34. Intimidad III
La fuerte brisa alejaba los vapores del asfixiante calor, el sudor corría por la espalda de Fernando y su cabello se sentía húmedo, la sensación de tener hebras pegadas a las sienes y la nuca lo llevaba a rascarse a cada cinco segundos, enrojeciendo e inflamando la piel. Ignacio y Santiago experimentaban la misma incomodidad.
Yacían todos sentados en el borde de las jardineras fuera del juzgado, bajo la sombra de frondosos almendros, esperaban el veredicto del juez y, con esperanza, quitarse algo de peso de encima; no los dejaron entrar porque al juez le pareció «poco adecuado», según sus propios palabras, que acudieran, lo cierto era que para obtener tal derecho debían pagar por él.
Sin saberlo, Ignacio creyó que había sido una treta de su padre, pero luego reparó en que ya nada podía hacer y tampoco se arriesgaría a ser vinculado con un campesino impulsivo y violento, no después de que Calderón hubiera aceptado agarrar a fuetazos a su propio hijo. Por desgracia, no sucedió lo mismo con el resto de acusaciones. Quedó más conforme cuando Fernando le dijo sobre la compensación a pagar para el derecho a lugar en el juicio, mismo que decidió no pagar, pues le preocupaba su reacción al volver a ver a su agresor. Lo entendió, después de todo ni él mismo se había puesto a pensar cómo se sentiría en caso de volver a verlo.
Dieron las tres de la tarde y la fiscal Benavides seguía sin aparecer entre aquellas puertas de vidrio sensibles al movimiento. Santiago, irritado por el sarpullido en el cuello, se acomodó en una jardinera más angosta cerca de la entrada a los juzgados, cada que se abrían las puertas el frescor del aire acondicionado lo relajaba; Ignacio se acostó y Fernando caminó entre las jardineras para despejar su cabeza embotada.
«¿Por qué tanta tardanza?», se preguntó al llegar al extremo donde se veían las enormes y altas bardas de lo que vendría siendo el centro penitenciario para hombres. Su atención se cortó de tajo con el timbre del teléfono. La persona que llamaba era su madre. Los dedos le temblaron y tragó duro antes de atender.
—Buenas tardes, mamá —dijo, tratando de escucharse irritado.
—Hijo, ¿estás libre este fin de semana? —Doña Rosa seguía conservando el temple lejano y frío con el que había criado a sus dos hijos, evidente incluso a través de una llamada telefónica.
—¿Pasó algo?
Hacía años que no preguntaba por sus planes, si acaso se acordaba de su existencia, lo llamaba para informarle el lugar y la hora en que conmemorarían al abuelo y si no, entonces Fernando hacia lo de siempre, dejarle un ramo de petunias crema en el cementerio y quedarse allí hasta el atardecer. Nunca se molestó en asistir a esas conmemoraciones, las fiestas no eran del agrado del abuelo en vida, entonces, ¿cuál era el objeto de dicha fanfarria?
Fuera de todo eso, ya había pasado el cumpleaños y faltaba mucho para el aniversario del fallecimiento del abuelo.
Escuchó a su mamá suspirar y se estremeció. No podía ver su rostro, pero imaginó los labios fruncidos en una línea y la severa mirada de exasperación que cada día lo recibió al regresar de la escuela durante doce años.
—Tu tío Mateo quiere verte.
—¿Ya regresó? —La incredulidad impregnó la voz de Fernando en contra de su voluntad.
—Sí. Te quiere ver el domingo antes de seguir con su viaje. Ya le di tu dirección.
—¿Qué viaje? —Se rascó la nuca con fuerza, dejando arañazos que no tardaron en escocer por el abundante sudor de la piel—. Quiero decir, ¿tan rápido se irá?
Otro suspiro del otro lado de la línea.
—Lo conoces mejor que yo.
Y colgó.
La fiscal apareció pasadas las seis de la tarde, ostentando una radiante sonrisa que les confirmó lo que ya sabían. Lo declararon culpable y pasaría los próximos cuatro años encerrado. Ignacio no pareció del todo satisfecho, quería verlo pudrirse allí dentro, pero la naturaleza del delito por el que fue hallado culpable tenía un marco de condena de meses a años, todo dependía de la gravedad de las heridas. Se guardó esa insatisfacción y la incertidumbre de lo que vendría después de esos cuatro años y celebró el triunfo al igual que Santiago y Fernando.
Quedaron para tomar unos tragos en alguna taquería cercana, pero antes de que se despidieran, Fernando se acercó a hablar con Laura, en su rostro quedaban vestigios de nostalgia que le dejó la noticia del tío perdido en el mapa. Un par de meses antes le había pedido a la fiscal información sobre el estado de Andrea, ya que la comunicación con Gustavo se fue cerrando, apenas podía saber si se encontraba bien en ese lugar del demonio.
Laura se pasó una mano por los cabellos rebeldes que se soltaron de la trenza. Sonreía afablemente.
