35. ¿Lobo estás ahí?
Francisco I. Madero
24 de mayo del 2002
El inocente sol del amanecer quemaba la piel de Andrea, incluso la oculta debajo del uniforme. El sudor, la aspereza del morral entre sus manos y el peso de la mochila sobre sus hombros, mientras subía la pendiente en la que vivía Rogelio, eran cada vez más difíciles de ignorar. Se suponía que dormiría hasta las siete y hoy por fin llegaría temprano a la escuela, se lo había prometido a sí misma la noche anterior y, sin embargo, ahí estaba, a las siete-cinco, dirigiéndose a los maizales del otro lado de esa colina.
Su papá le dejaba todo listo antes de irse al trabajo, la lonchera, la mochila y la ropa, pero desde el mes pasado ha estado llegando después de las ocho a la escuela. Para su fortuna, los maestros de guardia se hacían de la vista gorda y tanto Rogelio, Bernardo (un niñito que se pegaba a ellos al verlos salir disparados por la carretera, ya que le daba miedo ir a la escuela solo) y ella burlaban los castigos que le gustaba aplicar el subdirector.
Se detuvo unos segundos frente a la choza donde vivía la familia de Rogelio. La miró detenidamente, como si a través de ella pudiera entender las preocupaciones y dificultades de su amigo, pero no, no era posible, allí solo flotaba la soledad de un mundo que, aunque intentara, seguía siendo desconocido y, a simple vista, inquietante. Continuó el sendero de tierra, entre arbustos y árboles, aligeró el paso al llegar a las gradas rocosas que conectaban al enorme puente colgante que atravesaba el ancho del río, algunos de los tablones que conformaban la plataforma (separados unos de otros por al menos ocho centímetros) estaban rotos a la mitad y los demás parecían a punto de colapsar, lo único rescatable eran los cables de acero que lo sostenían y que también servían de apoyo para aquellos temerosos de caer y ahogarse.
Andrea se atravesó el morral, se persignó y se aferró al cable con la mano izquierda; cantando a la víbora de la mar cruzó dando saltos entre un tablón y otro, la mirada la mantuvo fija en los árboles del otro lado. Entonó el último jardín de matatena al tiempo que su pequeña piernita se estiraba a tierra firme. Su rostro se iluminó con una sonrisa, luciendo repuesta a lo que todas las mañanas creía la inminencia de una muerte segura, y corrió cuesta arriba sin reparar en las primeras matas de maíz, pues sabía exactamente dónde encontraría a Rogelio. Se habían encontrado tantas veces que sería imposible olvidar el lugar exacto donde él la estaba esperando, además de que ese sitio era demasiado mágico para evitar recordarlo.
Una vez pasadas las primeras cinco hileras de matas de maíz, giró a la izquierda, siguiendo la dirección de la corriente del río. El terreno era irregular, parecían olas de tierra suspendidas en el tiempo, así que Andrea sentía estar montada en los vagones del gusanito de la feria, los rieles eran ondulantes y zigzageantes. Casi podía sentir el cosquilleo de sus entrañas conforme las piernitas agarraban más velocidad. El campo tenía un declive pronunciado, desde ahí se apreciaba la desembocadura de un riachuelo, que atravesaba los maizales, con el río fluctuante en el que se imaginó pataleando minutos antes. Cada tanto se aferraba a algunas piedras para bajar por la resbaladiza tierra.
Cerca de la desembocadura se erguía un frondoso guapinol de tronco robusto, la copa poseía la forma del paraguas, con ella, cubría las candelarias que habían crecido en toda la circunferencia de la sombra. Las protuberantes raíces sobresalían de la tierra, formando un curioso agujero en el que permanecía escondido Rogelio.
Entusiasta, cayó sobre él como la misma lluvia sobre el suelo, el respingo que la recibió le arrancó una carcajada. Pronto la mano de Rogelio ahogó el timbre de su risa.
—Maldita seas, Andy, casi me matas del susto.
La aludida balbuceó algo que poco o nada logró entender. Retiró la mano despacio.
