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36. Dinero y otras deudas II

Jamás se hubiera detenido a escuchar lo que Santiago tenía que decir sobre la asesina de su adorado hijo, de no ser por el escándalo que armó durante la conferencia de prensa del presidente municipal, en la cual irrumpió, junto a dos de sus secuaces, antes de que nadie dijera nada y alegó que los presuntos entrevistadores eran charlatanes, fue tanta su elocuencia que el presidente terminó yéndose temeroso de que de verdad le quisieran hacer daño, mientras que a los periodistas les compensó el mal rato con una buena suma de dinero y la promesa de aplastarlos como ratas si seguían sacando notas amarillistas sobre la presunta sicaria que había matado a su hermano.

Esa misma noche, Fermín, encolerizado, fue a buscarlo a donde rentaba.

Encontró a Santiago desparramado sobre el colchón sin base en el fondo de la habitación que, mas que habitación, parecía basurero, botellas de plástico por aquí, envolturas de comida por allá, papeles más acá y ropa sucia en cada rincón. Olía a una combinación entre vinagre, vaporub y humedad.

La apariencia de Santiago no era menos deplorable. Cabello revuelto y grasiento, se había dejado crecer la barba, la piel cenicienta que comenzaba a pegarse a los huesos, y bajo sus ojos, profundas ojeras. De no ser por su boxer remilgado, estaría completamente desnudo. Ya no era el hombre que lo había visitado hacía un mes para confirmar el apoyo del presidente con el caso de su hijo, sino uno consumido por el trabajo.

Fermín se cubrió la nariz con el pañuelo que su esposa le tejió como regalo de bodas y siempre cargaba en el bolso del pantalón. Era el único recuerdo que le quedaba de su amada. Con la otra mano sacudió la pierna de Santiago, despertándolo, azareado por las pesadillas.

Debajo de la almohada, Santiago extrajo su pistola y apuntó a la sombra de pie en la esquina opuesta de la cama, frente suyo.

—Jálale, cabrón —lo instó Fermín—, así quizá logre comprender lo que pasa por tu cabeza.

La tensión en los hombros de Santiago se disipó de la misma manera en que sus manos cayeron sobre su regazo.

Apenas había podido dormir a causa de la fiscal Laura, ya que se había empecinado en mantenerlo cerca hasta corroborar la fidelidad de su testimonio y con el pasar de los días, se volvió tan agradable su compañía de votarle la canica y preferir ayudarla antes de volver a su carcomida soledad; no obstante, el cansancio no le quitó de la cabeza que su padre llegaría a amedrentarlo tarde o temprano por haber arruinado el golpe final para la acusada del asesinato de Hugo, su hermano.

—Papá —murmuró a modo de saludo.

El odio y la rabia seguían palpitando en el interior del juez Fermín como agua en ebullición. Le deseaba lo peor a esa niña por jalar el gatillo y acabar con la vida de su sucesor, de su pequeño, de la persona que juró proteger en el lecho de muerte de su mujer. ¿Con qué cara le haría frente una vez se reencontraran en el más allá? ¿Sería capaz de siquiera mirarla a la cara?

Sin embargo, su juicio, meses perdido en emociones desbordadas, se abría paso igual que un topo entre la tierra. Había cometido muchos errores actuando por impulsos primitivos, se sentía aletargado, como si hubiera dormido por días y tuviera que observar todo a su alrededor más de la cuenta para identificar qué era y para qué funcionaba. Por un lado, seguía sufriendo su pérdida y por el otro, se sentía avergonzado de descubrirse siendo igual que a los que criticó con una tempestividad que lo hizo acreedor de ser conocido como Halcón Negro.

Con la mente más despejada volvió a analizar el caso de su hijo, las pruebas seleccionadas para presentar ante el juez y las demás, los testimonios de todos los involucrados, desde aquellos que fueron testigos del secuestro de Hugo hasta el de la presunta asesina. Su instinto le decía que algo estaba terriblemente mal. Todo apuntaba a que habían caído en una magnífica trampa, porque dedujeron a la perfección su detestable comportamiento, pues esa gentuza era experta en sacar lo peor de cualquier individuo y luego mofarse de su patética superioridad cuando llegaba su turno de aplastarlos. En efecto, Fermín se condenó desde el momento en que decidió usar su influencia y cobrar favores que, en su momento, dio de buena fé.

Quiso retractarse al ser consciente de lo imbécil que fue, pero pudo más la vergüenza de verse como un perro con el rabo entre las patas ante el presidente municipal para cancelar la rueda de prensa. Por suerte, su hijo demostró ser mucho mejor que él, lo que le cayó como golpe en el hígado y un remordimiento avasallador, convertido en enojo, que necesitaba quitarse de encima. Un hijo que tachó como insensato e indomable le acababa de dar cátedra sobre lo válido de arrepentirse y comenzar a hacer las cosas bien. Mostrarse vulnerable ante ese hijo le resultaba aberrante.

