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30. ¡Al carajo!

La radio dejó de sonar. Matías buscó algún disco en la guantera, pero lo único que encontró fueron cajas vacías de cigarros y un par de botellas de fanta. Miró a Santiago con reproche, quien se limitó a encogerse de hombros.

Se mantuvieron en silencio el resto del camino a la hacienda de los Zúñiga.

Santiago le informó el posible vínculo de esa familia con el caso de su hermano. Un obstáculo del tamaño de un roble milenario. Una de las familias más importantes de la ciudad involucrada en el asesinato del hijo de uno de los jueces más importantes de la misma. Si bien los Zúñiga eran conocidos por los apoyos y las buenas acciones para con el pueblo, también se sabía que eran buenos evadiendo impuestos y ocultando sus malos tratos con aquellos a quienes consideraban de su propiedad, como lo eran sus trabajadores; creían que nadie los observaba, pero varias quejas llegaron a la estación de policía, incluso a los oídos de los jefes y estos se limitaron a decir «¿creen que una multa los detendrá?». No, Matías sabía que una multa era nada para todo el dinero producido por su infinidad de negocios, no obstante, les advertiría que hay ojos puestos en ellos.

Por otro lado, a Matías le preocupaba el mutismo de su compañero. Sabía, de bocas ajenas, que las fechas para pasar en familia, como la de ese día, eran cargas extremadamente duras para él. El eterno conflicto con su padre y, ahora, la ausencia de Hugo lo volvía aún más difícil de sobrellevar, sin embargo, lucía impasible, sumido en el deber de entender el enredo en el que yacía sumida la presunta culpable y los posibles involucrados, era como si de esa manera alcanzara a expiar los pecados que lo atormentaban. La nochebuena, en consecuencia, pasaba a segundo plano, no, de hecho, ni siquiera figuraba en sus planes, todo lo contrario para Matías que le ilusionaba regresar a cenar con su abuela y hermanos mayores.

Al llegar, Santiago atravesó el carro, bloqueando el camino y se bajó, y tras él, Matías. Desde ahí se escuchaba la música, comenzaron luego la fiesta navideña. Sobre los pilares a ambos lados del portón, había unos antiguos faroles de hierro forjado y cristal coloreado, probablemente del siglo XX, que años atrás, recordó Santiago, se usaban y ahora permanecían entre la penumbra, apenas visible por el halo dorado de las luces procedentes de adentro. Siempre admiró el estilo colonial de la fachada de la hacienda, en especial el portón de madera en el que se talló un imponente corcel con un rosal frondoso rodeándolo, diferente a los corrales que bordeaban el camino terroso.

Una punzada en el pecho crispó a Santiago. Pensar en la posible participación de la familia, a la que un día aspiró pertenecer, en la muerte de su hermano dejaba en jaque sus sentidos. Le echó un vistazo a su amigo, el único que estaba allí en sus más tétricas locuras. Ni siquiera le había compartido su plan y lo siguió sin objeción.

—Interrogaremos a la señora Claudia y en su presencia al joven Ignacio —explicó con aire abatido.

—¿Y si piden por un abogado? —quiso saber Matías.

—Presionaremos todo el tiempo que tarde en llegar ese abogado.

Matías se interpuso entre él y la entrada.

—Sabes que esto podría significar el final de nuestras carreras, ¿no? —dijo, y Santiago asintió—. ¿Aún así estás seguro de continuar? Si lo estás, te seguiré hasta las últimas consecuencias, pero, si no, lo mejor es dar marcha atrás.

Era humano, después de todo ese era el trabajo que sostenía a su gran familia de ocho integrantes.

A Santiago tampoco se le escapaba el inconveniente que representaba el riesgo de la investigación en su amigo, pero quería ser egoísta, aunque sea en el proceso de llevarla a cabo, luego se encargaría de que la mierda le cayera solo a él. Con él empezó esto y con él terminaría.

Posó sus manos en los hombros de Matías.

—Me prometí siempre buscar la verdad en cada caso que tomara. No planeo romperla en un futuro próximo.

Los labios de Matías temblaron hasta formar una sonrisa entre complacida y melancólica.

Debajo del farol derecho descendía una soga con un nudo al final que quedaba a cierta distancia del suelo, por debajo de las corvas de los dos hombres, estaba desgastada y olía a ropa mal lavada. Era la soga atada a una campana del otro lado, suficiente para hacerse escuchar por el encargado de velar el portón. Matías fue quien tiró de esta, obligándose a soportar el olor impreso en la palma de su mano, por un momento Santiago quiso tomarle el pelo, hasta que el crujido de la madera le recordó su actual posición.