—Apúrale. El reloj dice siete-veintisiete. —Andrea le mostró el discreto reloj de pulsera que le regaló su papá en su cumpleaños. La armazón plateada contrastaba con las agujas de tintes rosados, el toque aniñado del reloj.
Se quitó el morral de encima, de él extrajo el uniforme de la escuela, camisa de cuadros azul con blanco y pantalones de vestir azules. Rogelio se lo dio a guardar para que no terminara quemado como los otros.
Sin tapujos Rogelio se desvistió y con súbita rapidez, se puso el uniforme, batiendo un poco el interior de los pantalones con el lodo pegado en las suelas de sus zapatos. No había tiempo qué perder, el loco de su padre ya debía estar recorriendo los maizales y no tardaría mucho en llegar al declive. Mientras metía descuidadamente el dobladillo al interior de los pantalones, Andrea levantó un poco la prenda y delineó el final de un moretón cerca de la cadera, el roce lo crispó. Terminó de faldarse y salió del agujero, agitado.
—Es nuevo —comentó ella a sus espaldas, se aferraba a las raíces para no perder el equilibrio.
Rogelio le quitó la mochila para colgársela en los hombros y le ayudó a cruzarse el morral. La niñita no aguantaría a correr de regreso con ese peso encima, mucho menos hasta llegar a la escuela, en la salida del ejido.
—Su maña —repuso, pasándose los dedos por el cabello despeinado—. Seguro quiso herrar vacas de pequeño.
La tomó de la mano y con una sonrisa fugaz dieron inicio a la trigésima quinta carrera.
En la cabeza de Andrea comenzó a sonar te guiará tu corazón y sus labios, impedidos de resistir la tentación, articularon la canción, imitó la efusividad de la escena de la película con cada una de sus facciones, arrancándole cada tanto risas a Rogelio que sonaron a cacofonías, mismo que se encargó de arrastrarla cuando sus piernitas parecieron flaquear entre el sube y baja de la senda.
A las siete-cincuenta llegaron a la vereda de la carretera, donde, como siempre, los esperaba Bernardo con las manos cruzadas por detrás de la espalda, meciéndose de adelante hacia atrás, usando los dedos y el talón de los pies como un vaivén infinito. Era dos años más pequeño que Andrea.
—Eh, pelón —gritó Rogelio, pasando a un lado del niño con Andrea casi a la par—, a lo que te truje chencha o nos dejan afuera.
Decían que las cosas por sí solas se acomodaban donde se sintieran parte de algo más importante que su existencia misma. Y sí, así era. Ahí iban tres rechazados sociales, corriendo como si la vida se les fuera en ello, dirigiéndose a donde nadie los esperaba ni quería.
Encontraron el portón cerrado, ninguna novedad en todo caso, Rogelio dejó descansar a los demás mientras montaba la pierna sobre el portón, que apenas le llegaba al estómago, para luego ayudarlos a entrar, no obstante, aquello de lo que lograron librarse contra todo pronóstico a lo largo de su racha de retardos, ese día los alcanzó como un rayo, contundente e implacable.
A horcajadas sobre el portón, vio aparecer al subdirector de entre las vigas del cobertizo en desuso a un par de metros al costado. La sonrisa en su rostro era ancha y se regodeaba de la metida de pata de los niños.
—Así los quería agarrar, sabandijas. —Tomó a Rogelio de la patilla, el dolor lo obligó a bajar de un salto y soltar chillidos ahogados.
El subdirector abrió una hoja del portón y le ordenó a los otros niños que entraran de inmediato, los ojos se le enrojecieron, parecían estar a punto de salirse de las cuencas durante todo el sermón que se aventó en menos de un minuto. Por fin soltó la patilla de Rogelio y a empujones llevó a los tres a la cancha.
—Cinco vueltas de cuclillas —ordenó ya un poco más calmado.
—P-pero... —comenzó a balbucear Bernardo, horrorizado con la idea de rostizarse bajo el abrasador sol.
—¡Cinco vueltas dije!