—¿Por qué lo hiciste? —preguntó en tono autoritario.

Por su parte, Santiago se sentía entre arenas movedizas en plena madrugada con el cielo nublado. Su mente había recreado diferentes escenarios en los que su padre se desquitaba por haber arruinado el plan de hundir en la miseria a la señorita Montero, solo que ninguno correspondía al que se estaba desenvolviendo ante sus ojos. Un padre que, solo con escuchar su nombre, arrugaba la frente y la boca se le volvía una línea severa, cargada de disgusto y decepción, en ese momento lo miraba, extrañamente, de la misma manera que cuando era pequeño y cumplía todos sus caprichos.

El desconcierto venía aunado a la faena en el MP, la imagen de ver a ese degenerado de Calderón orinar al que consideró como un mentor en su momento, fue suficiente para dejarlo aturdido la siguiente semana, de hecho, apenas recordaba lo que hizo para arruinar la conferencia de prensa del presidente municipal, sus recuerdos eran vagos flashes, pero tenía bien clara una cosa, la idea de comportarse como un arrogante había sido de Laura, fueron Matías y él los títeres de su disfrute personal.

Se recargó en el hueco de la pared y, desesperado, se frotó el rostro, dejando la piel enrojecida.

—Vaya al grano, por favor —su voz adoptó un graznido al final, debido a la resequedad de la garganta.

—Sabes de lo que hablo. ¿Qué te traes entre manos?

La campanita en la cabeza de Santiago sonó. Su padre también había reconocido su error, pero era incapaz de aceptarlo a viva voz.

—Hago las cosas como a Hugo le hubieran gustado. Claras —repuso, fastidiado—. Quiero al verdadero asesino tras las rejas, no un chivo expiatorio..., papá.

—¿Qué te hace pensar que ella no lo es?

Santiago soltó una carcajada carente de diversión.

—¿Sigues empeñado en buscar donde no hay nada?

—Respóndeme —siseó Fermín con los puños apretados y las cejas unidas.

De un brinco, Santiago se puso de pie y comenzó a recoger los papeles regados en cada rincón de la habitación, era un informe de lo que había logrado recabar, junto a Matías en el transcurso del mes, sobre el caso inédito de su hermano. Las ordenó y dejó sobre la mesa, igualmente hecha un desastre. Al notar la renuencia de su padre, lo exhortó a acercarse si de verdad buscaba respuestas concretas; así lo hizo.

Fermín observó, reticente, el calendario en la primera hoja, tenía marcadas varias fechas con colores distintos, solo pudo distinguir tres de ellas; la primera fue el día que secuestraron a Hugo, la segunda cuando pidieron un millón de pesos a cambio de su vida, y la tercera, la madrugada que lo encontraron muerto. Se quedó absorto en esa última fecha. Era irreal la manera en que todo se reducía a simples marcas, su niño era círculos azules en papel, a nadie le importaba lo que le gustaba, su forma de vestir o caminar... Nada. Se tragó su dolor y volvió a la indiferencia habitual de su rostro.

El chirrido de las sillas al ser arrastradas encapsuló el silencio asfixiante alrededor de ambos hombres.

Santiago se sentó y señaló las fechas de círculos negros. Procedió a explicarle que la señorita Montero seguía una rutina estricta desde su llegada a la preparatoria; era de las primeras en ingresar a la institución, debido al trabajo de su padre, al salir se iba directo a casa, de la cual salía a las cuatro y media de la tarde para llegar puntual a las cinco al Centro Deportivo, donde pasaba las siguientes dos horas en clases de atletismo, a la salida la recogía su padre y volvían a casa.

Su rutina se vio afectada abruptamente, dos semanas antes de la muerte de Hugo, a causa de una injusta expulsión de índole política por parte de los directivos y la familia con la que surgió el problema. Sin embargo, esos exabruptos también podían ser explicados y la dejaban fuera de sospechas.

—Entonces, ¿por qué estaba en el auditorio y el arma tenía sus huellas dactilares? —quiso saber Fermín, impaciente.

—Ahí es donde entra mi teoría. —Buscó entre las hojas una que tenía la esquina superior derecha doblada y todo su contenido, resaltado con diferentes tonos de marcatextos—. La escuela no se comunicó con el tutor...

—Tal vez era un desobligado.

—Para nada. El señor Montero atesoraba cualquier cosa que viniera de su hija, todas sus pertenencias lo demuestran.

—Continúa. —La curiosidad anidaba la cabeza de Fermín, de la misma forma que las larvas en la basura.