Ante ellos se presentó un hombrecito de ojos saltones y una cicatriz sobre el hueso del ojo que se perdía entre las hebras de cabello, con pantalón de mezclilla raído y camiseta de algodón ceñida al torso, los observó con detenimiento antes de preguntar el motivo de su visita. «Queremos entregar unos documentos que envió el juez Fermín Gutiérrez, un buen amigo de su patrón», le explicó Santiago, del bolsillo en su pecho de la chaqueta de cuero mostró un USB y sonrió. Matías se sintió intimidado con la facilidad de mentir de su colega. El hombre llamó a un tal Pedro a quien mandó a informar a la mansión.

Desde su posición, Santiago notó los cambios en la casa de Griselda. La tierra del suelo fue cubierta por grava blanca y entre el portón y la casa construyeron un estanque alargado con pequeños montículos bordeándolo, y el característico color napolitano de la fachada fue reemplazado por uno blanco y el techo y las ventanas de tejado con pendiente, de caoba. Frente a la puerta habían sembrado un liquidámbar con unas cuantas hojas aferradas a las ramas, ya casi en su totalidad desnudas, y a los costados de la casa frondosos árboles de cedro, caoba y uno que otro de madre caoba. El salvajismo estaba impregnado en cada rincón de la hacienda, era tan vivido como el soplo del aire que comenzó a azotarlos. Matías se subió el cierre de la chaqueta hasta cubrirse la boca, contrario al vigilante que se conformó con frotarse los brazos y Santiago que no se inmutó. La cabeza de Santiago estaba ocupada desarrollando sus siguientes movimientos, la mayoría eran alternativas en caso de no permitirseles la entrada.

Pedro regresó corriendo, no dijo nada aparte de un leve asentimiento de cabeza que el vigilante interpretó como la aprobación para dejar pasar al par de desconocidos. Santiago le palmeó el hombro y se quitó la chaqueta para entregársela, al principio el hombrecito rechazó el ofrecimiento, pero luego de un par de suaves palabras, la aceptó. Su nombre era Felipe.

Ya es muy tarde de la Arrolladora hacía vibrar las paredes, parecía más una fiesta de borrachos que de celebración por la llegada de la navidad. Matías y Santiago se vieron a los ojos unos segundos antes de abrir. Adentro era un desastre, envolturas de regalos despedazadas yacían esparcidas en cada rincón, incluso residuos de vidrio en la entrada de la cocina, siguieron avanzando, ahora con cautela. En la sala, recostada en el sofá de espalda a ellos, se encontraba Griselda gritando a todo pulmón el estribillo de la canción, en su voz se evidenciaba la ausencia de sobriedad, y aparte de ella no había nadie más. Matías se aventuró al resto de habitaciones mientras Santiago se acercaba al estéreo, a un costado de Griselda.

Los ojos de la mujer resplandecieron al verlo. Sonrío mostrando la hilera de dientes blancos y un suspiro se le escapó a Santiago, le seguía pareciendo tierna la pequeña abertura entre los dientes de en medio superiores. Se puso de cuclillas y también le sonrió.

—¿Ahora festejas sola?

—¿Por qué no? Mis papás nunca están en casa y mi esposito es un imbécil —arrastró las palabras tanto que apenas se le entendió.

Coincidía con lo de su esposo, pero siempre creyó que la familia Zúñiga era unida.

—Pero hoy es Nochebuena.

—¿Y? —Se encogió de hombros—. Aunque sea el fin del mundo ellos deben cumplir con sus muestras de caridad para el público.

Creyó tonto seguir interrogando a alguien ebrio, pero había un dicho que decía, «los niños y los borrachos siempre dicen la verdad». Sopesó sus opciones y decidió arriesgarse.

—¿Sabes algo sobre el incidente de tu hermano Ignacio?

Apenas mencionó el nombre del joven, Griselda se levantó del sofá y obligó a Santiago a levantarse, lo sujetó de la camisa y sus narices parecían a punto de rozarse.

—No me menciones a ese macaco —siseó—. Todo mundo parece obsesionado con él.

—¿Todo el mundo? —Arqueó una ceja, curioso.