—Maestro. —Andrea apretó la correa atravesada del morral, enterrándose las fibras puntiagudas del mecate tricolor con el que estaba hecho—. No va a aguantar las cinco vueltas, maestro.
El subdirector se encogió de hombros.
—Debió pensarlo en lugar de levantarse tarde.
—Haremos siete vueltas y media. Rogelio y yo —aseveró. Quiso verse segura, así que posó sus ojos en el subdirector, dos fosas de agua tan profundas que era imposible ver el fondo de las mismas, volviendo imposible prever lo que sea que tramaran o buscaran ocultar.
El efecto era el mismo, miradas evasivas y los nervios palpables en cualquier movimiento descontrolado del cuerpo, por eso pocas veces fijaba la mirada en alguien. Ya de por sí se rumoreaba que era una bruja salida del averno, como para complicarse más la vida desafiando sin querer a los maestros y directivos.
El subdirector comenzó a mover la pierna y sus ojos iban de los baños, frente a ellos, y los salones que bordeaban la cancha. Los maestros no perdían de vista lo que pasaba afuera y algunos niños tampoco dejaban de asomarse por las ventanas sin vidrios, algunos se burlaban y otros pocos miraban con pesar la conocida escena.
—Tú —Apuntó a Bernardo con el dedo—, híncate y carga la mochila sobre la cabeza. —Miró alrededor en busca de un sitio lo suficientemente alejado de los salones, pero no tanto de la cancha. Lo encontró, a un lado de un almendro a sus espaldas, donde comenzaba la maleza del terreno de a lado—. Ahí, bajo ese árbol. Rápido.
Bernardo corrió y se descolgó la mochila, los bracitos le temblaban bajo el peso de sus útiles, libros y libretas, mientras Rogelio y Andrea se acercaban a una de las esquinas de la cancha, donde comenzaron la caminata en cuclillas y aferrando los lóbulos de sus orejas. La compañía del subdirector finalizó al cabo de las primeras tres vueltas; pasó de regaños y gritos a demostraciones cada vez que el cansancio hacía amago en alguna contorsión extraña en la postura de ambos. El llamado del director fue todo para deshacerse de semejante rapiña.
Andrea optó por descansar, quedándose quieta mirando la espalda encorvada del subdirector rumbo al pasillo entre salones que conectaba con la dirección.
—Pinche turuleco mierda. —Rogelio escupió sobre el asfalto y sacudió la cabeza con desdén—. Algún día le voy a partir su madre.
—Cállate.
—Y tú también, pinche Andrea —se quejó—. Ese pelón debería estar aquí.
Andrea entornó los ojos y le metió un empujón que lo hizo caer de lado sin alcanzar a meter las manos. Bernardo, que seguía lloriqueando bajo la sombra del árbol, también soltó una carcajada al verlo tratando de levantarse rápido.
—«Ese pelón», como lo llamas, es más pequeño que nosotros.
—¡Yo tengo el cuerpo molido!
—¡Y yo los pies!
Sin soltar el lóbulo de la oreja, Rogelio le sacó el dedo medio y la lengua.
Estuvieron a punto de irse uno encima del otro a puño limpio cuando vieron acercarse a Blanca Olivares, la maestra de segundo. Venía por Bernardo.
Miró a los tres niños y suspiró, al igual que la mayoría de los maestros, no estaba de acuerdo con los primitivos castigos del subdirector, pero nadie le decía nada porque lo respaldaba sin rechistar el director, aunque compartiera la misma incomodidad de su personal.
Andrea y Rogelio continuaron el recorrido, las cabezas agachadas y los dedos pellizcando el lóbulo de sus orejas para no caer rendidos en la incandescencia del sol. A sus ojos pasó desapercibida la maestra Blanca llevándose al salón a Bernardo, solo escucharon el repiqueteo de los pasos sobre el arenoso polvo que recubría el asfalto de la cancha.
Solos y enfadados entre sí, optaron por doblar las manos; podían soportar muchas cosas, menos el silencio. Al cabo de unos minutos comenzaron a burlarse de uno que otro compañero de clases, incluso repararon en la extraña manera de caminar del subdirector. Así el castigo se volvió ameno y el sol dejó de representar un obstáculo demasiado grande.
