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36. Dinero y otras deudas I

Esperó pacientemente a que la guardia le indicara el momento exacto para salir de ese lugar. Ahora que Fernando se había marchado, la temperatura había descendido y las paredes lucían tristes. Tal vez eran sus ojos que se amargaron al no hallar a nadie que su corazón contemplara.

Esperaba apoyada en los barrotes, su cabeza recargada, la bolsa de ropa sujeta de dos de sus dedos y una pierna frente a la otra, se concentraba en los recuerdos que mantuvo resguardados durante mucho tiempo. A Fernando no le dijo que a causa de ese incidente, Rogelio decidió poner distancia entre ellos, de familia a familia, tampoco que tras marcharse su padre dejó la escuela y comenzó a trabajar como chalán de albañil, y si acaso pudo verlo cortos ratos los fines de semanas antes de mudarse a la cabecera, era decir mucho.

Sin embargo, cuando algo le llegaba a suceder a ella, era su pilar más fuerte. Casi siempre, después de las peleas en las que Andrea se metió a lo largo de la secundaria, acudía a él, ya fuera en el trabajo o en la choza que llamaba casa, pero siempre a él; al principio la echaba a gritos, pero al ver el brillo de sus ojos amenazando con romper en llanto, corría a abrazarla y le susurraba palabras dulces que poco a poco calmaban su angustia.

Esta vez, ya no correría a él, en su lugar, lo dejaría estar en paz. Porque su mayor miedo era que, pese a su testimonio, Calderón quedara sin culpas y al salir cobrara venganza en su contra.

Del otro lado de la puerta la esperaba una celadora diferente; se le hizo fácil reconocerla. Era González, del módulo tres, el de Paloma, y resultaba ser más agradable que el resto. Saludó a Andrea con una leve inclinación de cabeza, le puso las esposas y del codo la condujo por el pasillo. Cada dos por tres pasos sentía mayor presión en el agarre, como si la mujer quisiera decir algo de lo que no estaba del todo segura. Andrea aguardó, atenta a todo a su alrededor, lo cual le valió al encontrarse con cuatro celadoras más, a la vuelta del pasillo donde estaba la puerta a población, sujetando, cada una, una esquina de la sábana en la que cargaban a alguien. Los pies, levemente alzados, era lo único a la vista por los pliegues extendidos de la sábana, parecía una ardilla voladora en pleno vuelo; en uno de los tobillos alcanzó a apreciar el tatuaje de una ala despellejada muy familiar.

Dejaron que las celadoras continuaran su camino a enfermería y, en silencio, retomaron el paso. Andrea permanecía sumida en sus pensamientos, de pronto, se volvió a seguir la camilla improvisada; González le cortó el paso.

—¿Qué haces?

—¿Quién es? —Con el ceño fruncido, Andrea señaló el final del pasillo, usando el mentón.

González rodó los ojos, la tensión en sus hombros desapareció. Había perdido la apuesta.

—Paloma dijo que la reconocerías y yo de pendeja no le creí. —Se frotó los hombros bruscamente—. Finge un retortijón de barriga. —La falta de acción de Andrea le hizo resoplar—. Rápido, no tardan en volver. O desmayate pues.

En efecto, los pasos comenzaron a resonar, giraban hacia el pasillo y se detuvieron al escuchar el golpe de la bolsa contra el suelo a causa del repentino colapso de Andrea en brazos de su escolta; González pidió ayuda a sus compañeras para trasladarla a enfermería, las cuales obedecieron casi por instinto, el escándalo sacó de sus lugares a algunos funcionarios, pero ninguno cuestionó nada, como si ya estuvieran acostumbrados a mirar a otro lado. Una vez hubieron llegado, González despidió a todas las celadoras con efusivos comentarios de agradecimiento, yéndose con ellas, y llevándose la bolsa de ropa, para llenar el registro de ingreso a enfermería de Andrea.

Andrea, por su parte, se levantó con cautela y se dirigió a la camilla donde yacía su amiga, mantenía los ojos cerrados y su respiración era apesadumbrada, lo que encendió de nuevo la inquietud en cada poro de su cuerpo. Rozó la piel de su antebrazo con la yema de sus dedos. Los ojos rasgados de Paloma se abrieron de golpe, al tiempo que soltó un chillido; el susto fue inevitable, así como las carcajadas de la verdadera convaleciente.

—Ojalá hubiera tenido una puta cámara a la mano para grabar ese brinquito.

