29. Cámara de seguridad
Un par de meses atrás, Leoncio ayudaba a su hija con una investigación sobre instituciones que salvaguardaban la integridad de los niños y adolescentes en la ciudad, querían los nombres, direcciones y una breve explicación de la manera en que lograban dicho propósito. Andrea escuchaba con atención la explicación de su padre y anotó lo que consideró más relevante. Lo interrumpió cuando su papá volvió a mencionar el constante mantenimiento de las cámaras de seguridad en los edificios de estas instituciones.
—Si esos aparatos graban como lo hace tu teléfono, es inútil que gasten el dinero de los impuestos.
Leoncio soltó una risotada cargada de diversión.
—Dios, ¿desde cuándo te volviste tan pesimista? —dijo aún riendo.
Una tímida sonrisa afloró en los labios de Andrea, se sintió un poco avergonzada ante la afirmación.
Remarcó la palabra «constancia» en su libreta y otra duda afloró.
—¿Cómo sabes que son constantes en el mantenimiento? —Alzó una ceja, dubitativa—. A duras penas pintan las instalaciones.
Sabía porque uno de sus trabajos pasados fue la instalación de aparatos electrónicos junto a su viejo amigo Mauricio, el contacto con este nunca se perdió y cuando no contaba con personal se ofrecía a apoyarlo. La última vez, hasta el momento, que acudió en su ayuda fue recién la semana pasada. Se habían sustituido las cámaras del DIF y añadido una en la parte trasera del edificio, ya que reportaron el fácil acceso desde el Auditorio.
Acarició la mejilla izquierda de Andrea con sus nudillos, la suavidad de la tierna piel era un recordatorio del gran futuro que todavía le esperaba a su pequeña. Sonrió para sus adentros.
—En mis tiempos libres ayudo a realizar el mantenimiento. De hecho, hace poco se hizo en el DIF y añadimos una nueva cámara que registrará todos los movimientos del campo del Auditorio.
Andrea frunció el ceño.
—El Auditorio no forma parte del DIF.
—No, pero desde ahí se han colado los rateros.
—Deberían levantar más las bardas o poner vidrio, púas o lo que sea. Se gastaría menos.
La obsesión de Andrea por ahorrar los impuestos de la gente divertía mucho a su padre, quien volvió a reírse.
—¿Deberías redactar una petición al mismísimo Felipe Calderón? —se burló.
Los labios de la joven se fruncieron para evitar una sonrisa ante la idea, y para reafirmar su inconformidad, golpeó el hombro de Leoncio con el lápiz y luego con la punta de sus dedos. El hombre rio con más ganas hasta que Andrea no pudo contenerse y lo imitó.
Se enderezó abruptamente. En el cuaderno había escrito la palabra cámara y el comienzo de un boceto de lo que en su mente divisó como el campo en el que la sangre de aquel jovencito le salpicó el rostro y la ropa, dejando un halo de calidez para volverse en marcas que por más que se lavaba nunca podrá borrar. Tragó el nudo en su garganta y limpió las pocas lágrimas acumuladas en sus cuencas. Se apoyó en el colchón para ponerse de pie, la mirada de Lupita cargada de preguntas no se hizo esperar, pero Andrea decidió ignorarla con un simple «Ya vuelvo». Bajó lo más rápido que sus dolores le permitieron. Debía hablar con la enfermera Leticia para pedirle que buscara a su abogado y le dijera que tenía algo muy importante a decirle. Durante el recorrido notó que eran pocas las personas a las que les permitían cruzar la puerta de metal que dividía el mundo exterior de su mundo. De su nuevo mundo. Al menos lo intentaría.
El sol comenzaba a perderse en el horizonte, los pasillos y áreas verdes estaban más desolados y los puestos de comida terminaban de guardar y apagar todo. Tenían media hora para regresar a sus módulos antes del cierre de puertas, eso mismo presionó a Andrea en su caminata, forzándose a soportar el dolor que sus pasos más decididos le provocaban en el abdomen. Se acobardó al ver las escaleras en forma de caracol delante de ella, le punzó cada parte de su cuerpo, en especial la cabeza y los ojos, su vista se volvía más y más borrosa, no obstante, tomó sus dolencias, las dobló con delicadeza y guardó debajo de sus objetivos. Nada debía ser más importante que salir de allí. Mientras superaba los escalones, pensó en el sufrimiento de su padre al ser sometido por Calderón, conocía muy bien a este último; en la comunidad era bien sabido que nadie era merecedor de su perdón si desataba la ira contenido en su interior.