🩸
—¿Por qué chingados has estado llegando tarde? —La mano de Leoncio permanecía cerrada alrededor del brazo de su hija. Con toda la fuerza de voluntad trataba de evitar quitarse el cinturón y darle una buena tunda. Todo el esfuerzo de las mañanas se le quedó atorado en la garganta—. ¡Contesta, niña! —Tiró un poco del brazo, pero la expresión de Andrea permaneció igual, inescrutable, era como ver una estatua ausente de emociones—. ¡Contéstame!
Había permanecido callado toda la reunión que se llevó a cabo después de las clases con el director y subdirector, aguantando el coraje y las ganas de contradecir todo lo negativo que decían de los niños. Además de él, estaba una mujer de cabello castaño claro y ojos pardos, bastante peculiares. Ambos hacían frente a la quejica del hombre encorvado y se limitaban a asentir, no obstante, tuvo que intervenir cuando el director informó de la suspensión de tres días de la que fueron acreedores los niños. Pidió una prórroga, en la que él mismo se encargaría de hacerlos llegar media hora antes de las ocho y, si fallaba, estaban en todo el derecho de expulsarlos; a la señora tampoco le quedó de otra más que abordar el barco sin retorno.
Y ahora, Andrea se negaba a explicarse.
La soltó a regañadientes y comenzó a caminar de un lado a otro, sopesando sus opciones. La idea de pegarle le ponía la piel de gallina, no le gustaba para nada, pero tampoco encontraba otra solución. En cuanto a Rogelio, quien permanecía en las sombras de la habitación, haciendo un esfuerzo sobrehumano por camuflarse con los muebles y la pared, menos seguro estaba de si enviarlo solo a casa o acompañarlo para informar a sus padres de lo sucedido. Se revolvió el cabello sin misericordia y tomó una gran bocanada de aire que fue soltando poco a poco, en un intento desesperado por calmar su enojo. En momentos como ese la ausencia de Sofía era amarga.
—¿Me van a decir o no? —Leoncio se detuvo de golpe y volteó a mirarlos, alternando de uno a otro muy despacio. Ya había agotado las amenazas, le quedaba relajarse y escuchar, a veces esa línea funcionaba mejor.
Rogelio, dubitativo, se acercó. Podía confiar en que Andrea se quitaría primero la lengua antes de decir media palabra, pero eso no lo hacía sentir mejor ni menos responsable. Le hubiera gustado mantener en secreto el hecho de que su papá le prohibió ir a la escuela (en su lugar trabajaría con él en el rancho de la familia Moguel Obregón) y que había optado por escabullirse de su vista, aunque eso significara ser reprendido duramente a su regreso.
Leoncio lo observó con los ojos bien abiertos, un poco turbado por el hecho de que fuera Rogelio el que confesara en lugar de su hija. No era de extrañar, la niña era una cabezota bien hecha; si le dijeran que había nacido entre finales de abril y principios de mayo o que tenía los cuernos de un toro, no lo habría dudado. Lo heredó de él, después de todo.
—A ver, hijo, desembucha.
Las manos de Andrea detuvieron a Rogelio, suplicó con la mirada que se callara, pero el preadolescente ya había tomado su decisión.
—Es mi culpa, don Leoncio. —Las gotas de sudor recorriendo su espalda le helaron la sangre, estaba muerto de nervios—. Por andar de muco queriendo seguir en la escuela, me estuve escapando de la chamba y en eso me ayudó Andreita. Por eso llegábamos tarde.
La turba de irritación adueñada de la mirada de Leoncio se disipó conforme las palabras de Rogelio brotaron. Le llegaba a los hombros, así que no hubo necesidad de agacharse demasiado para verlo a los ojos.
—¿Quién te puso a trabajar? ¿Tu mamá o tu papá? ¿O los dos? —La voz le salió lejana como si no le perteneciera.
—Mi papá —confesó Rogelio, avergonzado.