—De seguro la noticia lo impulsó a ir a buscar a los que consideraba responsables: la familia Zúñiga. —Notó la perplejidad en su padre y asintió, confirmando la duda no verbalizada—. La del doctor.

Fue entonces que Fermín dejó caer la careta de implacabilidad y salieron a flote todos sus temores antes olvidados.

Hubo una época en la que se concentró en ir tras las huellas de una de las organizaciones delictivas más mortífera del valle: Pañuelos Azules, conformada por un consejo, de los cuales solo se tenía identificado a dos de los integrantes y se especulaba que eran en total cinco. Por desgracia, su investigación no pasó desapercibida y tuvo que dejarla a la fuerza por temor a perder el trabajo. O su vida.

El tiempo y sus méritos le permitieron volver a incurrir en esa investigación con mayor soltura, misma que lo llevó ante las puertas de la distribuidora Koman, financiada por una lista larga de socios, entre los que reconoció el nombre del doctor Sacrilegio Zúñiga con una porción casi inexistente de acciones. No llegó a indagar sobre él, porque se concentró en acorralar a los de mayor poder de esa lista.

Ignorante de los recientes descubrimientos de su padre, Santiago continuó en su diatriba.

—Seguro ya sabe sobre los abusos sufridos por el hijo del doctor de parte del capataz de la hacienda, pues su testimonio podría explicar la muerte del padre de la señorita Montero.

—¿Podría? —alcanzó a pronunciar Fermín entre la turbulencia de sus pensamientos.

—Verá, la causa de muerte oficial cuenta otra cosa...

Explicó punto a punto como si su vida dependiera de ello. Enfatizó una y otra vez, sin titubear, que era evidente la inocencia de Andrea casi para creérselo, pese a afirmar que ya lo hacía.

El grueso collar de la culpa les fue puesto a ambos hombres en el cuello con una cadena larga y pesada de tormentos que harían estragos cada segundo para toda la eternidad de sus vidas.

Santiago había unido el testimonio de Ignacio con el de los vecinos de la señorita Montero, el de su abogado, el de Fernando y el de la propia señorita Montero. Ante sus ojos tenían la historia completa y, a su vez, les quedaba una sensación de pérdida. ¿Qué pieza faltaba?

¿Por qué Calderón tuvo la necesidad de acabar con la vida del señor Montero?

¿Fue una orden?

¿Fue motivación personal?

Y si así fue, ¿por qué?

¿Por qué inculparía a la hija del enemigo caído?

¿O no solo quería inculparla?

¿Asesinarla, tal vez?

¿Qué relación existía entre los Montero y el capataz de una hacienda a varios kilómetros de distancia?

—Indaga en el pasado de ambos —dijo Fermín, sus manos se deslizaban entre los nombres escritos en las hojas—. En algún punto debieron coincidir. Y en esa coincidencia se forjó la razón del asesinato. Si no hay nada, puede que ese muchacho Ignacio esté mintiendo sobre algo.

—Con esto es suficiente para sacar de ahí a la señorita Montero. —Se acercó a su padre—. Que lleve el proceso fuera. Puede hacer eso.

El rostro alarmantemente pálido del juez palideció aún más.

—Sí... —Su voz fue un suspiro de agonía—. Pero dame hasta agosto, mientras reúnes las pruebas irrefutables.

—Pero, papá, esa niña la está pasando muy...

—Lo sé —interrumpió. Entraba y salía de nebulosas negras y grises que cada vez lo enterraban con mayor o menor brusquedad al infierno del arrepentimiento; repasaba cualquiera de sus antes polarizados flancos, y todos yacían derribados en escombros a medio quemar, como sus enemigos siempre desearon ocasionar. Su impecable maniobra para discernir la justicia de la conveniencia egoísta se transformó en una abominable cola de cerdo que cualquiera podría pisotear. Por eso necesitaba hallar la manera de ocultarla, al menos hasta que su hijo diera a conocer esta bifurcación del caso y consiguiera una justicia real, y para eso deberá tejer los hilos necesarios dentro de su cargo, imposibilitando cualquier ataque hacia su nueva debilidad, su corruptisimo proceder—. Por eso debo encontrar la manera de que nadie ponga entredicho la inesperada dirección del caso, ni a tacharlo de una movida corrupta.

—Pero, papá, usted no...

—No quieras tapar el sol con un dedo, Santiago. —Sujetó los trabajados hombros de su hijo, y no pudo sentirse más orgulloso de atestiguar en lo que se había convertido, alguien mucho más valiente que él—. Hice las cosas mal y estaba dispuesto a fingir que no era así. Manché el camino de justicia para tu hermano. Dame hasta agosto y te prometo que no permitiré que el juicio social le explote en la cara a esa muchachita a causa de mi odio. Lo juro.

