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37. En contra de ti mismo I

Su cuerpo ya había aprendido a saborear el dolor y su mente a sumirse en un silencio reconfortante.

Prefería no escuchar.

No ver.

No sentir.

Porque la responsabilidad que se cernía sobre sus hombros era casi igual o más insoportable que los castigos físicos a los que fue sometido.

Sus labios fueron cosidos con hilos de mentiras y ya no podía dejar de decirlas. Su facultad para escoger se había quedado atrofiada y lo prefería. Era más fácil seguir órdenes que pensar.

Pensar...

Pensar en el terror que sembraron sus decisiones. Pensar en la miseria de las personas afectadas por las mismas. Pensar en a donde llegará a parar de seguir así.

¿Morir?

¿Padecer más dolor?

¿Vivir sumido en el silencio?

«Cualquier cosa, menos volver a sentir dolor», se dijo Ignacio para sus adentros. Estrujaba cada dedo de sus manos con una intensidad asfixiante, desesperada, aterrada, pérdida, dolida. No había mucho más que pudiera hacer. Sus labios, después de meses, habían arrancado las costuras y estaban deseosos de cantar ópera. Ya había dado el primer paso, pero el rostro pasmado de su interlocutor le hizo dudar si de verdad dijo algo o solo lo pensó.

No se atrevía a levantar la mirada, la mantenía fija en sus manos. En los rojos que estaban sus dedos aprisionados, en las lagunas blancas que antecedían el enrojecimiento, en el camino de venas, en la cantidad de líneas que conformaban la palma de su mano.

Las manos de Santiago cubrieron las suyas.

—Está bien. Estás a salvo —le dijo, destilaba calidez, era el vapor de una sauna que envolvía los cuerpos con solo entrar.

Ignacio se tensó. Se volvió una piedra, una piedra que esperaba a ser lanzada contra el asfalto. Pero no pasó. Apenas sintió las manos de Santiago envolviendole los hombros, entonces quiso esconderse, perderse en la laguna de la ignorancia, alejar la escalofriante imagen de Calderón haciendo lo mismo, solo que sin un ápice de camaradería. Escuchaba su nombre a lo lejos y su mente seguía hundida en el océano de recuerdos.

Sangre. Golpes. Quejidos.

Sangre. Golpes. Quejidos.

Sangre. Golpes. Quejidos.

Un rayo se incrustó en el centro de su columna. Se contuvo de vomitar, de llorar, de gritar. Y se arrepintió de haber abierto la boca. Dio media vuelta y apretó el paso rumbo al carro de Fernando.

Las amenazas de su padre lo sacudieron al igual que el viento a su cabello.

Su huida se vio obstruida por el cuerpo fornido de Santiago. La mirada de este era puro fuego, amenazaba con quemarlo. Retrocedió. Tragó saliva y maldijo su cobardía. Se maldijo. Mil veces. Un millón de veces. Ojalá pudiera arrancarse la cabeza y con ello expiar sus pecados. Pero no puede. Y, aunque pudiera, no lo haría. Era un cobarde.

Santiago podía notar los estragos de la mente atormentada del muchacho. Lo veía y se preguntaba qué podía hacer para darle un poco de sosiego del que no disponía ni para sí mismo. Un segundo lucía triste, al otro aterrado y al siguiente furioso, mientras él se limitaba a tragarse palabras motivacionales que servían para dar lástima.

Arrinconado y exasperado, Santiago llevó a rastras a Ignacio debajo del almendro al final del estacionamiento de visitas. Poco faltó para que Ignacio se fuera de bruces entre las protuberantes raíces. Lo obligó a sentarse en uno de los huecos y a meter la cabeza entre las piernas, con algunas indicaciones herméticas. Soltó su nuca en cuanto notó menos tumultuosa su respiración.

Se pasó la mano por la barba incipiente.

—¿Hablas en serio? —le preguntó a Ignacio; se derretía en una mezcla de recelo e incredulidad.

—Oh. —Su rostro había envejecido cincuenta años en menos de doce minutos y su mente, añoró la época de los cinco.

—Te escucho.

—Estaba fuera de mí —se excusa con un hilo de voz.

Temía provocar la ira de su padre. Temía que se fuera contra las personas a las que atesoraba. Temía morir. Le temía a la muerte.

Comenzó a llamarse cobarde en las profundidades de su alma. A condenarse por carecer de agallas. A desangrarse. A morir. Y se preguntó mil veces la razón de su parálisis. Se preguntó por qué no conseguía seguir su corazón y la respuesta lo desarmó. ¿Cuándo lo había hecho en primer lugar? ¡No! Lo hizo, pero de la peor manera. ¿Todo esto era un castigo? «Definitivamente», se dijo y comenzó a llorar ante la mirada atónita del detective.