Su padre era la espina de vergüenza que se mantenía enterrada en el centro de su corazón. A veces creía odiarlo y en otras ocasiones se sorprendía añorando palabras de aprobación.
—Lo lamento. —Leoncio lo estrechó entre sus brazos y de la camisa jalo a Andrea para atraerla hacia sí, le besó la cabeza, y añadió—: Lo siento. Debí imaginarlo. —Comenzó a palmearles las espaldas, tratando de apaciguar los sentimientos que removió y los fantasmas que atrajo—. Te ayudaré —le dijo a Rogelio—, persuadiré a tu padre.
Los ojos aguados de Rogelio vibraron y cada poro de su piel se erizó. La inquietud le atenazó la garganta.
—¡No, don Leoncio! —Se alejó bruscamente, tarde comprendió lo que significaba una reacción tan intempestiva como la suya. Inhaló y exhaló repetidas veces para volver a serenarse—. Q-quiero decir... —agachó la cabeza, apesadumbrado—, mejor déjelo así, don Leoncio. Yo veré como me las arreglo.
No conforme, acompañó a Rogelio pasadas las tres de la tarde. Algo le decía que lo mejor era llevarlo bien comido y a ambos niños les emocionó la idea de compartir la mesa y, pues, él disfrutaba la sonrisa amplia de su hija que parecía ignorar la falta de su mamá, lo consolaba y le daba impulso de seguir en la marcha de esa vida escabrosa que decidió recorrer.
Su imaginación no pudo prever lo que encontró en casa de Rogelio. Todo era un desastre. Ropa, envolturas de sabritas y galletas, utensilios de comida y revistas adornaban cada rincón de la pequeña casa, que más bien parecía una choza. El tufo de comida descompuesta flotaba en el aire, oprimiendo el pecho de ambos.
A Rogelio le resultaba un suplicio volver a casa con las condiciones en las que estaba, la frescura del exterior le hacía olvidar todo, pero en ese momento quiso escarbar la tierra y sepultarse de la vergüenza. La mano en su hombro se apretó, no debía ser mago para adivinar la expresión de Leoncio; su decaído ánimo entró en estado de alerta cuando escuchó pasos provenientes del interior de una de las dos habitaciones. La manera en que sonaban los pasos le dijo que se trataba de su padre y que estaba de pésimo humor, como la mayor parte del tiempo. Retrocedió por inercia, pero fue el agarre de Leoncio lo que le hizo volver a su lugar. Tragó duro al ver aparecer a su padre.
Leoncio le dedicó una sonrisa cortés a Calderón, la cual fue respondida con un escupitajo contra la tierra.
Calderón mantuvo la mirada fija en el intruso, ignorando en su totalidad a su propio hijo; su mirada rebosaba repulsión. Apenas llevaba puesto unos shorts de futbolista, el elástico ya había dado de sí, por lo que se le veía el comienzo de la mata de vello pubico, y traía el cabello enmarañado y ceboso.
—¿Usted otra vez? —Toda su cara gritaba desidia.
—Buenas tardes, señor. —Leoncio tuvo el impulso de recriminar la falta de responsabilidad para con el hijo, pero sería como hablar con la pared. Colocó a Rogelio detrás suyo y dio un paso más hacia Calderón, plantearía la idea que venía rondando su cabeza desde la comida—. Quiero pedirle la autorización para patrocinar los estudios de su hijo.
La petición golpeó el esternón de Calderón, pero el ataque que lo dejó viendo rojo fue el dirigido a su orgullo.
—¿Quién dice que no puedo pagarle el estudio a ese pendejo? —Sacó el pecho y cuadró los hombros de la misma manera amenazante en que los gallos de pelea se acercaban a su contrincante—. Esas pendejadas no pintan en mi casa. Mejor vaya a chingar a su madre.
El rostro de Leoncio se mantuvo en calma, acrecentando la sorna del sujeto.
—En ese caso, señor, vendré mañana a recoger al niño a las siete y media, de acuerdo con la dirección de la escuela.