—¡Sí! Primero mi marido y ahora tú. ¿Acaso no soy yo más interesante?

—¡Lo eres! Claro que lo eres.

La segunda mención de Fernando le dejó un mal sabor de boca y, al mismo tiempo, una idea de lo que ocurría en ese matrimonio.

—Además, ¿qué tendría que interesarle de tu hermano? —la provocó.

Tomó de los brazos a Griselda para evitar que siguiera meciéndose y por temor a ser arrastrado si se caía.

—¡Puras pendejadas! —se quejó—. Por suerte ese inútil bueno para nada se la pasa en los establos. Día y noche. A veces se queda recibiendo lecciones del capataz en la madrugada.

Griselda soltó la camisa y rodeó con sus brazos el cuello de Santiago, a quien le llegó un tufo de tequila concentrado. Ese hombre le recordaba a su marido, quizá se debía a la altura o a la chispa en los ojos que, sabía, ella provocaba. Extrañaba a su marido, en especial en las noches, pero no se doblegaría, si alguien debía arrastrarse a pedir perdón no sería ella. Deslizó sus dedos por la suave nuca del hombre, el vello un poco crecido le hizo cosquillas, pero no se comparó a las que sentía en el interior de su vientre.

No había que ser brujo para adivinar sus intenciones, aún así Santiago continuó el juego. Rodeó su cintura, acercándola más hacia sí. No negaría que Griselda seguía siendo la mujer de sus sueños, el amor que le arrebataron y que se arrepentiría de haber dejado ir esta oportunidad, pero la información revelada podría ayudarlos muchísimo a descubrir la verdad.

Sin más preámbulo, la besó. El sabor del tequila se sintió como si hubiera bebido directamente de la botella, pero eso no lo detuvo a saborear cada parte de ella con su lengua. Comenzó a apretarla contra su cuerpo con un brazo y con la mano libre le sujetó la cabeza. Había escuchado que con un beso se podía desmayar a alguien. Y en efecto, se podía, de hecho, por poco también él caía preso de su experimento. La recostó en el sofá, cubrió su cuerpo con un rebozo hecho un puño en el suelo y llamó a Matías, el cual lo miraba desde la entrada del despacho, sonreía burlón.

Con un «busquemos al niño», ambos se dirigieron a la puerta del patio. Santiago conocía bien la hacienda, los potreros se localizaban en la profunda depresión detrás de la pequeña capilla, no muy lejos de la casa.



El alboroto en los comedores se escuchaba hasta la celda donde Andrea y Lupita yacían sentadas, cada una en el extremo opuesto de la cama. Lupita, tratando de bordar una incipiente rosa, y Andrea, continuando con el boceto de la tarde. En cuanto a Esmeralda, ella había decidido unirse al festejo de quién sabe qué. No la culpaban, después de todo lo único que podían ofrecer era silencio.

Al boceto original le había hecho cambios radicales, en lugar de dibujar el horrible suceso, hizo un retrato del niño y de fondo el campo del Auditorio, recordaba mejor de lo que lo que quisiera sus facciones y aquellas pocas que se le escaparon las sustituyó, inconscientemente, con las del hombre que conoció en la enfermería. Reparó en los ojos joviales a blanco y negro, carecían del terror que los inundó el día de su ejecución. El corazón se le apretó y cerró la libreta de un golpe que sobresaltó a Lupita.

La noche no solo teñía el cielo de oscuridad, sino además los pensamientos de pobres diablos como ella y la mayoría de mujeres encerradas allí.

Lupita clavó la aguja en la tela y dejó el bastidor a un lado. Todavía no podía moverse mucho, pero su cuerpo cada día ganaba mayor macices. Chasqueó la lengua, llamando la atención de la joven, le pidió que se acercara con un gesto de la mano. Andrea obedeció y se acomodó a su lado, hombro a hombro.

—¿Hay algo que desees? —preguntó en tono suave, y tomó una de las manos de Andrea—. Ya sabes, hoy es un día especial y pensé que... —Buscó algo que pudiera gustarle a los jóvenes de hoy, reparando en lo que su muchacho hubiera dicho—. Pensé que una bebida o comida podría animarte un poco.

A su muchacho le encantaba el chocolate con bombones pequeños, de preferencia blancos. Sonrió por el recuerdo, gesto que no pasó desapercibido a la mirada atenta de Andrea.

