaba de regreso a su habitación o con Calderón. Con el paso de los días se hizo a la idea de que su madre ya se había deshecho de todo y dejó de insistir. De nuevo, la culpa lo arrastró por el suelo y le susurró lo idiota que era, lo incapaz y patético que se volvió. «Estúpido. Estúpido. Estúpido. Mil veces estúpido», se reprendió en silencio, mientras apretaba la manija de la puerta del patio. Temblaba, de adentro hacia afuera. Era incapaz de pensar otra cosa que no fuera reventar la cabeza de su padre y de Calderón a punta de disparos. Por primera vez pensaba en algo tan atroz como lo era privar de la vida a otro ser humano.

—Ya casi acabamos —lo instó Santiago, consciente de la penumbra que se había apoderado de él.

Dejaron atrás el escándalo provocado por la actuación de Felipe y se encontraron con el amplio patio, con el sendero revestido de azulejos, la capilla y los postes de luz, uno de ellos muy cerca de donde quedaron expuestos; la vista conseguía seguir impresionando, pese a las muchas veces de haberlo visto.

A Santiago se le alojaron punzadas constantes en la nuca; los nervios lo estaban destrozando.

—¿Aquí no hay cámaras? —preguntó, apenas camuflando su aflicción.

—No.

La palidez de Ignacio era alarmante a ojos de cualquiera, hasta de un detective acostumbrado a expresiones de espanto. Aún así, se enfocó en escarbar la tierra a no más de cinco metros, a un costado de la puerta por la que salieron. No demoró en hallar su grabadora, seguía intacta dentro de una bolsa de nailon, batida por los fluidos putrefactos secos del minino. Se giró hacia Santiago, sacudiendo la bolsa, en el momento justo para reparar en la nueva presencia y la tensión palpable en los músculos de Santiago. Sintió cómo su cuerpo era presa de múltiples picahielos incrustados, los vellos de su cuerpo se erizaron y apenas pronunció un chillido al presenciar la rapidez con la que el Barny se abalanzó sobre Santiago, mismo que trató de disparar, pero la cercanía era tal que el intento terminó con su arma volando fuera de su alcance.

El nuevo capataz era mucho más robusto en comparación, lo que le valió propinarle sin casi nada de esfuerzo un par de puñetazos al rostro de Santiago; sin embargo, el tamaño pereció rápidamente con los años de experiencia.

Como si se tratara de la piel resbaladiza de una babosa, Santiago se escurrió del agarre y usó las piernas como gancho alrededor del cuello de su oponente, le estrelló la cabeza contra el suelo y se montó encima, tarde notó que Ignacio apuntaba a la cabeza del casi inmovilizado Barny. Antes de alguna objeción suya, el muchacho disparó. El silencio seguido del anuncio de muerte les pesó cuán sacos de cemento sobre los hombros.

La rapidez de los sucesos lo dejó con un vacío en el pecho y las manos entumecidas al seguir sosteniendo el cuerpo inerte del Barny. La acción de Ignacio cobró sentido al ponerse de pie, el robusto hombre sujetaba un cuchillo y la posición del brazo reveló la intención.

Imaginar lo que seguía le estremeció el alma. Hubiera querido que su final fuera diferente. Hacer más por la chiquilla a la que tanto daño le había causado y convertirse en lo que siempre creyó que era: un buen hombre.

Ayudó a Ignacio a ponerse de pie y recogió su arma junto con la grabadora, esta última la guardó en el bolsillo del pantalón del muchacho.

—Tienes que salir de aquí —dijo entre jadeos— y entregarle la grabadora a Matías, mi compañero, ¿lo recuerdas?

El cuerpo entero de Ignacio temblaba tanto o más que las copas de los árboles al ser azotadas por las lluvias de temporada.

—N-no... Yo, yo n-no s-sé...

—Escúchame. —Lo zarandeó—. ¿Sabes manejar estándar? —Con su afirmación, Santiago extrajo las llaves del carro del bolsillo y las envolvió en sus manos y lo abrazó, en un arrebato de nostalgia al evocar en ese muchacho a su hermano fallecido—. Has sido muy fuerte, Ignacio. Eres valiente y una buena persona. Tus errores del pasado no te definen, a partir de ahora procura portarte bien, con ello enterrarás a todos tus fantasmas. Es la única manera de luchar contra ellos.

—Sí... —suspiró, no se atrevió a decir nada más por temor a quedarse sin aire.

—Vamos.

Lo llevó de regreso, casi a rastras, a la habitación de servicio, donde lo dejó para asegurarse de que nadie los estuviera esperando en la cocina. El corazón se le detuvo al encontrarse con Felipe nadando en su propia sangre, le habían abierto, casi partido por la mitad, el cráneo con una llave grifa. La pared y la isla estaban cubiertas de sangre, en la primera quedaban rastros fantasmagóricos de las posibles manos del hombrecito al tratar de huir. Santiago se puso de cuclillas, inspeccionando mejor la escena. Era brutal. Entonces, cayó en cuenta de que el alboroto que escucharon antes de salir era, en realidad, los últimos minutos de vida de Felipe.

Soltó un bufido profundo y comenzó a buscar alguna tela con la cual rellenar la grieta de la pared, al tiempo que su cabeza buscaba la manera de ocultar la escena de los ojos ya de por sí perturbados de Ignacio. En uno de los cajones encontró mantas de tortillas bordadas, sacó la menos gruesa; dobló y metió lo que cupo en la grieta, de pronto sintió la presencia de alguien impostada en la entrada de la cocina, se giró, extrayendo la pistola de la pretina de su pantalón. Los ojos empañados de Griselda fue lo primero a lo que se enfrentó y con ello el impulso de reclamar le escoció la garganta.

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