El puño de Calderón buscó estamparse en el rostro de Leoncio, pero el impacto recayó en la sien de su propio hijo. La fuerza del impacto dejó inconsciente al preadolescente, además de dejar al descubierto su abdomen plagado de moretones de distintas tonalidades.
Todos los sonidos se apagaron para Leoncio, quien arremetió con una bofetada al agresor y lo inmovilizó en el suelo, la tierra impregnó de mugre su pantalón al permanecer a horcajadas sobre Calderón, mismo que buscaba quitar las manos de su cuello y llenar los pulmones de oxígeno. Por primera vez tuvo el presentimiento de que pronto moriría.
La cordura volvió a Leoncio cuando sintió sobre el hombro la calidez de unas manos conocidas; Andrea los había seguido a la distancia y al escuchar el alboroto que pronto se convirtió en ruidos sordos, se precipitó a entrar. Las facciones aniñadas colmadas de preocupación le estrujaron el corazón. Olvidándose de Calderón, sostuvo a su hija en brazos.
—Esta es la última vez que tocas al niño —siseó—. Jamás nunca te le vuelvas a acercar.
Hizo a un lado a su niña y cargó, de regreso a casa, a Rogelio. Los tres volvieron sumidos en sus propios corazones.
🩸
El dolor de cabeza de Rogelio permaneció hasta la mañana siguiente, era una leve punzada que más que doler le incomodaba, pero se las arregló para prestarle poca o nada de atención. El cardenal, por el contrario, tardaría algunos otros pocos días en desaparecer totalmente.
Fue un alivio quedarse a dormir en casa de Andrea. En su cuerpo ya no quedaba espacio para nuevas marcas.
Tanto las mañanas del sábado como del domingo permanecieron solos jugando. Tuvo que conformarse con seguir los juegos de muñecas de Andrea, a él siempre le tocaba ser el pequeño y mal imitado cascanueces de Barbie, hecho de madera por las propias manos de don Leoncio.
Luego de haber caído en las llamas imaginarias del reino inventado por Andrea, salvando a la princesa elegida, fue merecedor de un largo descanso, el cual decidió llevarlo a cabo en el patio con una pelota de plástico verde. Desde que su papá lo llevó a trabajar, había dejado de jugar fútbol y ahora se sentía oxidado.
Andrea no lo perdió de vista, cada tanto ladeaba la cabeza y chasqueaba la lengua con indignación. Ella quería seguir jugando al reino de las gárgolas malditas. Resignada, se acercó a acompañarlo y ese sentimiento le abrió paso a la fascinación por la manera en que su amigo mantenía la pelota en el aire, ya fuera con el pie, la rodilla o el pecho, lo hacía de forma magistral, como si se tratara de chuparse el dedo o parpadear. Los ojos de Andrea se dilataron y deseó poder imitarlo.
La ilusión fue percibida por Rogelio, que el corazón no le dio para continuar ignorándola. Detuvo el rebote de la pelota y se colocó detrás de ella, entre los dos sujetaron la pelota y al oído le dio un par de indicaciones. La niña asintió a cada una. A partir de ahí, se mantuvo expectante a las continuas fallas de los pies prematuros en ese juego. Aunque intentó evitarlo, la sonrisa salía a flote cada dos por tres fallas.
—Sonsota —dijo Rogelio a modo de burla.
—Cierra el pico, cabezota de zule —replicó ella en un chillido.
Pocos minutos pasaron para que Andrea, furiosa, le terminara propinado una patada con todas sus fuerzas a la pelota y esta cruzara el cercado del patio, rumbo al río. Rogelio salió despavorido detrás y ella trató de imitarlo, pues sus piernas eran demasiado cortas para cruzar el alambrado de un salto. Para cuando llegó a la orilla del río, Rogelio brincaba de una roca a otra, adentrándose más, y como para ella todo se reducía a seguir a las personas que su corazón atesoraba, haría lo posible por llegar a su amigo.
El espacio entre las rocas que seguían el cauce del río era mayor que las que surcaban su anchura. Andrea por un momento dudó en saltar y cuando lo hizo sintió un fuerte dolor en el estómago. En el aire la había capeado un Calderón aturdido por el alcohol ingerido, y con apenas una pizca de toda su fuerza se la puso sobre el hombro, la niña se retorcía y agitaba las manos en dirección a Rogelio.
