34. Intimidad II
Velado y perdido eran las palabras correctas para describir la manera en que Fernando se estuvo sintiendo los pasados seis meses.
Ignacio se plantó en la idea de no volver a casa de su padre, decisión sensata, la cuestión fue dónde o con quién se quedaría. La familia materna vivía en Ocosingo y de la paterna no se sabía nada a parte de que eran agricultores de algún ejido alrededor de la ciudad, y por el proceso de su denuncia debía estar sujeto a quedarse cerca para cualquier llamado del MP, así que le pidió a Fernando asilo temporal. Fernando aceptó, por supuesto, sin saber que hacerlo comenzaría una disputa encarnizada con Griselda, quien más que enfadada o preocupada por la situación de su hermano, estaba al borde del colapso de los nervios y el miedo de llevarle la contra a su padre.
—¡Es una locura! —le había dicho con el ceño fruncido, una noche de finales de enero; usaba las pantuflas de conejo de siempre, una blusa básica vino y shorts de mezclilla, el cabello lo llevaba recogido en un chongo, del que caían mechones en la frente, dándole aspecto desaliñado—. Mi papá puede ser insoportable si se lo propone, es mejor que nos evitemos de problemas.
Fernando apretó los puños y agradeció haber enviado a Ignacio a comprar tacos con Coqui al centro para la cena.
—¿Por qué te importa tanto?
Las cejas de Griselda se curvaron de sorpresa y sintió seca la boca. Se encogió de hombros y bajó la cabeza. Admitir su temor a perder la buena voluntad de su padre, y con ello ciertos beneficios, sería vergonzoso, especialmente con su marido siendo como era.
—Es mi padre —dijo en tono irónico—, y tú mi marido —añadió, seria—, lo último que busco es que entre ustedes haya otra cosa aparte de respeto.
—No lo habrá —la tranquilizó; sus manos ascendieron de sus codos a los hombros—. Y tampoco quiero que nosotros sigamos así. Distanciados.
Griselda asintió y le rodeó la cintura con ambos brazos. El malestar en el estómago, a causa de la zozobra del recuerdo del aliento cálido de Santiago, la azotó una milésima de segundos. Trataba de no pensar en ello y le echaba la culpa a Fernando de orillarla a ponerse hasta las chanclas de borracha. Pero no se lo diría, era irrelevante, además de no aportar nada, a lo que ella suponía, el comienzo de su reconciliación. Enterró el rostro en el amplio pecho de su marido y aspiró el aroma de la mezcla de perfume, detergente y los fuertes olores de los condimentos (se le pegaron mientras preparaba la carne para la comida de mañana). Fernando le rodeó los hombros y frotó la mejilla con parte de su cabello y frente, despeinándola.
—Te extraño —admitió, su voz salió amortiguada por la tela de la playera.
Sonriente, Fernando se aferró más al cuerpo esbelto de su mujer. Deseaba tanto fundirse con él.
—Así que —continuó Griselda—, lleva de regreso a mi hermano y volvamos a ser los de antes. —Metió las manos debajo de la playera, quiso seguir la línea de la columna, pero la firmeza de las manos de Fernando sobre sus hombros la hizo apartarse.
La sonrisa de Fernando se desvaneció, dando paso a un cosquilleo de impunidad en sus entrañas y extremidades. Tragó repetidas veces para calmar palabras capaces de volver ese diálogo en un cruce de cuchillas dispuestas a dar una estocada final. Había retrasado tanto como pudo la conversación sobre los motivos de mentir para no asistir a las renuniones de su suegro, pero viendo la insistencia de Griselda, supo que ya era hora de llevarla acabo. Cuadró los hombros e intentó sonreír, pareciendo más una mueca incómoda, la arrastró a la sala, donde ambos se sentaron mirándose de frente, y luego de un prolongado silencio, habló con toda la calma y delicadeza de la que fue capaz.
Griselda se notaba reacia a lo que sea que fuera a decir.