—Dígame, doc., ¿en qué soy buena?
—¿De casualidad, logró averiguar algo de Andrea Montero?
Con el dorso de la mano sobre la frente, Laura echó la cabeza hacia atrás, en un ademán exagerado que solían hacer los comediantes antes de fingir desmayarse, y luego se volvió a enderezar, la sonrisa se le había ensanchado.
—Válgame Dios, lo siento mucho, doc. Apenas tuve cabeza para dormir —se excusó meneando la cabeza de forma exagerada, su voz extasiada hacía que la disculpa tomara un tinte cómico—. Pero, mire, ya que estamos aquí, ¿le parece acompañarme a preguntar? Tengo una amiga ahí, es nueva, pero me corto un dedo a que ya tiene los nombres de todas las reclusas y el estado de cada una concentrados en la computadora. —Sonrió, orgullosa de esa amiga suya.
A Fernando no le quedó de otra y antes de seguirla, dejó las llaves del carro con Ignacio, quien ni tarde ni perezoso se encerró con el aire acondicionado a todo lo que daba. Santiago los siguió a varios metros de distancia, fumaba y miraba sus pies, al igual que Fernando, estaba curioso por saber si se encontraba bien la señorita Montero, pero se quedó quieto al llegar a la puerta alambrada que conducía al centro femenil, los vio subir la larga escalera y perderse por la puerta de vidrio.
El juzgado quedaba entre ambos centros, a su derecha estaba el de hombres y del lado opuesto, el de mujeres, las dos entradas de los centros fueron cercadas por una malla para evitar que los familiares entraran donde se les antojara los fines de semana de visita, destinando una angosta puerta para el registro de vestimenta de cada persona antes de siquiera ingresar al edificio.
«Viene conmigo», dijo Laura después de mostrar sus credenciales a la guardia de la puerta y a las recepcionistas, refiriéndose a Fernando con un movimiento de cabeza, las mujeres se limitaron a asentir y continuar con la charla interrumpida. Los ojos de Fernando recorrieron el recinto, la diferencia de la vez que encontraron a Andrea malherida era abismal. Una punzada recorrió cada uno de sus huesos, de la misma manera en que su mente lo hizo recordar cada segundo de aquella noche, desde el suave olor a frutas que desprendía el cuerpo de Andrea, envuelto en sus brazos, hasta la tibieza de la sangre cuando la sacó de allí.
Cruzaron el umbral de las puertas que separaban las oficinas del área de visitas, muchos de los cubículos estaban vacíos y todas las oficinas mantenían las puertas y ventanas cerradas.
Un hombre regordete, de mirada suspicaz y movimientos gráciles, parecía ya conocer a Laura, les hizo una leve inclinación de cabeza como saludo. «¿Está la licenciada Romina Legarreta, mi buen Rodrigo?», preguntó ella en tono dulce. El hombre sin preguntar el motivo los condujo a la última de la hilera de oficinas. Adentro todo era un desastre, los sillones y la mesita de centro, que conformaban la pequeña sala de visita, estaban plagados de pilas de documentos y carpetas, al igual que las encimeras de los bajos lockers, donde Fernando imaginaba había mucho más de lo mismo en el interior, y en el escritorio metálico, del cual apenas se veían las esquinas de la superficie. Las pilas sobre el escritorio eran mucho más altas que en el resto del lugar, de hecho, cubrían la vista de Fernando, el más alto de los tres forasteros.
Conforme se acercaban al escritorio, el suave olor a perfume de bebé los envolvió en una mezcla refrescante de avena y canela. Sentada, rodeada de esas pilas impresionantes de papel y carpetas, estaba Romina Legarreta tecleando furiosamente en la computadora portátil; transcribía el perfil de una tal Eugenia Silvestre. Era de huesos finos y tez pálida, las mejillas apenas tenían un leve tinte rosa y los ojos le brillaban de concentración, detrás de los gruesos anteojos de armazón roja. La nariz respingona se arrugó mientras presionaba repetidas y rápidas veces la tecla de espacio. Llevaba el cabello recogido en una cola alta y engomado, y el traje sastre parecía dos tallas más grande de la que debería usar.
Laura se precipitó y soltó una risita que sonó más a un chillido. Romina pegó un brinco en su lugar, los dedos se curvaron tomando la forma de ramas espeluznantes, y cada una de sus facciones se crisparon.
Alzó la vista y la expresión de pánico se esfumó. La exasperación se alojó en las líneas de expresión entre ambas cejas una vez posó la mirada en Laura. Como si supiera que la tormenta recién comenzaba, el señor Rodrigo abandonó la oficina con la misma rapidez con la que apareció y los condujo allí.
Fernando se removió incómodo, la tela de la ropa se sentía pegajosa y las etiquetas y costuras rozaban, descuidadas, la piel sensible. Bueno, lo cierto era que todo su cuerpo se había puesto sensible debido al cambio abrupto de temperatura; no quiso imaginarse la abrasión a la que se sometería una vez puesto los pies fuera de las oficinas enclimadas.