Un monstruo como él debería pudrirse en vida.
En la puerta la detuvo una oficial mucho más alta que ella, de uniforme pulcro, semblante desganado y mirada hostil. A Andrea le llamó la atención lo estirado que se veía su cuero cabelludo al llevar el cabello recogido en un moño.
—¿Qué quieres? —preguntó, su voz carecía de amabilidad.
Entonces, la angustia se apretó en el pecho de Andrea. ¿Qué podía inventar? No la dejarían cruzar si decía venir a buscar a una enfermera para hablar de asuntos personales ni nada parecido, la mandaría de regresó con la frase típica de «vuelve mañana». Suspiró. Una punzada en el abdomen la dobló, el abuso a su cuerpo había llegado al límite.
La oficial notó el semblante desencajado de la joven y la forma en que se cubría el abdomen, debajo de sus senos, le dieron una idea del motivo que la llevó allí, al igual que los moretones que adornaban el rostro y parte de los brazos. Sin una palabra de por medio, abrió la puerta y la cerró detrás de sí.
El dolor de Andrea se agudizó y tuvo que ponerse de cuclillas en busca de un alivio que no llegó. Todo el día caminando de un lado a otro, subiendo y bajando escaleras, sentándose y parándose, sin mencionar el golpe de la mañana en esa zona, era obvio que su cuerpo colapsaría. Respirar también se volvió una labor dificultosa, los pulmones expulsaban el aire con furia, quemaba todo a su paso. Cerró los ojos y se aferró a la oración que tiempo atrás escuchó de un vagabundo en la avenida de la escuela, «Padre mío, apiádate de nosotros».
Junto al oficial venía un hombre de ojos grandes y luminosos, verlos atraía la imagen y la frescura de un montaña plagada de pinos enormes y verdes a la espera de la dulce nieve, de cabello hasta los hombros, oscuro, traído de la noche más solitaria, asimismo sus facciones duras y hostiles. Era Diego, El Impío.
Andrea no se detuvo a notarlo siquiera cuando este la alzó en brazos y la internó en el edificio, se sentía en un letargo del cual salía cada segundo para volver a hundirse al siguiente.
Gracias a las largas zancadas del desconocido llegaron a la enfermería, estaba vacía, así que la dejó recostada en la camilla del fondo para evitar miradas indiscretas, pues él ya debía estar en la entrada a la espera del oficial que lo llevaría al centro de hombres. No había arrepentimiento de su parte por ayudar al oficial, después de todo la mujer delante suyo era muy bonita, mucho más que el resto que su jefe llevaba para entretener a sus hombres. Se acercó a preguntar qué le ocurría, a lo que Andrea se apresuró a decir en voz alta «Padre mío, apiádate de mí». Las gotas de sudor que cubrían su frente y cuello, el aferrarse a su abdomen como si este fuera una especie de balsa en medio del océano y los sollozos ahogados le daban una idea de lo que pasaba a Diego, aquello lo había visto con personas soportando un dolor intenso. La ayudaría, después de todo un caballero siempre rescataba a las damiselas en peligro.
Conocía aquel cubículo. Siempre vacío y sucio, o al menos en la mayor parte del tiempo, pero no ese día. Alguien se esmeró en dejarlo reluciente y atiborrado de medicamentos, instrumentos quirúrgicos, paquetes de gasas, apósitos, vendas, jeringas, entre otras muchas cosas más. El estante donde se guardaba el medicamento siempre permanecía cerrado con candado, así que Diego se guardó un clip debajo de la uña del dedo pulgar, para alguna ocasión en la que se le negara un medicamento. Su momento había llegado. Con mucho esfuerzo fue tirando de la punta, desgarrando a su paso la piel, poco a poco el piso se tiñó del rojo carmesí de la sangre y un ardor le recorrió cada terminación nerviosa, era la misma sensación de un toque electrónico, uno con mayor intensidad y persistencia. Limpió el clip, con el reverso de su camisa, lo manipuló hasta hallar la forma adecuada que le permitió abrir el estante. Extrajo el frasco de analgésico y, de los cajones del mueble de abajo, una jeringa, gasas, una venda y agua oxigenada para limpiar y proteger la herida de su dedo. No conocía la medida exacta, solo había visto hasta dónde quedaba el líquido en la jeringa cuando el Jabalí le aplicaba la dosis a su jefe. Mientras vendaba su herida, le echó un vistazo a la joven, abrazaba sus piernas y temblaba, verla tan vulnerable lo convenció de imitar al Jabalí.