—Princesa, quiero entenderte. Entender por qué te vuelves tan complaciente cuando estás cerca de tus papás, al grado de parecer otra persona y no la mujer con la que me casé. —Tragó saliva, alejando la duda restante en su corazón—. Y por qué prefieres pasar por encima de tu hermano para darles la razón.
Quitó las manos de entre las de Fernando y se levantó, dándole la espalda, acalorada, y con un gran nudo en la garganta, se pasó la mano por el cabello, notó que no había manera de regresar a su sitio los mechones que enmarcaban su rostro, así que desató la dona, su cabello cayó sobre sus hombros, voluminoso y brillante. En la cabeza de Griselda había una curiosa interpretación de sí misma, para ella el estado del cabello, la ropa y el olor corporal eran un reflejo del tipo de persona que era, o eso había aprendido de su madre.
Cuando se fue de casa a estudiar la carrera de medicina y conoció a Fernando, tal percepción comenzó a cobrar otros tintes, pues a su lado aprendió que las personas no se reducían a lo que portaban o poseían, había mucho más, como sus destrezas, valores, experiencias y decisiones. Junto a él se dio cuenta que no le gustaba la medicina; la pintura era su verdadera vocación. Se rebeló y dejó de ser la hija ejemplar, su padre canceló sus tarjetas y le quitó el carro y las llaves de casa para hacerle saber que sin su ayuda no era nada, gracias al apoyo de la familia de Fernando se sostuvo. La alegría de sentirse cobijada la mantuvo a salvo del remordimiento, así fue como terminó la universidad y, en lugar de ejercer, le pidió a Fernando se casaran, desde luego porque lo amaba, pero también porque quería enfocarse completamente a la pintura, lo cual no podría lograr yendo a trabajar.
Por desgracia, el tiempo le dio la razón a su madre. Al verse en el espejo encontró la sombra de lo que un día fue: ojeras hasta el suelo, cabello seco y reventado, pequeñas verrugas comenzaron a adornar su largo cuello debido a la abrupta subida de peso. Era incapaz de reconocerse. Lo peor era que Fernando no parecía disgustado, al contrario, cada día se sentía más enamorado de ella, le daba ternura la nueva redondez de su rostro y la suavidad de su piel a la hora de amarse. Cualquiera se sentiría feliz y conforme, excepto Griselda. Las palabras de su madre hicieron estragos en sus horas de descanso y con el paso del tiempo se convirtieron en arañas de patas largas que se desplazaron sin descanso por su cerebro. Deseaba verse como antes. La inspiración se esfumó y cayó más hondo en la depresión, incluso temiendo asomarse a algún espejo. Fernando estuvo allí con ella, pero nada de lo que hizo ayudó, así que no tuvo de otra más que acudir con sus suegros. No tardó ni tres meses en verse como nueva, fachada pulcra de su esencia aplastada por las suelas de sus padres, quienes le advirtieron no volver a llevarles la contraria a menos que quisiera convertirlos en sus enemigos, y vaya que los conocía, sabía hasta dónde eran capaces cuando algo los había ofendido.
Renunció a su vida de ama de casa y aceptó el empleo en el centro de salud Guadalupe. Con ese nuevo comienzo también empezó el distanciamiento con Fernando.
Nerviosa, retorcía los dedos de sus manos y caminaba de un lado a otro. Acoger a Ignacio ponía en riesgo los beneficios que le otorgaba su padre, pero echarlo pondría en riesgo el único pilar que la mantenía cuerda. Su marido. Se giró bruscamente y regresó a su lugar en el sofá. Mantuvo la mirada fija en sus manos sobre su regazo, de lo contrario, de posarla en Fernando, no alcanzaría a articular ninguna palabra. Su mente y corazón habían tomado decisiones distintas, prolongando el silencio. No fue hasta que, en el velo de la incertidumbre, se preguntó «¿Necesito cordura para verme fabulosa?», la respuesta le arrancó las palabras reposadas en su garganta.
