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32. Confesión a medias

Tres de la mañana, un veinticinco de diciembre, denuncias por doquier, cinco arrestados, cuatro puestos en los separos y uno metido en la sala de interrogatorios, y cuatro hombres en plena disputa dentro de las instalaciones. La vida no podía ser peor para la fiscal Laura Benavides. Vió dirigirse, como Juan en su casa, a dos de esos hombres, conocía al más viejo y se preguntó los motivos que lo llevaron allí, rumbo a la sala de interrogatorios, y ahora mismo observaba a los restantes en la sala de espera desde el marco del acceso a su área, una leve incomodidad se instaló en su garganta al ver al joven oficial Gutiérrez romperse. La noticia del asesinato de su hermano era bien sabido en toda la ciudad, tampoco ayudaba que su padre y él fueran bastante conocidos por su ineludible búsqueda de justicia.

De todos modos no importaba si en dado caso no lo fueran, estaría al tanto porque el fiscal que estaba a cargo de la investigación era un buen amigo suyo.

Quiso curiosear más, así que se acercó al oficial Gutiérrez y compañía, suponía que al no haber mucha diferencia de edad podría resultar menos incómodo su intromisión. El oficial ya se había secado las lágrimas y carraspeaba, supuso, para pretender que no había ocurrido nada. Se presentó y le extendió la mano a ambos hombres que la miraron con sorpresa y le devolvieron el gesto.

—Me sorprende que alguien como usted, oficial, haga un escándalo en un lugar donde ha venido como invitado —le dijo a Santiago—. ¿Qué lo trajo por aquí?

—Traje al muchacho que está dando su declaración en el cubículo seis, fiscal. —Bajó un poco la cabeza, apenado.

—¿Nombre?

—Ignacio Zúñiga Fernández.

Fernando observaba la escena. No quería ser maleducado al abandonarlos pero le afligía asegurarse de que a Ignacio no le hubiera pasado nada demasiado grave. Su nerviosismo llamó la atención de Laura.

—¿Y usted? ¿Señor...? —Alzó una ceja despeinada y le instó con un gesto de la mano a responder.

—Fernando Arteaga; médico general. Vine a buscar a mi cuñado.

—¿Y su cuñado es...? —Repitió el gesto.

—Ignacio Zúñiga Fernández.

Oh. Así que él era el "desaseado" que osó llevarse a la hija favorita del doctor Zúñiga. Por ahí supo que el hombre quería convertir a su hija en una prodigio de la medicina, volverla una especialista epidemióloga y hacerla llegar al puesto de directora general de epidemiología. Una simple ficha dentro de la política que nunca logró colocar ni usar.

Les dedicó una sonrisa cordial, misma que usaba en los juzgados. Con esa suave elevación de las comisuras de sus labios dejaba en claro que más valía no provocarla o iban a ver de lo que era capaz.

—Me resulta extraño que lo hayan traído aquí en lugar de la estación de policía. Allá también podía levantar la denuncia. —Sus ojos fueron de Santiago a Fernando en busca de una respuesta.

Ahora que lo mencionaba la fiscal, la curiosidad también surgió en Fernando que ladeó la cabeza y le dedicó una mirada inquisitiva a Santiago, aunque en el fondo tenía cierta sospecha de los motivos de su cuñado.

—El muchacho insistió venir aquí. —Cuadró los hombros en un intento por alejar la pesadez en ellos—. Desconozco sus motivos.

No era verdad. Sabía muy bien que yendo ahí a levantar una denuncia de maltrato por parte de uno de los trabajadores más importantes de Sacrilegio Zúñiga, Ignacio, implícitamente, dejaba en evidencia el poco control que tenía su padre sobre sus trabajadores o, incluso peor, sembraba la duda de si él estaba al tanto de todo y lo consentía, además de imposibilitar el retiro de la demanda. De haberlo hecho en la estación de policía el escándalo hubiera sido sofocado muy rápido por la inmensa simpatía que existía allí hacia el doctor, pero era diferente en el ministerio público.

Algo parecido suponía Fernando: una denuncia social contra su padre con la gente a la que a este le importaba el qué pensaban de él. Y asimismo, Laura tampoco demoró en hacer sus propias conjeturas y coincidir en ello.

Laura era una mujer resiliente pero terca, muchas veces enemistándose con sus compañeros cuando dirigía investigaciones; habían casos fáciles de procesar que al indagar más resultaban complejos e inesperados, lo que exigiría mucho esfuerzo y tiempo y allí el tiempo no era suficiente para resolver la pila de carpetas a la espera de una buena y digna investigación. Para ella esas carpetas no eran simples nombres, eran personas a la espera de justicia.

Quería hablar con el muchacho, no, más bien quería hacerse cargo de su caso. Le gustaría fastidiar un poco al imperturbable Sacrilegio.

Se acomodó el cuello del palazzo de rayas que ese día optó por usar y se removió incómoda debido a lo ceñida que sentía la cintura. Prefería los pans de tiro alto y amplios con blusas deportivas holgadas pero, bueno, había ciertos códigos de vestimenta ya que en su mayoría trabajaban hombres.

—Vaya, es un joven inteligente —dijo al fin—. Me gustaría platicar con él.

Avanzó a los cubículos con los dos hombres detrás. Ninguno parecía muy convencido pero se limitaron a mirarse entre ellos y a mantener la boca cerrada en la medida de lo posible. Los cubículos estaban separados por muros de tablaroca blanca a la altura del escritorio y sobre este se empotraron vidrios con marco de aluminio, así que desde el acceso se podía ver a la licenciada escribir en la computadora y a Ignacio relatar los hechos.

Los ojos de Ignacio se mantuvieron fijos en sus manos sobre su regazo. Seguía usando la camisa manchada de sangre desde el hombro hasta el puño, el conjunto de heridas se las había tratado Santiago en el coche donde siempre guardaba vendas para cualquier emergencia. Fernando, por su parte, contuvo el aliento unos segundos y luego se forzó a mantener la calma, lo mismo con Laura, no se imaginó un panorama tan adverso pero interesante. La denuncia social tenía fundamentos, no era simple capricho.

El repentino llegar de la fiscal puso en alerta a Ignacio que fue consolado por la licenciada Ana.

—¿Ya terminaron? —preguntó Laura mirando el ordenador.

—Ya. Lo acabo de subir al sistema.

—Envíamelo a mí. Yo tomaré el caso.

Ana asintió.

Ignacio parecía reacio a confrontar a la mujer de palazzo, algo en ella le puso los pelos de punta. Hundió los hombros y agachó más la cabeza, casi los hombros rozaban los lóbulos de sus orejas.

La imagen le causó ternura a Laura. A su pensar el muchacho era inteligente y capaz pero una herida así no hubiera pasado desapercibida si el ataque fue perpetrado en la calle, y si no fue en la calle, ¿cómo lo trajo el oficial Gutiérrez? Ladeó la cabeza y le dedicó una mirada divertida a Santiago, quien no supo cómo reaccionar.

—Oficial, ¿podría decirme por qué trajo usted al muchacho?

El silencio se volvió pesado tras la pregunta. Tanto Fernando como Santiago e Ignacio tuvieron la extraña sensación de sentirse acorralados en una pileta llena de tiburones recién alimentados, podía ser que en ese momento no atacaran pero conforme el hambre los invadiera terminarían devorados.

—Porque fui quien presenció la agresión.

—¿Usted? —preguntó, incrédula—. ¿Fue en el parque, acaso?

—No, fiscal, fue en la hacienda donde vive.

Las cejas despeinadas de Laura se alzaron.

—¿Y usted qué hacía ahí?

«No estoy para estas mamadas», pensó Santiago.

—¿Qué quiere saber, fiscal? Sea directa —dijo con la mandíbula apretada.

Aparte de Ana no había nadie más alrededor del grupo y aún así la atmósfera se sentía igual de cargada que cuando se asistía a una fiesta de quinientos invitados y todos trataban de bailar en una pista reducida. Fernando parecía desconcertado, igual que Ignacio, Santiago era el único atento al comportamiento de la fiscal. Era conocido el temperamento castrante de la fiscal Benavides, cualquiera en la estación de policía sufría si ella era la encargada de la investigación y también se decía que ni sus compañeros la aguantaban.

Laura negó con la cabeza y se cruzó de brazos. La gente directa le agradaba y al mismo tiempo le aburría, no podía fastidiarla todo lo que quisiera.

—Acabo de tomar el caso, ¿no escuchó? Estoy aprovechando que tengo a los implicados aquí para hacerles preguntas.

Esta vez fue Fernando el que habló con una calma envidiable.

—Fiscal, ya debe de tener los testimonios en su computador. Creo que esto es innecesario.

—¿Ah, sí?

Se le hacía extraño que cuatro hombres custodiaran a un muchacho mayor de edad. ¿Qué tenía de especial? Ser hijo de un médico y empresario, privilegiado y ambicioso, no era razón suficiente, había otros empresarios igual de importantes y no por eso sus hijos necesitaban ser cuidados o vigilados. También era consciente de que en los testimonios no hallaría la respuesta a su pregunta.

»Miren, lo mejor es que cooperen —continuó Laura con voz lánguida—. Esto apenas comienza, ni siquiera les he preguntado qué hacen sus compañeros en la sala de interrogatorios. Creen que porque somos pocos en este momento pueden hacer lo que les viene en gana y no es así.

—Lo sentimos, fiscal —se disculpó Fernando.

—Entonces explíquenme.

El corazón de Ignacio se aceleró, tenía miedo de todo esto y ni siquiera estaba seguro de haber hecho lo correcto con la denuncia; sólo imaginar el rostro desencajado de su padre le hacía temblar entero y todavía no se atrevía a deducir las represalias a enfrentar en cuanto regresara a casa. Miró, desesperado, a Fernando. Deseaba esconderse bajo el abrigo de lana que llevaba puesto y desaparecer pero, a la vez, ansiaba gritar todo lo que había soportado desde la noche que intentó escapar, hacía un mes. Volvió la mirada a la mujer de cabello crespo, lo llevaba suelto y, de hecho, parecía un enorme algodón de azúcar en forma de arco sobre su cabeza. Esperaba que ella no fuera un simpatizante más de su padre.

—Mi padre... —dijo Ignacio en un susurro. Tragó saliva y con mayor firmeza, añadió—: Todo esto es mi culpa. Yo... y-yo debí haber venido antes. —Laura lo instó a continuar y a la licenciada Ana a anotar todo en el ordenador—. Hace un mes intenté escapar de casa con mi nana, quedamos de vernos fuera de la bodega que también sirve como estacionamiento pero nuestro plan fue descubierto por el capataz. Estaba acompañado de otro trabajador, el más unido a él, no recuerdo su nombre pero lo conocían como Chancho.

»Mi preocupación era dejar fuera del problema a mi nana, así que prometí regresar con ellos. Mi súplica no fue suficiente, querían castigarnos. Calderón disfruta lastimar a otros. Pero mi nana se fue contra ellos a punta de provocaciones, trató con todas sus fuerzas de mantenerlos lejos de mí y así fue. Al final las patadas y puños la dejaron inconsciente. —Se limpió las lágrimas en sus mejillas, su voz había disminuido en volumen aunque seguía siendo clara—. Después de eso no recuerdo mucho.

¿Había algo peor que perder un puesto de trabajo? Sí, presenciar el sufrimiento de quienes buscan libertad. El rostro hermético de Laura se volvió el de una mujer que acababa de ver a su mascota ser atropellada. Ana, Santiago y Fernando también fueron tomados con la guardia baja. Ese muchacho llevaba un mes sufriendo maltratos y nadie se había dado cuenta.

—¿Qué es lo poco que recuerdas después de lo que nos acabas de contar? Lo que sea sirve.

Se quedó inmerso en sus pensamientos. Recordaba la dureza de una mano sobre su hombro y la fría sensación del cuchillo en su cuello, justo a la altura de la manzana de Adán, la textura de la tierra y las hojas entre sus dedos, el arrullo del viento meciendo los árboles, el rostro lacerado de su dulce nana mientras seguía postrada en la tierra y al Chancho. Frunció el ceño. El Chancho estaba boca abajo sobre un charco de sangre. Abrió mucho los ojos para de inmediato posarlos en la fiscal.

—Mataron al Chancho.

—¿Fue el capataz?

Meneó la cabeza de forma negativa. No era posible, el Chacho era la mano derecha de Calderón, ¿por qué buscaría eliminarlo si lo había ayudado a hacer sus fechorías?

Regresó su mente a ese momento, tenía el cuerpo tembloroso y estaba a cuatro patas cerca de su nana, sus ojos nublados por el llanto alcanzaron a notar un bulto a su costado izquierdo, era el cuerpo inerte del Chancho, de la coronilla de su cabeza expulsaba sangre, la presión con la que salía daba la alusión de una fuente. Escuchó voces, discutían sobre algo, ¿qué era? No importaba realmente, sino la presencia del otro con quien discutía Calderón. Un escalofrío se instaló en su ya de por sí tembloroso corazón. Ese alguien había tratado de sacarlos de ahí.

—Un hombre —susurró—, apareció de la nada. Fue el que atacó al Chancho mientras este arrastraba a mi nana dentro del estacionamiento. Al principio, Calderón me usó como escudo pero de un momento a otro cambió de parecer. Discutieron de sabrá dios qué. No. —Se relamió los labios—. No discutieron, de hecho, el único que habló fue ese hombre. Se escuchaba muy enojado y también recuerdo cómo arrojó a un lado unas ramas para luego levantar a mi nana. Yo lo seguí. Apenas nos movimos cuando Calderón le disparó. Varias veces. Desde entonces no supe nada de mi nana ni de lo que hicieron con los otros cuerpos.

Fernando sabía la identidad de ese hombre misterioso, mientras Santiago comenzaba a deducirlo.

—Mencionaste a tu padre —dijo Fernando frotándose la nuca—. ¿Él sabía esto? ¿Lo permitió?

Con la cabeza navegando en un tornado en el que nunca se dieron cuenta de haber caído, miraron a Ignacio en espera de una respuesta. El semblante severo de Laura le hizo agachar la cabeza y enredarse con sus palabras.

—N-no. Él sólo..., sólo sabía que no acaté sus órdenes de quedarme en mi cuarto, y-y tampoco sospechó nada porque Calderón nunca m-me puso una mano encima.

—¿Y por qué no le dijiste? —preguntó Laura—. ¿Por qué preferiste quedarte callado y soportar los maltratos de ese hombre? —Bufó. Era por demás decirle que de milagro estaba vivo y que quizá si el imprudente del oficial nunca se hubiera cruzado con tal situación seguiría a expensas del capataz. Aunque, si era sincera consigo misma, muchas cosas seguían sin encajar—. Discúlpame, Ignacio, pero me parece increíble que tu padre no se haya dado cuenta de nada. Es decir, ¿le dió igual la ausencia de tu nana? ¿O es que ni siquiera presta atención a los empleados de su propia casa?

Cuando la mirada de Laura y la del muchacho se encontraron, pudo ver en ellos la angustia y fatiga que le ocasionó hablar del tema, lo difícil que había sido soportar a un desquiciado mientras mantenía la boca cerrada. Sus ojos no eran distintos de los niños que tuvo la dicha de rescatar y dar un lugar digno para vivir. El impulso de retractarse de sus últimas palabras la sacudió y se enraizó alrededor de su cerebro, conforme los segundos pasaban las ramificaciones iban ejerciendo presión y llegaría a un punto en el que tendría que doblegarse, no ahora pero sí en algún momento.

—Usted debe saberlo mejor que nadie —repuso tras una prolongada pausa; sus labios se habían contraído en un puchero de desaprobación—. Y tú también —le dijo a Fernando, y luego de repasar a todos los presentes, añadió—: Mi padre no es diferente de todos los profesionistas que se dedican a salvar vidas. Con el tiempo que le queda nos atiende, a mi madre y a mí, incluso a mi hermana que ya está casada.

»Respondiendo a sus preguntas, fiscal —entornó la mirada, el miedo en ésta se escondió detrás de un velo de indignación—: no, no le presta atención a sus empleados. Para eso le paga al capataz y como éste es muy bueno cumpliendo con los encargos, mi padre confía plenamente en él. —Dejó caer los hombros y bajó la cabeza, sus dedos entrelazados le permitieron juguetear con los pulgares—. Incluso más que en mí —admitió—. Es bien sabido que soy un hijo malcriado y que siempre estoy metido en pedos pese a las constantes advertencias de mis padres. No es de extrañar que no crean nada de lo que digo.

Su ferviente necesidad por defender a su padre no tenía nada que ver con el mandamiento de Dios sobre honrar a los padres, sino, más bien, en las intimidantes palabras de su padre el día que amenazó con revelar la verdad al mundo sobre el hijo del juez y Andrea. «Si yo caigo, toda nuestra familia se viene conmigo. Tú, tu madre, la familia de tu madre, tu hermana y la familia de tu hermana», fue lo que dijo. No podía asegurar que se fueran a hacer realidad pero la posibilidad estaba ahí, latente y asfixiante. Era un riesgo que prefería no correr. Y no lo hacía por su madre o hermana, ellas eran igual de detestables que su padre, en realidad se debía a los tíos, cuando se le permitía visitarlos lo mimaron a más no poder, y a la abuela que lo consideraba sus ojos, gracias a ellos y a su nana había conocido la calidez de una familia, y a Fernando le debía el cariño fraternal. Entonces, ¿cómo podría cargar con sus muertes? Ni siquiera la muerte lograría borrar el peso de semejante decisión, ni la muerte ni mil vidas después de ésta.

—No me animé —continuó con su perorata—, porque en primera, traté de escapar y en segunda, mi suspensión de la escuela había ocurrido cuatro días antes. —Volvió a posar sus ojos en los de la fiscal que seguía con semblante severo, muy diferente de los demás, una combinación de lástima e impotencia—. Supe después que Calderón le echó el cuento de encontrar a mi nana robando una horquilla de plata de mi mamá. Algo parecido sucedió con el Chancho, dijo que se fue por propio pie sin decirle nada a nadie; nadie lo desmentiría, no había quien.

Ofuscada, Laura suspiró y relajó los músculos faciales. El chico tenía un punto, habría que ver qué tanta verdad se resguardaba en éste.

—Tal parece que ese Calderón es una fichita —dijo con cierta serenidad; abandonó su prolongado asiento en el escritorio—. No queda de otra. Debemos llevarlo ante la justicia.

Enajenados a la resolución de la fiscal, Santiago y Fernando divagaban con respecto a la identidad de ese hombre misterioso que padeció en las manos de Calderón. Por un lado, a Santiago desde siempre se le hizo extraña la repentina muerte del padre de la señorita Montero; había leído el acta de defunción, en la causa de muerte decía «Traumatismo involuntario» y nada más, porque no hubo consentimiento para realizar la autopsia. Y, si sus cálculos no fallaban, lo relatado por Ignacio había ocurrido la madrugada del viernes 19 de noviembre, misma fecha registrada como fecha de fallecimiento del señor Leoncio Montero. Demasiada coincidencia.

Por el otro, a Fernando todo aquello le cayó como balde de agua fría. Tener conocimiento de la muerte poco digna del papá de Andrea no era igual a saber en concreto los detalles plagados de inescrupulosa maldad, fue eso lo que lo dejó azorado y asqueado por un momento.

El curioseo previo de Laura se profundizó con más ahínco a partir de la conmoción del par de escoltas de la víctima. Sus pálidos rostros le daban pauta a imaginar lo entretenido que sería dirigir el caso. Llevaba meses buscando algo de emoción luego de la notificación enviada por la Fiscalía General del Estado sobre su reubicación en una nueva jurisdicción. Cada dos años se llevaba a cabo una rotación interna para evitar casos de corrupción, sonaba bonito, pero había quienes se les permitía quedarse.

Le ordenó a Ana enviarle el archivo reciente y llevar al muchacho con el médico legista en guardia para que emita un dictamen médico y se anexe a la carpeta de investigación. A los demás les pidió que la acompañaran a la sala de interrogatorios. Hasta cierto punto el hombre estaba acabado pero de lo único que lo podían acusar y procesar era por el delito de lesiones conforme al artículo 157 del Código Penal Estatal. Para los otros delitos relatados por Ignacio se debía hallar pruebas y como ya había pasado mucho tiempo el lugar de los hechos ya estaba contaminado, así que lo único que les quedaba era encontrar los cuerpos.



La sonrisa socarrona y la mirada desafiante de Calderón estaban sacando de quicio a Gustavo. Había un límite en su tolerancia, que nunca fue mucha, y este individuo se encontraba cada vez más cerca de rebasarlo. Golpeó la mesa con ganas y señaló de nuevo las fotografías; en una el joven Hugo yacía todavía amarrado a la silla en medio del campo con la cabeza echada hacia adelante, muerto, y en la otra sonreía junto a su mamá arriba de una lancha y luciendo unos apretados chalecos salvavidas.

—¿Qué hiciste entre las doce y las cuatro de la madrugada del viernes 26 de noviembre?

—Dormía como todos a esas horas —dijo Calderón mientras se cruzaba de brazos y se recargaba en el respaldo de la silla.

—¿Hay alguien que respalde su coartada?

Se encogió de hombros y fingió pensar en algo para luego reírse a carcajadas, incluso llegó a apretarse el estómago por el dolor de la incontenible risa. Pero no era porque de verdad le divirtiera la situación, en realidad se sentía atados de pies y manos; el hijo de puta del policía junto al maldito de Ignacio lo habían llevado a las puertas del matadero. Sabía que nadie lo podría librar pues lo capturaron en el acto, no obstante, tampoco estaba dispuesto a destapar todo lo relacionado al encargo de su patrón y no porque le debiese lealtad, sino por el trato que le suelen dar a los soplones. Además, él no era ningún maricón boca floja.

Miró de nuevo las fotografías, detalló con deleite la sangre salpicada en la ropa de ese mocoso y recordó lo bien que se sintió hundir sus puños en la tierna piel. Sus gritos fueron otro aliciente. En fin, disfrutaba su trabajo.

—Vivo en la Hacienda del doctor Zúñiga. —La cicatriz se contrajo por la sonrisa de lado—. Tiene cámaras, ahí podrá corroborar que regresé a eso de cuarto para las doce el jueves 25 de noviembre —imitó la voz de Gustavo y soltó una risita ronca al final—. Tiempo récord. Desde la casa de Andrea a la hacienda tardé menos que en la ida, recuerdo que mi patroncito Nacho llegó cuarenta minutos después junto a su cuñado. ¿No le dijo que fui yo quien les abrió el portón?

La acidez en el estómago de Gustavo subió hasta su boca. El hombre ante él podía ser un analfabeta y pobretón pero muy astuto e inteligente, estaba acostumbrado a salirse con la suya por su elocuencia y habilidad para mentir, lo había hecho tantas veces que esa máscara se le adhirió en lo profundo de su piel, pasando a ser su nuevo rostro multifacético, se adaptaba a la situación y volvía difícil escarbar para traer a su yo real, al que, quizá, le quedaba un poco de humanidad.

Sin embargo, en tal caso que apelar a la humanidad resultaba infructuoso, lo otro por hacer era inclinarse a la provocación. Fastidiarlo hasta hacerlo perder los estribos, después de todo había dedicado horas a investigar sobre él y sus antecedentes. Usaría su cólera para darle vuelta al tablero.

Imitó la postura de Calderón, incluso exageró la posición cruzada de los brazos y enarcó una ceja. Detrás del vidrio oscuro que quedaba a su costado, Matías observaba la escena un poco turbado por el cambio de actitud del licenciado, igual nunca cortó la grabación y tampoco dejó de describir la escena en la libreta delante suyo.

—Debió ser difícil tener un padre homosexual, ¿verdad Florentino? —dijo con fingida lástima; lo alentó ver la tensión en la mandíbula del aludido y las venas de su garganta tensionadas—. Apuesto que fue difícil soportar ser vestido de niña por tu propia madre con tal de no ser arrastrado a la cama de tu padre, así como los otros niños del pueblo. No quiero imaginar...

—Cállese la puta boca o aquí mismo se la parto de un chingadazo —lo interrumpió Calderón con voz amenazante, recargando sus antebrazos en la mesa de metal, el choque con las esposas hizo eco en la pequeña sala.

—Eso te decía, ¿verdad? —Hizo un esfuerzo sobrehumano para modular su tono y sonar impávido—. Mientras le pegaba a tu mamá y tú no dejabas de llorar. ¿Era diario o solo cuando pagaban la quincena y se bebía hasta el orín de perro?

Cualquier duda de aquel abogadito insípido se había borrado en la mente atribulada de Calderón. Estaba dispuesto a morir con tal de sacarle información. Reírse hubiera bastado para llevarlo de nuevo a la desesperación inicial, no obstante, sus labios se mantuvieron inertes y en sus ojos se encapsuló el odio y la ira cargada desde antes de nacer. Las aletas de la nariz comenzaron a expandirse por su respiración violenta y con el espíritu de un oso pardo se abalanzó sobre el abogado de rostro pálido de sorpresa y miedo, el lacerante chasquido del metal de la silla y mesa contra los azulejos se desperdigó como astillas en los tímpanos, a horcajadas sobre el estómago comenzó a ejercer presión en el cuello, le deleitó la manera en que los ojos parecían escaparse de las cuencas y la desesperación en las manos tratando de golpearlo o arañarlo.

Matías se apresuró a la puerta donde se encontró a una mujer de cabello esponjoso con Santiago y el médico Fernando detrás, su urgencia le impidió decirles nada, los esquivó y corrió rodeando la cabina hasta el pasillo de la sala, detrás suyo lo seguía Santiago preguntándole qué pasaba.

Escuchó pasos del otro lado de la puerta, soltó y mandó a un rincón de un empellón al abogado, atrancó la manija con el borde de una de las sillas y la mesa y la otra silla sirvieron para obstaculizar el camino, volvió sobre sus pasos dispuesto a continuar, encontrándose a Gustavo salivando y tosiendo, se agitaba como las hojas de la palmera cuando se trataba de bajar los cocos. Un resplandor se asomó en sus ojos al notar las marcas de sus dedos en la piel morena.

Sin más preámbulo le dió un zape en la coronilla y lo posicionó de manera que le mirara la cara.

—El único que va a jartar orín de perro serás tú, pendejo —dijo con una sonrisa. Acercó sus labios a la oreja del abogado mientras se desabrochaba los pantalones; le regocijó la idea de irse a la cárcel por un buen motivo y no por haberse esforzado en educar al hijo del patrón—. Andrea habría apretado el gatillo si su niñez hubiera sido igual a la mía. Sólo necesita un empujón para convertirse en alguien como yo. ¡Para convertirse en un monstruo! —gritó y se bajó la ropa.

Laura y Fernando quedaron estupefactos al ver el rostro del licenciado Gustavo ser bañado de orín con la risa atronadora y sofocada de Calderón de fondo, pensaron que se le ocurriría algo peor teniendo el pene de fuera hasta que Matías y Santiago derribaron la puerta y lo tomaron de la camisa y por la fuerza lo dejaron boca abajo en el suelo.

Si a la fiscal le quedaba alguna duda sobre la peligrosidad de ese hombre, ésta se esfumó al segundo de haber entrado a la cabina.

NOTA:

Holaaa, mi gente linda

Aquí comenzamos la recta final de la segunda parte. Calderón ya está más adentro que afuera del reclusorio, ¿creen que de verdad mantenga la lengua amarrada y cargue con la culpa? Puede sorprendernos 👀
En cuanto a la fiscal, espero que su curiosidad no la lleve a la fosa de su propia tumba. ¿Qué les pareció este personaje y el capítulo en general? 🏴🏴🏴

¡Nos seguimos leyendo en la próxima actualización! 💗🫰🏻

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