—Oye —De cuclillas, Santiago agitó sus manos para llamar la atención del muchachito—. Ya se acabó. Ese monstruo no volverá a lastimarte. —Tuvo la sensación de que se arrepentiría, pero aun así, añadió—: Te lo prometo.

Los ojos vidriosos de Ignacio se posaron en él. Endémicos, ausentes de vida. Decían y no querían decir nada. Ansiaban volverse invisibles bajo su escrutinio. Ansiaban confesar. Ansiaban dejar de contradecirse.

Santiago carraspeó, obnubilado por su reflejo arraigado en cada centímetro de la carne de Ignacio. Era como tener un espejo delante.

—Ya. Vale —continuó hablando Santiago, alargando la poca paciencia en él—. Los dos estamos bastante jodidos, Ignacio, si de verás estás arrepentido de lo que hiciste, enmiéndalo. Llorando, no importa, pero enmiéndalo.

El aludido sorbió la nariz y se limpió los restos de lágrimas reposadas en las cuencas de sus ojos.

—¿Usted también...?

—Sí. —«Soy un jodido abusivo», pensó, rascándose la cabeza—. Y ahora me estoy esforzando para, siquiera, atenuar el daño.

—¿Cómo? —La crisis parecía haber cedido, pero el recelo seguía allí, al acecho.

—Limpiando su nombre. Quiero devolverle su inocencia.

—Yo... —Ignacio se avergonzó por ser tan egoísta. Había destruido la poca paz que pudo conservar Andrea, fuera o no, a costa de una mentira y lo único que le importaba era mantenerse a salvo. Tragó fuerte y se vistió con el poco valor que le quedaba arrumado en los huesos—. Me gustaba —susurró, cabizbajo—. Andrea me gustaba mucho.

»Era la niña más bonita que había visto. No sonreía, pero sus ojos brillaban cuando algo despertaba su curiosidad. No hablaba, pero era capaz de recordar palabra a palabras las indicaciones de los profesores. No era fácil de tratar, pero, sin pedírselo, defendía a cualquiera que se viera intimidado. —Volvió a sorberse la nariz—. Hice de todo para llamar su atención. Me esforcé en leer los mismos libros que leía y jamás logré hablar con ella más de tres minutos sobre el contenido de los mismos. Fui el mejor de la clase de matemáticas y tampoco logré despertar su interés. Me volví el preguntón de la clase, pero luego de tres veces, dejó de responder a mis dudas. —Abrió y cerró la boca, no sabía cómo continuar sin escucharse patético.

—¿Y por eso comenzaste a molestar a tus compañeros? —quiso saber Santiago, ya impaciente.

—Sí. Eran las únicas veces que sus ojos se olvidaban de los demás y en ellos solo existía yo.

Escuchar tal cosa puso los nervios del detective a flor de piel. Si Laura hubiera estado con él habría lanzado algún comentario imprudente, seguido de su escandalosa risa. Habría dicho lo que él solo se atrevía a pensar. Sonrió, embriagado de escenarios imaginarios.

El receso de su pesadez duró menos que un suspiro y se volvió más escamoso y vertiginoso. La poca paciencia en su cuerpo se agotó, lo que encendió la parte agresiva de su cerebro, la que no esperaba permiso ni anuencia. Le echó el último vistazo a Ignacio antes de enderezarse y escupir contra la tierra resquebrajada en la que descansaban sus pies.

Se equivocó. Ante él no había ningún espejo. La falta de remordimiento en Ignacio le revolvió el estómago. Si nada de lo que pasó hubiera ocurrido, las cosas habrían seguido igual. Ignacio atemorizando a los más jóvenes de la escuela y Andrea poniéndole un estatequieto; tarde o temprano la historia de ambos acabaría igual, aunque no podría adivinar si todo lo demás también.

—No vuelvas a decir pendejadas, Ignacio, o te prometo que para la próxima no seré tan amable —advirtió, refiriéndose a lo que originó su conversación. Se giró, de regreso al alambrado.

—Espera. —Recordar lo que había cautivado su corazón, abrió otra vez la pauta del deseo y la añoranza—. Tengo una grabación. De la noche que le llevé las flores a Andrea al velatorio de su papá.

—Ya fue suficiente —espetó Santiago, todavía dándole la espalda y cada vez más lejos.

—¡Es cierto!