En un pasado cercano, Andrea tuvo en mente pedir un teléfono celular, le había llamado la atención el peculiar trozo de plástico rectangular en boca de todo mundo, desde niños hasta hombres mayores que podrían ser los abuelos que nunca conoció. Ahora, su mente no alcanzaba a revestir de añoranzas sus paredes batidas de sangre y los rostros de las tres personas a las que cargaría hasta salir de ese agujero.

—Estoy bien. —Apretó la mano de Lupita.

La realidad que se ceñía sobre ellas era sofocante, pero no lo suficiente para apagar el resplandor juguetón en los ojos de la mujer.

—Vamos, no seas tímida, niña. La vida ya es demasiado amarga para aceptar seguir sorbiendo de ella sin que, en la medida de lo posible, preparemos cubitos de azúcar. ¿Cuál será el primer ingrediente para tu cubito de azúcar?

No logró salvar a su muchacho, entonces se esforzaría por empujar a la cima a esa jovencita, o al menos lo intentaría, no parecía alguien fácil de manipular, más bien, de firmeza a la hora de tomar decisiones, de tanta firmeza que era muy difícil hacerlas cambiar de opinión. Pero de gran corazón, lo notó desde su compañía tras romper en llanto por el desahogo que se debía.

Andrea asintió, siguiéndole la corriente a la mujer. Algo en ella le infundía fortaleza, era el tronco de una ceiba y ni siquiera podía mantenerse en pie. Pero eso era para ella. En un día la había adoptado como un sitio reconfortante, se sentaba en sus faldas y alcanzaba un álgido punto de paz inconsciente.

Entonces, por primera vez, se le antojó una taza de café con leche. Miró a Lupita.

—Un café estaría bien.



Cada recoveco en el que hubo tierra fue cubierto por grava blanca, excepto algunas zonas, en las que el pasto estaba cortado a una altura considerable, y el sendero donde se supone los invitados debían recorrer para no ensuciarse fue encementado y revestido de azulejos con líneas cruzadas de color caoba. Había alrededor de cuatro postes de luz repartidos estratégicamente para iluminar la parte trasera de la casa, el enorme jardín, usado para las fiestas, y parte de la capilla, la cual parecía más una habitación doble con techo de teja al estar cerrada.

Parecía ser que a los empleados se les permitió irse con sus familias a celebrar la nochebuena, porque no habría otra razón para explicar la ausencia en todo lo que llevaban recorrido del lugar.

A un par de pasos de Santiago, lo seguía Matías, entretenido con la belleza del lugar, era su primera vez allí. La parte curiosa comenzó al llegar a unas escaleras descendentes y ver desde ahí el impresionante hipódromo construido casi en medio de una depresión enorme bordeada por más árboles de cedro y caoba. El asombro lo hizo contener la respiración, como si la suave inhalación y exhalación fuera capaz de desintegrar todo a su paso.

El final de la escalera quedaba en el punto divisorio entre los potreros y el hipódromo. El primero fue construido debajo del patio trasero de la casa, la cubierta tenía forma de bóveda de arista, soportada por columnas de piedra arenisca, entre cada columna se resguardaban a los caballos en las caballerizas hechas de acero, menos las puertas, que eran de madera reforzada, en las orillas, con acero. En cambio, el segundo era más sencillo, no había gradas en el perímetro, solo cercas, y la hierba del óvalo del centro no estaba debidamente cortada, lo único apropiado era el área de carrera, pues solo se trataba de tierra. Y a un costado del hipódromo se alzaba un conjunto de recámaras en las que se suponía descansaban todos los empleados, pero la falta de luz en el interior reafirmaba sus suposiciones.

Un pensamiento respecto al gasto exorbitante para construir todo aquello, aturdió a Matías y no pudo alejar la sospecha de que un poco del dinero de los impuestos se encontraba allí. «Bastardos», pensó.

Cuando Santiago fue la última vez todavía no se llevaba a cabo la construcción del potrero subterráneo y donde ahora se encontraba el hipódromo estaban las caballerizas con techos de tejas, nada demasiado excéntrico o excesivo, pero ahora no sabía cómo sentirse al respecto. Si antes ya sabía del poder económico que poseía Sacrilegio Zúñiga, ahora solo podía asegurar que el único capaz de detenerlo de hacer lo que quiera era otro igual de poderoso que él.