—Amo a mis padres sobre todas las cosas —dijo con una convicción espeluznante—, pero creo que es algo que no puedes entender.
Otra nube de silencio los cubrió, ennegrecidas, como suelen cubrir el cielo en tiempos tempestuosos.
La punzada en el pecho fue lo que menos le dolió. Sus ojos se llenaron de lágrimas, parpadeó repetidas veces para apaciguar la inminencia del llanto y, como pudo, se las arregló para no arremeter con la misma violencia el ataque de Griselda. Se imaginó un berrinche de los que solía hacer, pero no que tomara sus dolencias e inseguridades, confiadas a ella porque se suponía lo entendía y apoyaba, para volverlas un arma. El labio inferior le tembló y no creyó ser lo suficientemente valiente para hablar sin quebrarse. Se levantó, tomó sus llaves y salió a buscar a Ignacio y a Coqui. No tenía caso cenar con alguien que detestaba la idea de coexistir con ellos.
Griselda se fue a casa de sus padres como muestra de apoyo a ellos y Fernando siguió fiel a su convicción. Dejó de tomar horas extras en la clínica y comenzó a regresar a las siete en punto para cenar con Ignacio, a veces se unía Coqui si no estaba de guardia, ya que vivía en el departamento de arriba. Entre los dos, Fernando y Coqui, se las ingeniaban para que Ignacio saliera del silencio sepulcral en el que había encontrado cierto consuelo.
Resignado a esa nueva desventura, se volcó en el proceso de Ignacio y de puntitas en el de Andrea, era evidente el recelo que le profesaba Gustavo; aún así, se las arregló para enviar medicamentos, entre otros artículos médicos, a la enfermería del centro, después de todo Gustavo no era el único con contactos. Y aunque por un lado encontraba consuelo de saber a Calderón en el reclusorio, una parte de su cabeza reparaba en la capa de soledad sobre Andrea estando aislada en las celdas de castigo, según dijo Gustavo a regañadientes, y en cómo se fueron a torcer tanto las cosas. Llegó a preguntarse si era posible echarle la culpa a alguien o aceptar que las cosas habían resultado así porque sí; si en algún momento podrían volver a sentirse tranquilos, Ignacio y Andrea, o toda la vida llevarían consigo el fantasma del pasado sobre sus hombres. Si Griselda volvería y la reacción que tendría para con ella de hacerlo, o si sería él quien corriera tras ella para arrodillarse y ver su expresión antipática como en sus sueños.
El peso de extrañar a Griselda permaneció allí, pero la sensación se fue difuminando con el tiempo que pasaba junto a Ignacio. Sin que él lo supiera, Fernando había resistido a la seducción de su cama por mantenerlo abrazado y lejos de la vida diaria, además de agudizar su curiosidad en cuanto a la relación que sabía existió con Andrea, pero a duras penas le había sacado algunas menciones de la misma. Algo en su interior le decía que la rencilla entre ellos despertó mucho más de lo que eran capaces de dilucidar de propia cuenta. ¿Por qué inculpar a una niña a la que no le quedaba ya nada en la vida? ¿Y, además, usar de escudo a alguien como Ignacio, que apenas puede consigo mismo?
Un sábado después de la extenuante jornada laboral, llevó a Ignacio a comer una rebanada de pizza en uno de los tantísimos puestos de la feria de la Virgen de Candelaria.
Todos los años se conmemoraba la presentación de Jesús en el templo de Jerusalén, la fiesta comenzaba el 27 de enero y el 10 de febrero levantaban los juegos mecánicos y puestos de venta, ya fueran de ropa, utensilios domésticos, juguetes y comida; el 2 de febrero era el día cuarenta después de Navidad, el mero día de la presentación de Jesús, y el día en que solían quemar una corona de fuegos artificiales fuera de la iglesia para la Virgen.