Así lo hizo Santiago, se metió de lleno en su nueva tarea, con tanta agudeza que le pidió a Matías ingresar como guardia al centro penitenciario de hombres, a cuenta de mantenerse actualizado sobre lo que ocurría con Calderón y Andrea; asimismo buscó a Laura en un afán de corroborar que todos sus métodos para recabar información fueran aceptados en el juzgado.

Los meses pasaron.

Llegó junio y con él, la audiencia final del juicio de Ignacio. Estuvo ahí, a la espera de saber el veredicto y, no menos importante, para acompañar a Laura, quien en todo ese tiempo estuvo a su lado, alentándolo o poniéndolo en su sitio cuando la situación lo ameritaba.

Gracias a ella tuvo acceso a la muestra de sangre de Calderón para compararla con la no identificada en el arma que se usó para matar a Hugo, también fue por ella que supo que Calderón no tenía huellas dactilares, se las había quemado y, además, ayudó a que las visitas al ejido Francisco I. Madero resultaran productivas.

Su afabilidad y carisma inspiró confianza en los lugareños, abriéndose sin querer a lo que sea que ella les preguntara. Así comenzaron a hacerse una idea de las penurias de la familia de la señorita Montero, antes y después de la disolución del matrimonio de sus padres, y a conocerla desde una perspectiva mucho más íntima.

La vida de Andrea Montero, para sorpresa de nadie, ya era difícil desde su nacimiento, se contaba que había nacido con los ojos abiertos de una profundidad inquietante, por lo que ninguna de las vecinas se sentía cómoda de tenerla cerca. Los rumores de que había nacido con el espíritu podrido recorrieron cada rincón del lugar como una ola virulenta de malos deseos, y poco a poco nadie quería ni estar a más de cinco metros de distancia de la casa o de la madre, una tal Sofía Santos, a la cual tardó en encontrar.

Era tanta la agresividad con la que eran tratados que, desesperada, la señora Sofía dedicó toda su energía a convencer a su esposo de llevar a la niña a tratar con un doctor que prometía curarla; lo logró tras años de insistencia. Desgraciadamente, el hombre resultó ser un charlatán, al cabo de unos meses desapareció y lo único como prueba de su existencia fueron los moretones en las pantorrillas y muslos en el cuerpo de una Andrea Montero de seis años. Entonces, la hostilidad cambió de enfoque, todos miraron con repudio a la mujer por haber permitido el abuso excesivo hacia su hija, llevando a Santiago como Laura a deducir que fue motivo suficiente para abandonar su papel de madre y esposa.

Trataron de confirmar su hipótesis al encontrar a la mujer, extrañamente casada con el abogado de su hija, pero se negó a recibirlos al saber de qué se trataba. No pudieron obligarla, pues el caso no era de ellos de manera oficial.

Poco después de recabar esos testimonios, un muchachito de unos quince o dieciséis años, llamado Bernardo, se apresuró a contarles sobre su esporádica relación con Andrea Montero. La describió como una niña silenciosa de corazón bondadoso; iban y regresaban juntos de la escuela, en ningún momento cruzaron palabra, solo se hicieron compañía durante tres años, la soledad lo abandonó y nunca pudo estar más agradecido con alguien. Entre la cháchara salió a relucir otro nombre. Rogelio.

¿Quién era Rogelio?

¿Por qué nadie lo mencionó?

Regresaron sobre sus pasos e hicieron las preguntas pertinentes.

Se quedaron enmudecidos al borrar la sensación de pérdida. Los huecos estaban llenos. Ya eran capaces de entender tanta desdicha.

Laura se comprometió en contactar al licenciado Gustavo Pérez, mientras él buscaba al hijo de Calderón.

La pieza faltante del rompecabezas.

El eslabón perdido.

Quizá por eso se sintió cohibido al encontrarse con Fernando e Ignacio afuera del juzgado. En especial por el primero. Había mantenido su cinismo desde la madrugada que llegaron a recuperar a la señorita Montero de sus garras y seguía sin disculparse. Se mentalizaba, pero no hallaba su voz, se mantenía oculta hasta dejarlo con las manos atadas, cada vez que quería rogar por el perdón que no merecía.

Esa ocasión ocurrió exactamente lo mismo. Vio a Fernando dirigirse al centro de mujeres, seguía a Laura, unos minutos después de celebrar la victoria de la defensa. Él los siguió a la distancia, consumido en la culpa. Sus manos se fundieron con el metal de la malla, a la espera de recibir alguna especie de condena y por fin liberar su alma de cargas.

Tarde se percató de la presencia de Ignacio a escasos centímetros detrás suyo.

—Andrea es inocente —dijo; trataba de mantener el semblante estoico, pero apenas lograba controlar el temblor de sus labios—. Y creo que hay una manera de demostrarlo.

El oxígeno dejó de existir para Santiago.

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