Lo era. Con miedo y náuseas había llevado la grabadora de voz —regalo de su madre para el trabajo de escuela sobre elbarorar un guion de radio y llevarlo a la práctica— olvidada en el cajón de juguetes inservibles. Era plana, casi como una laminilla, de colores opacos, por lo que nadie advirtió su existencia escondida en uno de los bolsillos de sus pantalones. La tuvo con él durante el sermón en el despacho de su padre y todo el viaje hacia la casa de Andrea. En ella no solo estaba la cabeza de Calderón, sino también la de su padre.

Su padre. El verdugo.

Su padre. La inmundicia.

Su padre. El monstruo.

Su padre. La escoria.

Había sentido una gran decepción al escuchar la sentencia de Calderón. ¿Esa era toda la justicia? ¿Cuatro ridículos años? Pensó en la infinidad de posibilidades cuando llegase el momento de su liberación. Ese hombre estaba enfermo de la cabeza, la venganza sería la única palabra tiñendo sus pensamientos, ¿podría afrontarlo si su padre seguía respaldándolo? Calderón era lo que era gracias a su padre. Era los brazos y las piernas de su padre en un mundo oscuro, donde las ratas huían despavoridas por temor a ser devoradas, destripadas, torturadas.

El tiempo le había enseñado la naturaleza de su familia. Ambición. Deseo. Poder. Control. Además de eso, eran puras carcasas de bonitas sonrisas y miradas hábiles para engañar hasta al más astuto. Su padre era un doctor y se encargaba de almacenar y cruzar mercancía ilícita. Su madre, una ama de casa que con el paso del tiempo llegó a adueñarse del mercado de la ropa, donde ayudaba a su padre a lavar dinero. Y su hermana, una mustia, encargada de cubrir los rastros de ambos progenitores, ofreciendo dinero o un agradable entretenimiento.

Y él, un bravucón deseoso de atención.

Consolado por su nana.

Su nana... La dulzura personificada. Con la única que pudo sentirse a gusto siendo el muchacho de las mil y un recetas. Sin ella, tal vez Ignacio nunca hubiera descubierto lo que lo hacía sentirse pleno.

Pero ya no estaba con él ni para él. Hasta eso le arrebataron.

Lo justo era detenerlos, o, al menos, intentarlo.

Alcanzó a Santiago en la salida del estacionamiento, de la misma manera que se lo hizo, se atravesó delante de él con los brazos extendidos. Su pecho subía y bajaba violentamente. Tardó en encontrar su voz.

—Lo puedo demostrar.

—¿Cómo? —Todo en Santiago carecía de entusiasmo.

—En la declaración de Andrea se menciona una micrograbadora escondida entre las flores de un ramo, el cual yo entregué, pero desde el principio mis representantes negaron la posibilidad de que eso hubiera ocurrido y al no haber nadie más, aparte de Andrea, que lo afirmara, se desestimó esa línea de investigación. Yo quedé libre de sospechas.

Los brazos de Santiago sometieron a Ignacio contra la cajuela del vehículo más cercano. El movimiento fue brusco, pero careció de fuerza.

—¿Dices que declararás en contra de ti mismo? —La sola pregunta le arrancó una carcajada amarga.

—Sí, así es. —Quitó las manos del detective de su ropa y su rostro se volvió pétreo—. Al final de cuentas, mi padre nunca me preguntó si estaba de acuerdo en primer lugar. Te conviene ayudarme a entrar a la hacienda, porque no solo te entregaré la cabeza del ejecutor de tu hermano, sino también al que lo ordenó.

—¿Quién fue?

Ignacio mostró sus dientes en una sonrisa retorcida.

—Sacrilegio Zúñiga. Mi padre.

La mandíbula de Santiago se apretó tanto que produjo un rechinido agudo. La sangre le hervía, quemaba los conductos y su piel se enrojecía de la bravura. Una cosa era sospechar y otra muy distinta era escuchar a otro afirmar tal cosa. Si hubiera podido despedazar el vehículo detrás de Ignacio, lo habría hecho con sus propias manos. Deseó desde el fondo de su alma tener a Sacrilegio frente a él para cobrarle la penuria que hizo pasar a su hermano, devolverle mil veces peor todo el sufrimiento que le ocasionó a su familia hasta hacerlo suplicar que lo mate. Sí. Incluso escuchando sus súplicas, seguiría y seguiría, sin piedad, sin remordimientos, sin un ápice de humanidad.

—Bien—dijo entre dientes.

Si quería una prueba irrefutable tendría que confiar en el mocoso.

Quedaron en ir esa misma noche y aprovechar la ausencia de la familia en la hacienda.

Y volvemos a la programación habitual, mi gente linda. Feliz navidad y próspero año nuevo atrasado. Enormes abrazos y mis mejores bendiciones para todos ustedes 🫶🏻

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