La animosidad de Paloma distaba del tobillo hinchado y los cortes a lo largo de ambas piernas. La plasta marrón adherida derredor de los cortes era sangre y mugre seca, de apariencia repugnante. Cada facción en el rostro de Andrea se crispó al recordarse a sí misma envuelta en capas y capas de suciedad mientras se recuperaba del salvaje ataque de La Legión. Por más que trataba de borrar esos recuerdos, su mente se empeñaba en encontrar la similitud en cualquier momento, cosa o lugar que fuera remotamente parecido.

Lo cierto era que Paloma escondía sus angustias detrás de bromas y burlas, desde pequeña aprendió a sobrellevar las crisis así, le daba la ilusión de control, aunque al final del día volvía a hundirse en la miseria de los problemas.

Su psiquis se trasladaba de un inconveniente a otro, surgidos a partir de su caída por las escaleras hacía media hora. Por una parte, además de reprenderse por distraída, debía hallar la manera de cumplir con la mesereada del jueves de esa semana, ya que, imprudentemente, había gastado la mesada adelantada y quedar mal le supondría una infinidad de pérdidas, su sustento dependía de ese trabajo. A su vez, se preguntaba quién la había empujada y cuáles habrían sido sus motivos, por supuesto, en su mente ya rondaba un nombre, no era difícil de imaginar, después de todo solo había metido las narices por una persona desde su llegada y, hasta eso, fue por mero favor hacia su intercesora.

Las ideas se le iban de las manos como agua. Si acaso para el jueves tendría la chance de asentar el pie, más allá de eso, nada. Por eso, tras darle muchas vueltas antes de la llegada de las celadoras para trasladarla a la enfermería, le pidió a González que llevara a Andrea a su encuentro; en un principio le ofreció lo último que le quedaba de la mesada, pero la celadora se burló a modo de juego y, como prefería ganarse la paga en lugar de aceptar sobornos, sugirió una apuesta, en la que se puso en tela de juicio la cercanía de ambas reas. Para su buena suerte, la memoria de Andrea era casi una cámara fotográfica, lo sabía, así que, sin importar el dolor, estiró bien las piernas, de manera que sobresalieran de los pliegues de la sábana y se viera su tatuaje. No por nada se había desgastado en presumirlo a todas aquellas con las que se encontró.

Palmeó el colchón mullido, invitando a la aturdida Andrea a sentarse. Se veía aún más indefensa con las esposas en las muñecas, pero ese peculiar brillo de sus ojos era suficiente para recordarle sus alcances.

—¿Qué te pasó? —preguntó Andrea una vez estuvo sentada; su voz salió casi como un susurro.

—Me empujaron por la escalera —repuso Paloma quitada de la pena.

—¿Viste quién fue?

—No, todo pasó demasiado rápido, ¿sabes?

La habían agarrado distraída. De cuclillas, en la tercera grada, recogía las cuentas que usaba doña Ade para hacer sus pulseras y que, accidentalmente, se le habían caído de su caja mágica, como le decía. La mujer ya era mayor, apenas podía sentarse en los bancos de los comederos, hubiera sido una injusticia verla y no ayudarla.

—De cualquier forma me las arreglaré para atrapar a esa hija de las mil putas —Arrugó la frente, sus ojos se llenaron de desdén y furia.

Su semblante descompuesto acrecentó en Andrea la incomodidad por el rozar de las esposas.

—¿Tienes alguien en mente?

Paloma se encogió de hombros. No le diría que sospechaba de la perra de Esmeralda, solo la abrumaría con más dudas.

—A un montón —chilló, retornando a su aura cómica—. Pura pendeja que me debe billullo. —Se incorporó en la cama y sonrió, mostrando la fila de dientes un tanto descalcificados—. Ya que estamos, ¿no te gustaría trabajar como mesera? Podrías olvidarte de la deuda que tienes con Esmeralda.

No cobraba mucho por remendar ropa y todo iba a parar a manos de la susodicha, ya que había sido ella la que le consiguió el material: las agujas y los hilos, un set de todo tipo de colores y texturas, demasiado para tratarse de parches en ropas de por sí desgastadas. Andrea tampoco tuvo las agallas de rechazar el esfuerzo de Esmeralda.

Si ya no quería deber nada, tendría que buscar alternativas y, estando en ese agujero, cualquier cosa era buena.

Lo cual sabía a la perfección Paloma. Se sentía miserable al manipular a su pobre amiga, pero era la única que le podría hacer el favor sin cobrarle un peso a cambio, al menos no en esta primera vez. Ya ella se encargaría de conseguirle un lugar, además del suyo, para ganar cada semana su propia mesada.

—¿Permiten eventos grandes aquí pues? —La duda de Andrea era genuina.

Paloma se echó a reír, recostándose en el colchón. Los hombros y la barriga se zarandeaban como solapas al viento.