—Cállate la puta boca, maldita sea. —Calderón le apretó el muslo, dejando marcados sus dedos.
Los gritos pronto pusieron en alerta a Rogelio, la boca se le secó y sin aún creer lo que sus ojos veían, sus piernas y manos ya comenzaban a moverse por sí solas. Se cerró de cuerpo completo en las piernas de su padre, haciéndole caer de lado, en la ribera, el ataque le permitió a Andrea zafarse del agarre y a gatas buscar alejarse, no obstante, dos niños contra un hombre de treinta años era como poner lombrices a la vista de pájaros hambrientos. El esfuerzo de mantenerlo quieto fue en vano, Calderón ya había agarrado a la niña del tobillo y tiraba de este para tenerla de vuelta en sus manos. Los jóvenes corazones amenazaban con salirse de su sitio y reventar en el momento en que el aire los rozara, como globos con exceso de aire.
Desesperado, tomó una de las piedras de la orilla del río y trepó por el cuerpo de su padre, la decisión ya estaba tomada, aunque su cerebro siguiera aletargado, alzó la piedra y la enterró con toda la fuerza de la que fue capaz sobre el rostro que tanto tiempo lo aterrorizó.
🩸
Cerezo
7 de junio del 2011
—Rogelio inocentemente pensó que esa fue la razón por la que ese hombre se marchó del ejido —dijo Andrea tratando de sonar indiferente—. Su tristeza me hizo compartir el sentimiento de culpa que cargaba. —Se desperezó en la silla con la mirada de Fernando fija en ella—. Unos cinco años después nos enteramos que le habían ofrecido trabajo con el doctor Zúñiga. La paga era buena, o lo suficiente para abandonar a su familia.
Fernando frunció el ceño, consternado por todo lo que Andrea le había confiado. Cierta calidez se alojó en su pecho.
—Supongo que aunque hubieran sido unos cuantos centavos, igual habría preferido olvidarse de su familia.
A su pesar, Andrea también compartía esa percepción.
Para Fernando era curioso que el nombre de Rogelio no hubiera figurado en todos esos meses dentro de la investigación, su testimonio podría respaldar que ese hombre, Calderón, era capaz de cualquier cosa por dinero, y por fin quedaría dentro del radar, pues habría un motivo por el cual hubiera escogido a Andrea para cargar con la responsabilidad de su depravadez. La voz de Andrea lo sacó de sus cavilaciones, sonaba decaída. Al parecer sus pensamientos se colaron por cada uno de sus poros.
—Rogelio ya ha sufrido mucho a causa de su padre. El único favor que le puedo hacer es mantenerlo al margen de esto.
—Pero...
—Lo sé. —Suspiró—. Puede ser mi boleto a la libertad, pero confío que hay otras maneras.
—¿Y si no las hay?
Una sonrisa deplorable tiró de las comisuras de los labios de Andrea.
—El señor Gustavo ya debe de saber de él ahora que ese hombre está tras las rejas. Es cuestión de tiempo para que lo encuentre.
—¿Tú sabes dónde está? —La intriga de Fernando crecía como espuma.
Andrea negó con la cabeza.
—Si lo encuentran, me quedaré con el consuelo de que no fue gracias a mí. —Posó sus grandes ojos en los de Fernando con una súplica silenciosa palpable en ellos—. O de usted, por favor.
Holaaa, mi gente linda
¿Alguien se esperaba que el causante de la cicatriz de Calderón fuera su propio hijo? 😳
Les dejo aquí abajo la traducción de la canción que para mí representa a mi pobre Roger con Andy :'c, en caso de que haya llamado su atención. Besos.
[Aquí debería haber un GIF o video. Actualiza la aplicación ahora para visualizarlo.]
No olvides darle a la estrellita y comentar si te ha gustado el capítulo o qué te está pareciendo la historia en general 💗
¡Nos seguimos leyendo en la próxima actualización!
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