Vislumbraron ambos sitios de interés: las caballerizas y los dormitorios. Matías sugirió separarse, no obstante, Santiago conocía la calaña de los trabajadores en ese lugar, trabajadores que posiblemente descansaban del ajetreo diario o no le encontraban ahí. Lo mejor era permanecer juntos. Las puertas abiertas y la luz encendida en los potreros hizo a Matías dudar en entrar, lo mejor, según él, era aprovechar el tiempo para encontrar a Ignacio y su hermana fue clara en decir que recibía lecciones del capataz; Santiago aceptó su argumento, pero creyó pertinente dar también un vistazo. Descartar con seguridad no era lo mismo que simplemente descartar.

Al ser el de la idea, fue él quien la llevó a cabo, mientras su compañero vigilaba en la entrada. Su presencia puso nerviosos a los pocos caballos que había, trataban de moverse en el poco espacio a disposición y agitaban las orejas y la cola, por suerte no emitieron ningún sonido que delatara sus presencias. Se desplazó en zigzag, de una caballeriza vacía a otra, en todas había un tumulto de paja en el rincón derecho, menos en la penúltima de la hilera izquierda, la paja era aplastada por un enorme baúl y frente a este un catre acolchado con algunos cortes que dejaban a la vista la esponja del interior. Levantó la tranca y la deslizó, las bisagras emitieron un chirrido al jalar la puerta, los latidos de su corazón lo ensordecieron, y antes de que pudiera hacerle de señas a Matías, este lo empujó y obligó a ocultarse detrás del baúl, trató de protestar, pero la mano de su compañero le cubrió la boca y con las piernas lo mantuvo quieto de la cadera para abajo. A los pocos segundos se escucharon pisadas y un gruñido de fastidio. A Santiago le carcomió la curiosidad.

No había bebido lo suficiente para inventarse la silueta en la entrada del establo. Con pisadas firmes revisó el lugar, los caballos observaron su andar, parecían algo inquietos. La tensión en sus hombros se intensificó y, queriendo comprobar algo, se dirigió a las últimas caballerizas vacías. Miró la tranca fuera con una ceja enarcada, allí era donde dormía el hijo del patrón desde aquel incidente y si la retiraron era porque el escuincle había salido a orinar, algo que a esa hora ya no tenía permitido hacer. Fastidiado de su comportamiento obstinado, pateó la puerta de la caballeriza y salió como alma que se lleva el diablo, de la pared descolgó una de las diferentes fustas y antes de salir por completo del lugar, Ignacio apareció arreglándose el cabello con sus manos aún húmedas luego de haberse lavado las manos. El rostro del joven palideció en cuanto supo a quién tenía frente suyo, retrocedió atemorizado. A Calderón le encantaba esa expresión en su rostro, la sonrisa ancha en sus labios lo confirmaba. Tomó del cabello a Ignacio hasta la caballeriza que fungía como habitación, como siempre hubo protestas y jaloneos, pero su fuerza mantuvo el control, lo arrojó contra el catre que terminó volcado con él encima.

Debía reconocer que nadie se había resistido tanto como ese escuincle a respetar sus reglas. Era un grano en el culo, uno que volvía emocionante su día a día.

Lo instó a levantarse y demostrar que ya no era el niño de mami, encomienda del mismo Sacrilegio Zúñiga: convertirlo en hombre, en macho para dirigir los negocios. Solo obtuvo una mirada cargada de reproche, a ratos avivada de coraje reprimido. La negativa llevó a Calderón a soltarle un fuetazo sobre el hombro, el joven se encogió y mordió su labio inferior, renuente a soltar siquiera un solo quejido. La acción se repitió un par de veces, la sangre manó y empapó la camisa de cuadros, luego el robusto hombre se acuclilló y lo obligó a mirarlo, la cristalizada mirada de Ignacio reparó en la cicatriz del rostro y su estómago se revolvió, cerró los ojos con fuerza y las lágrimas comenzaron a descender, en su mente pidió que todo fuera una pesadilla, que cuando volviera a abrirlos estuviera abrazando a su nana muy lejos de aquella hacienda del demonio.

—No seas puto. —Con su hosca mano le propinó un zape detrás de la cabeza a Ignacio—. Estás friégale y friégale en desobedecerme. Te dije luces fuera y el que estaba afuera eras tú, cabrón. No fuera namas de darte una chinga. —Amagó volver a golpearlo con la fusta, a lo que Ignacio se cubrió con las manos, arrancándole una sonora carcajada. Los caballos relincharon y se movieron nerviosos.

Los músculos de Santiago se contrajeron en un intento por zafarse y enfrentar a ese pedazo de mierda.

—Aguanta —le susurró Matías al oído—. Estamos en desventaja.

La acidez le subió a la garganta y volvió a descender, quemando todo a su paso. No necesitó ver para reconocer la voz del capataz, la mano derecha de Sacrilegio, y, aunque no escuchó su voz, sabía que el agredido era Ignacio; tampoco le costó entender el motivo tras la brutalidad del castigo. Sacrilegio era un hombre aprensivo, su necesidad de mantener todo bajo control forzó a sus hijos a mantener los parámetros impuestos, conformados por dos reglas sencillas: poner en alto el apellido de la familia y mantener un perfil bajo, al menos en público. Reglas que conocía de la propia boca de Griselda, en su época compartida de preparatoria. Sin embargo, era bien sabido el temperamento desbocado del hijo pequeño, los problemas en las escuelas y riñas fuera de estas, juego o no, la gente murmuraba. Supuso, entonces, que la gota que derramó el vaso fue la pelea con la señorita Montero, él había sido suspendido y ella expulsada. Un escándalo, sin duda.

Hizo acopio de toda su voluntad para ignorar las burlas del capataz, mismas que le infundieron terror a Ignacio. La tibia sangre escurría por el largo de su brazo, empapando completamente el resto de la manga. El sudor se acumulaba en su frente como el rocío en el pasto tras una suave llovizna o una velada fría hasta la médula. A Calderón no le hizo gracia y no conforme con la agresion, lo obligó a levantarse y a empujones lo dirigió a la salida del potrero. Su castigo todavía no había acabado. ¡Al carajo la advertencia de su patrón! Ese mocoso era suyo ahora, lo moldearía como nunca pudo con su propio hijo.

Llevó consigo la fusta, le enseñaría la importancia de obedecer con un método distinto, la sublevación colectiva hacia el futuro jefe podría crear en el interior del joven un sentimiento de rabia, incluso de locura, y se enfocaría en demostrar que era muy capaz de someter a quien se le pusiese enfrente. La visión lo excitó. Tenían alrededor de dos horas antes de la llegada del patrón. Y con la hija ahogada en alcohol, no había de qué más preocuparse.

Al cabo de unos diez o doce minutos, Matías liberó a Santiago. El enojo y la frustración hacían mella en la boca del estómago de este último. Se precipitó a la salida de las caballerizas, se llevaría al adolescente sin importar qué. Era mejor pedir perdón que pedir permiso. Matías lo siguió en silencio, entendía a la perfección la situación y, al igual que él, la conmoción e impotencia lo aturdía. Eran dos policías allanando propiedad privada bajo sospecha que terminaron encontrando trapos demasiado sucios hacía unos pocos minutos. Se presentarían junto al muchacho y discutirían sobre su hipótesis con el detective encargado de la investigación y, además, con el juez Fermín a la espera de una redirección en la investigación. A abrir el panorama. Y, de paso, encerrar a un agresor de menores.

Se ocultaron debajo del hueco de la escalera. Observaron cada uno de los dormitorios a un costado del hipódromo. Aquellos que no tenían hogar o su labor era indispensable en la hacienda eran los ocupantes de esos pequeños cuartos. Si mucho cabía una cama y algún otro mueble pequeño y, pese a lo asfixiante que debía ser vivir ahí, ninguna luz seguía encendida y las puertas ya habían sido cerradas. La única, supusieron, era la del capataz.

Prepararon las armas y Santiago le indicó a Matías que lo esperara arriba, desde ahí tendría panorama completo de lo que sea que se desatara y en caso de que las cosas salieran mal este pudiera irse con Ignacio. Al principio, Matías se negó, pero, ¿qué otra alternativa había?

Subió de dos en dos las gradas, agachado, lo más rápido que pudo y se resguardó boca abajo en el pasto, al extremo opuesto del comienzo de la escalera. La luz apenas lo alcanzaba. Su amigo tuvo razón sobre la vista, desde ahí podría reventarle la cabeza a cualquiera que saliera de los dormitorios, aunque, por hoy, si llegase a darse la oportunidad, se conformaría con la del bravucón que escuchó en las caballerizas y a quien estaría gusto de conocer.