Antes de sentarse en algún puesto, se subieron al musical, serpentearon sobre el último falso y mocho vagón de tren con música electrónica de fondo que a ninguno de los dos les gustó, pero supieron disfrutar en el momento. Luego se montaron en los carros chocones y terminaron jugando a asestar canicas en hileras numéricas de cinco por cuatro que iban del uno al siete, si todas las canicas quedaban dentro del círculo, con la suma de los puntos, podían escoger el premio de la cantidad obtenida o inferior a ésta. Ignacio se llevó una alcancía de Bambi anémico de ojos saltones con los diecisiete puntos ganados y Fernando, con sus treinta y tres puntos, un voluptuoso y felpudo oso de peluche color marrón, de ojos negros y vidriosos; en el cuello llevaba atado un moño de patrones cuadrados con contornos dorados y rellenos de distintos tonos verdosos.
Resentido, Ignacio enumeró los detalles de pésima calidad del oso, lo que hizo estallar en carcajadas a Fernando y arrastrarlo al puesto de doña Carmelita, la anciana que llegaban con la caravana desde Huehuetan a vender sus deliciosas pizzas de distintas especialidades, la primera caravana en la que llegó él tenía catorce años. Ordenaron dos de tres quesos y una de peperoni y una de hawaiana. Solo por esta vez, Fernando se contuvo de ordenar dos rebanadas más, su estómago no parecía ignorar el caldo de pollo que les invitó Lourdes.
Doña Carmelita (de cabellos grises, recogidos en una coleta baja con dos pasadores vino a la altura de las sienes, y un colgante de perlas artificiales alrededor del cuello, zapatos de charol, falda de mezclilla, que conservaba las marcas de suciedad al arrastrarse en el suelo, y blusa azul manga larga opacada por la chamarra negra con cuello felpudo) les llevó sus órdenes en lugar de mandar a alguno de los empleados y evitar un accidente a causa de la debilidad en sus piernas, pero llegó con la energía de una hormiga obrera a su madriguera. Fernando le cedió su lugar y charlaron un rato sobre los cambios más significativos de sus vidas con Ignacio como espectador.
A Ignacio le tomó sin cuidado, tampoco se molestó en esperar a Fernando para comer. Entre bocados, le echaba vistazos rápidos a su cuñado, lo veía sonreír y agitar las manos, unas veces con más enjundia que otras, dependiendo de qué tan emocionado le resultaba lo que estuviera contando; cualquiera pensaría que le va de maravilla en la vida y no que acababa de ser dejado por su esposa. La punzada de culpa en su cabeza se hizo más vivida. Estaba destruyendo dos vidas, sin contar la suya. Su cobardía. Sus silencios.
Se atragantó con el último trozo de pizza, alarmando a Fernando que comenzó a darle palmadas en la espalda, por su parte, Doña Carmelita le pidió a su nieto, el muchacho dentro del local, una botella de agua. Tras calmar la picazón en la garganta, a punta de carraspeos, Ignacio le dio pequeños sorbos al agua; su rostro había palidecido mucho y extrañas líneas entre las cejas se le acentuaron. Doña Carmelita se disculpó y despidió y Fernando acercó el banco al de Ignacio.
—¿Cómo te sientes? —preguntó y volvió a frotarle la espalda.
—Bien. —La voz de Ignacio sonó como el arrastre de un saco de piedras por los azulejos—. Aunque he tenido días mejores.
Fernando le dio una buena palmada en el hombro y sonrió, aliviado. Por un momento creyó que el jovencito se pondría a llorar desconsoladamente.
El golpe tomó a Ignacio por sorpresa, haciéndolo hipar y tomar a sorbos agua mientras contaba en su cabeza hasta diez para que se le quitara.
—Eres un chavo de buen corazón —susurró Fernando, dándole el primer mordisco a la pizza fría.
Ignacio se crispó y tuvo ganas de llorar.
Holaaa, mi gente linda
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¡Nos seguimos leyendo en la próxima actualización!
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