—¿Acaso tu amá no te enseñó lo podrido que está el mundo? —respondió una Paloma animada entre jadeos.

La mirada de Andrea se ensombreció, más bien, todo en ella lo hizo. Que mencionaran a su mamá a la ligera todavía le generaba sentimientos encontrados, por segundos, los negativos se volvían mordaces y pretendían eclipsar todo, no obstante, su deseo por sentir de nuevo ese olor a detergente y desinfectante, característico de ella, volvía a poner la balanza igual. Se hizo bolita en el pequeño espacio donde yacía sentada, no podía permitirse actuar de forma desagradable como lo hizo la última vez con Rogelio, aunque supusiera un gran reto mantener las manos quietas y lejos del bonito rostro de Paloma. Frunció el ceño.

Al sentirse abrumada por la persistente necesidad de desquite, recordó las palabras de Fernando durante su breve estancia en su casa: «El carácter se forja en base al temperamento y los hábitos inculcados en casa, la escuela y las experiencias». Todos los eventos que siguieron de esa conversación relegaron cualquier atisbo de reflexión en Andrea hasta que se sumió en sí misma, un intento desesperado de encontrarse o, mejor dicho, conocerse partiendo de su situación actual.

El rencor y veneno irrigado a las personas a las que le atribuyó la infelicidad de su papá se concentró en el causante de su muerte. Andrea no tenía más odio para nadie que no fuera Calderón. A su madre, y a la nueva familia que formó, la vida les cobraría el dolor causado, porque todo lo construido sobre lágrimas ajenas tarde o temprano se hundiría en el charco. Mientras, ella pondría en alto todo lo inculcado por su padre, en especial con las personas a las que les profesaba cariño o respeto.

Concientizar eso le relajó los músculos de los brazos. Otra vez volvía a su extraña tranquilidad, un poco torcida por la melancolía, la cual balanceó su lengua con palabras que habría preferido guardar en su corazón.

—Mi mamá es de las que se van para nunca volver.

Todo atisbo de mofa abandonó el rostro de Paloma. Deseó haberse mordido la lengua o sufrido un punzón en el tobillo. Entendió el dolor de la brecha que ocasionó, porque, al igual que Andrea, ella había padecido el amor enfermizo de una madre que la terminó llevando a esa pocilga. Poco le servía el arrepentimiento, lo hecho, hecho estaba.

—Lo siento —murmuró, cabizbaja—. ¿Quieres hablar de eso?

Ser compadecida por su pena no le fue permitido a Paloma, solo mantener la mente ocupada en hacerse reír y a otros, así que olvidó que muchos por ahí en el mundo padecían lo que ella en menor o mayor medida, daba igual. Entonces, todo tuvo sentido, la compasión que se alojaba en su interior al mantener cerca a Andrea quizá se debiera a lo similares que eran en el fondo. Alguna vez escuchó decir que las personas con las mismas dolencias tendían a buscarse.

Nadie estuvo dispuesto a escucharla desde la sinceridad, pero ella escucharía a Andrea.

—Si todavía no estás lista para dar ese paso, puedes hacerlo después. No hay prisa —continuó Paloma ya más en control de sus emociones.

Andrea agitó la cabeza vehementemente.

—Duele...

—Como sal en las peladas —concluyó Paloma; sus labios se volvieron una mueca lastimera—. ¿La odias?

—No... Ya no. —Cerró los ojos por unos segundos, tragándose las lágrimas—. Solo me gustaría no sentir nada al pensar en ella.

—¿Te jodía mucho de pequeña? —Se golpeó el muslo, ejemplificando a lo que se refería.

Andrea negó con la cabeza y las manos al mismo tiempo, horrorizada de tal insinuación. Su mamá jamás le puso un dedo encima, a diferencia de su papá que algunas veces la zarandeó al no saber qué hacer con su testarudez.

—Vaya. Supongo que ese pudo ser el motivo por el cual se fue...

El par de ojos negros sobre Paloma la hizo tragar duro. No estaba jugando, de veras que no, pero quizá la chiquilla a su lado había visto mucho de ella tomándose nada en serio; algo debía decir y ser merecedora de confianza. «¿Qué dijo la loquera esa? —se preguntó, rememorando las sesiones con la psicóloga a su llegada al reclusorio, cuando el director todavía se tomaba en serio su trabajo—. Oh. Cierto».