Santiago, por otro lado, inhaló una enorme bocanada de aire y la dejó salir de a poco. Sabía que era una locura lo que harían y también era consciente de su propósito poco noble. Temía perder al único posible testigo de la implicación de la familia Zúñiga en el caso de su hermano por la imprudencia de un hombre impulsivo, consumido por el placer de infringir dolor, terror a otros. No, no estaba dispuesto a perder su pieza clave, porque quería creer que eso era en este caso sin pies ni cabeza.

Corrió desde su posición hasta los dormitorios y, aunque trató de ser sigiloso, el crujido de las piedras contra la suela de sus zapatos lo alteró, volviéndose más receptivo a los movimientos y sonidos, no importaba lo irrelevante que fueran. Pegó su brazo a la pared gris y comenzó a acercarse al dormitorio con la luz encendida, el pobre pasto crecido alrededor del lugar amortiguó sus pisadas, aunque con la gruesa voz del capataz dándole instrucciones a Ignacio, sobre una caja en el armario, podría haber aplastado globos llenos de agua y seguir pasando desapercibido. Se asomó en las ventanas, a un par de metros de la puerta, comprobando que no había ningún alma, hasta que llegó a la última con luz en el interior. Había un desastre. Latas de cerveza regadas cerca de la cama y pantalones percudidos de lo que quería creer era barro seco, quizá por el extenuante trabajo en los demás terrenos de Sacrilegio o con el cuidado de los caballos, en cada rincón visible. Contuvo el aliento al reparar en el escarlata impregnado en la ropa de Ignacio. La poca sensatez se esfumó.

Irrumpió igual que el viento salvaje al internarse por una ventana cerrada a medias y apuntó a la cabeza del enorme hombre. La intrusión arrancó un quejido de los labios de Ignacio y una maldición de los de Calderón.

El paralelismo en la escena con la afrenta que tuvo con Leoncio ensombreció el rostro de Calderón, los pliegues de su cicatriz se contrajeron en espasmos de enojo, pero se forzó a mostrar sus dientes en una sonrisa, chuecos y amarillos. Esta vez las tenía de perder. Ignacio, por otro lado, reaccionó rápido y corrió detrás del amigo de su hermana, la distancia que lo separaba de Calderón lo hizo posible. Con una persona con pistola en mano entre ambos quizá tendría chance de salir de esa hacienda y comenzar la búsqueda de su nana.

Sin el mocoso ni un arma a la mano se vio obligado a alzar las manos y usar la misma táctica que con Leoncio. Al fin y al cabo, el regreso del hijo del patrón a sus manos era indiscutible, ese hombre no permitiría que sus dos piezas claves de ajedrez le fueran arrebatadas con tanta facilidad y mucho menos por un policía pendejo.

—Pero si es el poli estrella —dijo Calderón con un intento fallido de acento chilango—. ¿Qué lo trae por aquí?

Santiago entornó los ojos, furioso, y la línea fina en que se habían convertido sus labios se contrajo en una mueca de desagrado.

—Manos a la cabeza —siseó—, y cierra el ocico.

Obedeció. Su sonrisa tembló al igual que la suposición de lograr el mismo efecto en ese policía como en Leoncio. Leoncio era un pobre diablo creído de la bondad subyacente en cada ser humano y este, en cambio, no era tan ingenuo. Entonces sus comisuras se elevaron aún más hasta mostrar la falta de colmillos en su dentadura. Había vencido a su antítesis y tarde o temprano haría lo mismo con cualquier oponente, no importaba el tiempo que tardase.

La interrupción de Santiago a su creciente animosidad, sin embargo, le heló la sangre.

—Voltéate. Ahora —enfatizó cada palabra. En sus ojos se notaba la bruma asesina consumiéndolos—. De rodillas. —Devolvió la pistola a la pretina de su pantalón y con las esposas fuera del bolsillo concretó el arresto—. Tiene derecho a declarar o guardar silencio. En caso de decidir declarar, tiene derecho a un abogado; en caso de no contar con uno, el Estado se lo proporcionará de manera gratuita.

NOTA:

Holaaa, mi gente linda

Esta vez me inspiré macizo jajaja, no, es que ya había muchas cosas que debíamos aterrizar para volver este viaje aún más emocionante 🚬💀
Cuéntenme qué les pareció el capítulo, se valen preguntas que trataré de responder jiji

¡Nos seguimos leyendo en la próxima actualización! 💗🫰🏻

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