—¡Ya te dije que no hagas eso! —gritó, colérica, agitando las manos, como si quisiera ahuyentar una mosca imaginaria rondándole el rostro.
—Ya, ya, ya. Ni que te hubiera roto el portátil —replicó de buen agrado Laura.
«Demasiado expresivas» fue lo que pensó Fernando al verlas una frente a la otra. La sonrisa de Laura contrastaba con la mueca de desagrado de Romina. Eran tan opuestas y al mismo tiempo afines que a simple vista se entendía las condiciones de su amistad.
La disputa continuó unos minutos más, y una vez aclarado el punto de la intolerancia a la gente metiche, Romina preguntó el motivo que los llevó a molestarla en sus sagradas horas de trabajo. Fernando le explicó sus razones y Laura se inmiscuyó dando contexto de la situación en el MP sobre el caso de la persona de interés: Andrea Montero.
El fiscal a cargo del caso había encontrado inconsistencias en las evidencias, por ejemplo, los testimonios mismos, al joven Gutiérrez lo secuestraron dos meses antes de su ejecución, mismo tiempo en el que Andrea seguía una ajustada rutina, la cual se vio alterada por el altercado con Ignacio en la escuela que resultó en su expulsión, pero tampoco ese tiempo tuvo relación con el joven Gutiérrez.
Una semana antes del triste suceso, Andrea salió de la ciudad al ejido de Madero con su papá, un viaje corto, según los vecinos, y el día que volvieron, en la noche, los escucharon discutir por un corto tiempo y luego al señor Montero salir de la casa como alma que se lleva el diablo, subirse al carro y perderse en la oscuridad de la noche y tras él a Andrea corriendo, tratando de alcanzarlo, esa noche fue el 18 de noviembre, un jueves. Volvieron a ver a la muchacha el 25 de noviembre para velar el cuerpo del señor Montero, un día antes de la muerte del joven Gutiérrez.
—¿Nadie sabe qué hizo en esos siete días? —interrumpió Romina. Los ojos refulgían de interés.
—Bueno, lo último que supe fue que la estuvieron...
—Atendiendo. En mi casa —terció Fernando. Ambas mujeres lo miraron entre divertidas e incrédulas—. Se destrozó la planta de los pies siguiendo a su papá.
—Interesante —concluyó Romina más para sí misma. Como si hubieran pasado la prueba, los invitó a sentarse en alguna parte que estuviera libre, mientras buscaba el expediente de Andrea en el portátil—. ¡Aquí estás!
Salió del escritorio atiborrado y colocó el portátil sobre dos pilas de la mesita de centro, la pantalla mirando hacia Fernando y Laura.
—Ingresó al centro el 10 de diciembre —parafraseó correctamente la información—, ese mismo día fue aislada y duró así dos semanas, reintegrándose el 23 de diciembre. —Meneó la cabeza con aire de decepción—. De ahí nada extraordinario. Es como todas las demás.
Fernando se quedó ensimismado. Había confiado en la palabra de Gustavo cuando le dijo que Andrea seguía aislada y por eso no recibía ningún tipo de visita, ni siquiera la propia. Pero eso era lo de menos, el hecho que haya preferido que la soledad carcomiera a la muchacha antes de permitir la compañía de otros era imperdonable. «¿Acaso podía seguir negando lo evidente?», se preguntó mordiendo el interior del labio inferior.
—¿Por qué la cambiaron del módulo ocho al uno? —quiso saber Laura, seguía concentrada en la lectura del archivo.
—Ah, eso. —Giró la portátil luego de que Laura desviara la mirada al bonche de carpetas verdes enfrente suyo y tecleó un par de veces. Enarcó una ceja—. Aquí dice que la causa de su aislamiento fue una pelea con las reclusas del módulo ocho.
Salió del estupor de la desilusión con la boca seca ante semejante revelación.
—¿Qué clase de pelea?
—Ni idea, doc., la hoja es más larga que el reporte.
—¿Lo puedes investigar? —La pregunta de Laura fue lanzada al azar, estaba concentrada en hojear el contenido de las carpetas, indiferente a la expresión de espanto de Fernando y a la de curiosidad de su amiga.
—Por supuesto que puedo. ¿Por quién me tomas? —Tecleó más cosas en el portátil y lo dejó para acercarse a ellos de nuevo. La estatura no tenía nada que ver con el porte de Romina; podía verse como un Bichón Maltés y por dentro tener el aspecto de un Cane Corso a punto de atacar cuando la fastidian.
La nueva discusión entre ellas demoró algunos minutos y luego Fernando y Laura abandonaron la institución con sentimientos completamente opuestos.
Holaaa, mi gente linda
No olvides darle a la estrellita y comentar si te ha gustado el capítulo o qué te está pareciendo la historia en general 💗
¡Nos seguimos leyendo en la próxima actualización!
Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro