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31. Ser y querer ser II

El insistente tono de llamada lo obligó a dejar solo a Coqui con uno de los pacientes. Una vez en el pasillo y a varios metros lejos de la habitación tomó la llamada. Era un número desconocido.

—Doctor Arteaga para servirle. ¿Con quién hablo?

—Señor Fernando, soy Felipe —le respondió una voz fatigada.

Se apretó las sienes con la mano libre. Trataba de recordar a algún paciente reciente de nombre Felipe.

—¿Felipe qué, disculpe? —preguntó al no conseguir recordar a nadie con ese nombre.

—Felipe Moguel, señor, soy trabajador de su suegro.

Ah, el portero de la hacienda.

—Claro. —Recargó el hombro en la pared a su costado y cambió el teléfono de oreja—. ¿En qué lo puedo ayudar, don Felipe?

El hombre del otro lado de la línea dudó en exponer la situación, temía ser responsabilizado por todo lo suscitado después de haber dejado entrar a dos policías haciéndose llamar amigos de la familia a la hacienda por orden de la señora Griselda. Cerró los ojos, envalentonándose.

—La policía se llevó al joven Ignacio y al capataz. —Apretó el respaldo del sillón para calmar el temblor de su mano—. La señora Griselda está durmiendo y exigió que se le dejara en paz y los patrones siguen sin responder las llamadas. Usted es al único que puedo recurrir, de lo contrario esto se volverá un circo mañana que todos lo sepan.

Con el corazón en un puño se quedó absorto en la penumbra de la clínica, sus ojos buscaron el titilar del foco al fondo del pasillo. Su día a día consistía en entrar y salir de la oscuridad de sus pensamientos una y otra vez hasta que los sesos le dolían; agachaba la cabeza, tomaba aire y continuaba. Siempre hacia adelante, no importaba a dónde lo llevaran sus pasos ni qué dificultad debía enfrentar. Como ahora.

Se aclaró la garganta. No había percibido el nudo en este tras escuchar el nombre de su esposa.

—¿Sabe adónde se los llevaron? —Su voz careció de emoción.

—Al ministerio público, señor.

Otra vez ese maldito lugar.

—Gracias, don Felipe. Me haré cargo a partir de ahora. —Se giró y comenzó a caminar de regreso con Coqui—. Ya no necesita seguir insistiendo a mis suegros, seguramente están muy ocupados.

—Como diga, señor. Muchas gracias.

Colgó y se quedó viendo un rato la pantalla de su teléfono, su dedo acarició las teclas bombachas del teclado. Tal parecía que el Todopoderoso les había sonreído después de dos semanas tratando de interrogar al capataz. Andrea lo había señalado como el verdadero responsable de la muerte de Hugo Gutiérrez. Por un motivo u otro siempre se hallaba fuera y tampoco podían obligarlo a presentarse en el ministerio público porque no había ninguna pista que lo involucrara en el caso y el procurador ignoraba sus palabras, para él Andrea era culpable. Este podría ser su único chance.

Marcó el número telefónico que se sabía de memoria y siguió de largo, rumbo a su consultorio. Al tercer tono respondió una voz áfona.

—Estoy ocupado.

—Tengo noticias —se apresuró a decir—. Ocurrió algo en la hacienda de mis suegros, al parecer hizo algo el capataz, o Ignacio, y se llevaron a los dos al ministerio público.

Gustavo asintió ante la revelación. Por fin podrían hablar con ese hombre.

—Muy bien, Fer. Te veo allá entonces. —Sonó más animado.

—Estaré ahí en veinte.

Metió el teléfono al bolsillo y abrió la puerta de su consultorio. La única luz encendida era la de la lámpara del escritorio, iluminaba una serie de propuestas, debía escoger la adecuada y hacérsela llegar a su suegro para recibir su patrocinio en la clínica, por más que se sentara a leerlas terminaba cabeceando o dormido. Se quitó la bata y la colgó en el perchero, la reemplazó por un abrigo de lana, regalo del año pasado de su madre.

No había mucho más que ver en ese lugar. Además del escritorio blanco y su silla reclinable había un librero con cuentos infantiles principalmente y algunas revistas de chismes o de deportes, una pequeña sala donde escuchaba a sus pacientes y, a un costado del escritorio, el área de exploración. Su consultorio era bastante acogedor en comparación al de sus compañeros, la idea era no intimidar a los pacientes, aunque cuando tenía visita de colegas siempre tendían a juzgar lo endémico que lucía. Quizá debía mandar a poner un mueble para guardar los expedientes y dejar de llevarlos a casa, o el estante de medicamentos en lugar del librero. Quién sabe, puede que algún día lo remodele.

Podía pretender ser alguien que en su pasado quiso ser.

Al volver al pasillo se reencontró con Coqui, le explicó la situación y su amigo no dudó en darle el pase de salida. Se haría cargo de los pacientes, después de todo no había ninguno de cuidados especiales. A la jefa le envió un mensaje corto. «Regreso pronto», decía y se marchó en el coche a encontrarse con Gustavo. Llegó con diez minutos adicionales al tiempo estipulado, su amigo ya estaba dentro y a él por poco no lo dejaban entrar, el oficial sostuvo que con uno era suficiente y estuvo tentado a aceptar pero recordó que, si bien se estaban ayudando, llegaron por asuntos distintos. Le explicó al hombre de mediana estatura que venía por su cuñado y que era yerno de Sacrilegio Zúñiga. La oración final fue un encantamiento; el semblante del hombre cambió, al igual que el trato. Ya no era un cualquiera, era el yerno de Sacrilegio Zúñiga.

Se reunió con Gustavo frente al registro de entradas y salidas. Usaba una camisa manga larga blanca a rayas y saco y pantalón grises con sus habituales zapatos negros de cordones con costura prusiana. Los tres primeros botones de su camisa estaban desabotonados y el cuello del saco un poco torcido; el cabello desaliñado y la barba sin despuntar. Su aspecto era deplorable, al igual que el suyo. A ambos les habían brotado manchas oscuras debajo de los ojos y la falta de agua en sus organismos era visible en los descarapelados labios.

A diferencia de Gustavo, él solo llevaba puestos unos pantalones de lino café de tiro alto y botón al costado en la ancha pretina, camisa manga larga azul del mismo material y unos mocasines café oscuro. Suficientemente casual para andar en la calle pero conservando la formalidad estando en el trabajo.

Escribió su nombre en el libro del mostrador de metal. Sobre el suyo y el de Gustavo estaba el del hijo del juez Fermín, el causante de gran parte de las heridas de Andrea. La bilis le subió a la garganta y todos los músculos faciales se contrajeron en espasmos.

Gustavo le palmeó el hombro y con un movimiento de cabeza le indicó seguirlo.

La fachada era igual que cualquier casa, excepto por la placa en la puerta donde está grabado «Ministerio Público» en mayúsculas, el interior del lugar cumplía con las características comunes de una institución pública. Paredes blancas, puertas sencillas y tantos pasillos como cubículos; la atmósfera pesaba igual o más que la infraestructura completa. De la recepción seguía la sala de espera, habían tres hileras de sillas metálicas ancladas al piso y una pizarra empotrada sobre una isla encajada a la pared frente a estas, donde yacían pegadas fichas de personas que se buscan o avisos de gobierno relacionados con asuntos judiciales. A un lado, al fondo, los baños y más allá el pasillo que llevaba a los cubículos donde se registraban los arrestos, denuncias y testimonios de los involucrados. Por supuesto del lado opuesto estaban las oficinas de ciertos funcionarios y la sala de interrogatorios. En caso de que el acusado requiriese custodia preventiva era llevado a los separos, edificio ubicado enfrente.

Llegaron a la sala de espera donde encontraron a Santiago Gutiérrez y compañía, un hombre alto de complexión delgada, corte militar y piel tostada, consecuencia del trabajo a la intemperie; bastante agraciado, ambos lo eran. Se acercaron a ellos.

—Agente Gutiérrez —saludó Gustavo, extendiendo la mano.

El aludido se puso en pie y la estrechó de mala gana. Todavía recordaba la humillación vivida a causa de ese viejo, aunque sabía muy bien que se lo merecía.

—Licenciado.

Fernando, por otro lado, prefirió no dirigirle la mirada, ni a él ni al otro, este último fue de ayuda la noche que ingresaron a Andrea a su clínica. No debía ser tan duro con él pero la forma en cómo defendió a Santiago lo molestó y esa sensación todavía le causaba estragos.

—¿Ustedes trajeron a Ignacio Zúñiga y al capataz de su hacienda? —quiso saber Gustavo.

—Así es. —Santiago contempló la idea de que el viejo también fuera a encargarse de este asunto, exasperándolo—. Tal parece que siempre me están pisando los talones.

—Yo quiero creer que el destino nos pone frente a frente. —Sonrió lo más amable que pudo—. Seré sincero, no vengo a representar a ninguna de las partes involucradas, sólo quiero que se me permita hablar con el capataz. Tengo preguntas para él.

—¿Qué tendría usted que hablar con ese hombre?

Estaban en bandos contrarios, para Gustavo y Fernando era peligroso revelar nada de los avances que llevaban, aunque estos fueran casi nulos, en especial a él, cegado de rencor. Se aclaró la garganta.

—Preguntas, oficial. Si me permiten. —Siguió el camino a la sala de interrogación con Matías detrás, por lo que se detuvo en seco y se volteó—. No necesito un perro guardián.

Santiago rió, frotó sus manos y las guardó en las bolsas del pantalón. Deseaba zamparle una chinga al vejete y burlarse del gusto evidente por la señorita Montero.

—Sin Matías no entra.

—Oficial —intervino Fernando; en su rostro se notaba la lucha en su interior por mantener la calma. La mirada de Santiago se posó en él—. Esto no se trata de usted o de nosotros contra usted. Buscamos al culpable de la muerte de su hermano. No somos enemigos.

El estómago de Santiago se revolvió. A su pesar había una posibilidad de que aquello fuera cierto.

—¿Qué tiene que ver eso con esto?

Gustavo se acercó y lo tomó del cuello de la camisa.

—¿Ni siquiera se ha dado la tarea de leer el expediente del caso?

Se sostuvieron la mirada. Otra vez se enfrentaban y el deseo voraz de acabar el uno con el otro vibraba en sus cuerpos. El escándalo alertó a los oficiales en la entrada y los agentes en turno, haciendo que Fernando se interpusiera y el conflicto escalara, además de que estaba cansado de tanta violencia y discusiones sin sentido, perdían tiempo valioso por no ir directo al grano y preferir darse aires de macho; Matías, aunque no lo sabía, coincidía con el pensar del doctor.

—Ve con el oficial —le dijo a Gustavo—. Aprovecha el tiempo. Nosotros hablaremos con Ignacio. —Señaló a Santiago y a sí mismo.

—Pero...

—Vamos.

Fastidiado, Gustavo continuó su camino escoltado de un perro grandote y escuálido a su lado, desapareciendo a la vuelta del fondo del pasillo. Ahora se quedaba con su contemporáneo, irrelevante por lo poco que se acordaba de él durante los nueve años de preescolar y primaria compartidos. Lo tenía enfrente pero sólo veía las heridas y cardenales en el cuerpo de Andrea, el temblor de su cuerpo cada que retornaba a la conciencia. Culpable o no, ella no se merecía ese trato.

—¿Dónde está mi cuñado?

«Ahora sí es tu cuñado, cabrón», pensó Santiago mientras le daba la espalda para ocultar su sonrisa ladina, sonrisa que se apagó en cuanto sintió la mano de Fernando sobre su hombro.

—No estoy para bromas —insistió.

Volteó con el ceño fruncido. Al igual que él, Fernando estaba perdiendo la paciencia.

—Pues fíjate que yo tampoco. Yo... —De un empellón se quitó la mano de encima—. Yo sí estoy intentando descubrir la verdad.

—¿Crees que nosotros no?

—No. Es más, creo que quieren hacer ver a esa muchacha como una mártir. —Se acercó con el afán de sujetarlo de la camisa—. Ni volviendo a nacer podría ser una mártir.

Su corazón cayó en un pozo sin fondo, angustiado y dolorido por sus propias palabras; ya no creía que esa niña fuera culpable, al contrario, se sentía sucio. Todo el tiempo soñaba con esa noche, con la sangre escurriendo por sus manos y ropa, a ella convulsionándose ante sus ojos y por más que tratase de tomarla en brazos y correr a un hospital se le resbalaba una y otra y otra vez. Maldición. Si tan sólo pudiera decir lo que de verdad sentía, arrodillarse y suplicar el perdón que ni muerto se merecería.

Agachó la cabeza, avergonzado, esperaba que Fernando lo golpeara o insultara pero nada pasó. Al levantar la vista se encontró siendo observado por unos ojos rebosantes de pesar, cristalizados al punto de tornarse rojos. Se estaba conteniendo, era bueno para eso. Pero él no quería que se contuviera.

—¿Por qué siempre tratas de ser buena persona? ¿No te cansas? —lo provocó—. Te esfuerzas demasiado por gente sin valor. ¿Qué encuentras ahí que no esté en tu casa? ¿Te prenden los desconocidos, así como esa muchacha?

—No te pases —bramó Fernando, enrojecido de coraje.

—Puta madre, Arteaga. ¿Crees que esto es fácil para mí? —Se dejó caer en una de las sillas y enterró el rostro en sus manos—. Le vendería mi alma al diablo si con eso pudiera traer de vuelta a Hugo y borrar las heridas que le causé a la señorita Montero. —Miró a Fernando, las lágrimas rodaban por sus mejillas. Con una seguridad atronadora, añadió—: Le vendería mi alma al diablo a cambio de dejar de ser quien soy.

Fernando se apartó, de lo contrario terminaría quebrado igual que él. Sus dolencias no se comparaban a las suyas pero igual dolían; era un cobarde de mierda, seguía rehuyendo a resolver los problemas con su mujer, los fondos de la clínica cada día se acababan, más rápido de lo que le gustaría, y el pesar que sentía por Andrea lo asfixiaba de una forma extraña, era como si estuviera en un constante ataque de asma y al recordarla respiraba el líquido pulverizable del inhalador. Se sentía culpable cada vez que pasaba. Al igual que Santiago, él quería ser diferente, menos cobarde y más sincero consigo mismo, egoísta de vez en cuando, menos bueno tal vez.

NOTA:

Holaaa, mi gente linda

La conciencia es cabrona, ¿no creen? Yo aún tengo esperanza de que Fernando se plante ante su esposa y le hable con el corazón en la mano; también deseo que Santiago deje de reprimirse. ¿Qué les parecieron los dos capítulos? Espero los hayan disfrutado 🤭✨

¡Nos seguimos leyendo en la próxima actualización! 💗🫰🏻

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