Dejó de lado la sarta de babosadas que repitió una y otra vez la anciana mujer y mejor se concentró en las maneras de tratarla. Siempre compasiva, incluso llegó a sobajarse a modo de aperturar un espacio seguro para alguien como ella, una inmundicia de persona. Aún así, Paloma reconoció bajar la guardia poco a poco, el punto de inflexión fue cuando le habló sobre situaciones similares a las que sufrió, quizá no se comparaban en gravedad o fueran una farsa, pero por un momento dejó de verla como una anciana y en su lugar apareció ante ella la versión que sufrió esos abusos.

Mostrar las heridas del corazón a otro corazón herido resultaba reconfortante para ambos.

Paloma volvió a incorporarse en la cama, la curvatura de su espalda reflejaba su propia vulnerabilidad.

—Yo hubiera preferido que se fuera... —susurró, acongojada de melancolía—. Si hubiera decidido marcharse en lugar de hacernos la vida una mierda, la consideraría humana.

La hostilidad en los dos orbes oscuros de Andrea fue menguando conforme las palabras de su amiga se vertían en cada recoveco de aquella habitación. La tormenta de su mirada se volvió un manantial bajo la luz del sol. Como muestra de apoyo, acercó su brazo al hombro de Paloma, quien le sonrió en agradecimiento.

—Ni había nacido y ya me estaban lloviendo putazos, ¿sabes? ¿Cómo no iba a ser? Le encantaba... —Tapó un orificio de su nariz e inhaló, con el otro, algo imaginario de la palma de su mano.

La madre de Paloma fue capaz de reventar palos de escobas en las espaldas de sus hijas o abrirles la piel de las pantorrillas con varas de chichicaste para calmar la ira contra la vida de miseria en la que vivió.

—Hubo una vez —continuó Paloma— que casi manda pa'l otro lado a mi hermana de puros chingadazos en la cabeza. Todo por una puta manzana —resopló.

Mirar hacia atrás devolvía a su piel la sensibilidad de cada corte y cardenal, y su mente no dejaba de gritar lo malvada que había sido su madre, porque no había manera de justificar todos esos maltratos. Caso contrario con la decisión de su hermana, si ella hubiera estado en su lugar, también habría huido sin mirar atrás, sin pensar en el pequeño ser que había depositado toda su confianza en una persona como ella. Sin pensarlo, ¿verdad?

—Tal vez tu amá quería evitar hacerte daño. —Miró a los ojos a Andrea—. Tal vez se fue para protegerte.

—Aunque fuera así —repuso Andrea visiblemente afectada—, el resultado es miserable. Mírame. —Tuvo una punzada de conciencia a los segundos de haber abierto la boca. Dejó caer los hombros, derrotada ante su propio cinismo—. No es cierto, ella no me apuntó con una pistola para que tomara las decisiones que me trajeron aquí —dijo para sí misma.

Paloma asintió. Las dos pudieron tomar mejores decisiones, o quizá no... A veces el mudo se encargaba de forzar las cosas para que salieran a conveniencia. ¿De quién? De quien lo poseía en la palma de su mano.

—Al menos puedes preguntar. Yo lo hice. Puede que no te sirva de ni mierda, pero dejas atrás esa porquería de incertidumbre.

—¿Preguntar qué?

—El motivo de tu madre para irse.

—No es posible.

—¿Por qué? —Como pudo, Paloma se volvió hacia su amiga, el punzón en el tobillo le hizo torcer la boca—. ¿Tu amá ya se petatió o qué?

—Tiene otra familia. —La mueca de Andrea revelaba el recelo hacia ese hecho como el de las personas al percibir el olor de las heces a media calle.

El primer reflejo de Paloma fue reírse, de hacerlo, hubiera sido acreedora de una buena tunda, así que se limitó a menear la cabeza.

—No es nada nuevo, An. ¿Por qué eso te detiene? —Sonrió—. Tampoco es como que vayas a llegar en modo reclamador.

Andrea negó con la cabeza.

—Ahí está. Pero si todavía no estás lista, entonces, espera a estarlo. —Atrapó unos rizos reventados de Andrea y los enroló en sus dedos de forma distraída.

Muchas cosas se habían removido en el interior de Andrea, era como si, inconscientemente, hubiera estado buscando algo inherente para justificar a su madre, una especie de escudo que le permitiera tomar la decisión de buscarla sin sentir culpa, una culpa fabricada por su propia mente, debido a todos los malos deseos que tuvo hacia ella cuando supo de su abandono, asimismo cuando la vio con su nueva familia. Tal vez, si hubiera seguido los consejos de su padre sobre mantener una buena relación con ella, el sentimiento de soledad calándole los huesos habría sido menos atronador.

La celadora González reapareció en la puerta con la bolsa de ropa todavía entre sus manos. Era hora de regresar.

—Acepto el trabajo —dijo de repente Andrea, antes de cerrar la puerta de la enfermería.

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