Sobre la isla de su departamento tenía dispersas las notas de los testimonios de los maestros que forzaron a cooperar en la investigación individual que estaba llevando junto a Matías. La hipótesis resultó ser cierta. Esa jovencita, es decir, la señorita Montero era una inadaptada social, de vez en cuando agresiva, pero carente de maldad como para matar a alguien a sangre fría, todos pensaban así, excepto el director y subdirector. Cuando se les preguntó por qué, sus respuestas lo dejaron pensando. «Al enojarse perdía los estribos», dijo el primero, «tiene una furia implacable. Ella no respeta, no importa si conoce o no a quien desató su rabia», lo secundó el último.
Sin embargo, ¿el director y subdirector podrían conocer mejor a una estudiante que sus maestros? Imposible. Ahora bien, ¿qué empujaba a ese par de hombres a insistir con una mentira? La corrupción, lo cual coincidiría con el testimonio del docente Jorge Sánchez, asesor de la acusada, y la psicóloga Paula Arrevillaga. Le narraron el incidente, por separado, que provocó su expulsión.
Santiago se abría paso en algo que reconocía como el camino de no retorno hacia el mismísimo infierno. Esa joven se metió con el hijo menor de Sacrilegio Zúñiga, un hombre conocido por el despacho de abogados de lujo que tenía en la capital, la producción de leche y carne en su rancho y por ser familia del presidente actual de la ciudad. Mierda. Era un pez demasiado gordo para su destartalada y vieja caña de pesca. Aún así, seguía sin entender la persistencia de esos hombres, la joven ya fue expulsada y el problema se resolvió, entonces, ¿por qué aferrarse a la idea de que ella fue la asesina de su hermano?
Una idea lo azoró. La psicóloga también dijo que, según el testimonio de la señorita Montero, el joven Zúñiga acostumbraba a amedrentar a cualquier estudiante vulnerable, en esa ocasión fue ella quien le dio un poco de su propio chocolate, no obstante, esto avivó el resentimiento del joven que la siguió al baño de mujeres y trató de besarla a la fuerza. Ella se defendió y fue expulsada. El reporte nunca se envió a su tutor, pero, ¿y si la señorita Montero le dijo a su papá?
«Claro. ¿Cómo no me di cuenta?», pensó; su semblante reflejaba las noches de desvelo y una profunda tristeza. En su mente el recuerdo de la señorita Montero siendo destrozada por sus propias manos se repetía sin tregua alguna y, al final, reparaba en las palabras de su padre. Quizá él en verdad debió morir en lugar de su hermano.
Sacó el celular de uno de los bolsillos de su pantalón y llamó a Matías. Era hora de visitar al pez gordo y luego enmendar el daño a la señorita Montero.
La vista de Andrea se redujo a puntos luminosos de colores blancos y grises, poco a poco la claridad la fue colmando hasta reconocer que estaba en la enfermería, bueno, hasta ver sobre una repisa de libros la oración «Enfermería para el desahuciado». Aún le dolía el abdomen, en mucha menor medida. Creyó que moriría, pero eso no le dio miedo, sino fue el hecho de no alcanzar a atestiguar la destrucción del infeliz de Calderón. Sólo le quedó aferrarse a la poca cordura en su ser antes de desvanecerse.
Suspiró, resignada.
De morir..., no podría enfrentar a Leoncio.
Despacio se sentó en la camilla. No tenía idea de la hora, pero la escasa luz de la habitación le decía que ya eran las seis o seis y media. Era hora de volver. Con una pierna abajo y la otra aferrándose a la camilla, una voz masculina se hizo presente, repetía una y otra vez «Vive o muere». Andrea lo tomó con calma y tras avanzar un par de pasos vio al dueño de la voz. Sus ojos le recordaron al césped en la penumbra de la oscuridad y el brillo en estos a la fiereza de los relámpagos. No era un oficial, la ropa no correspondía a uno. Miró con detenimiento la camisa negra desgastada, el short flojo, muy similar a los que usan en el fútbol y un par de converse demasiado sucios.
Diego tampoco apartó la mirada de ella, un recuerdo le asaltó, era el de un gato negro que de pequeño se dedicó a cuidar hasta que un día no volvió más. Ella se parecía a ese gato negro.
—¡Vive! —dijo lleno de inusual regocijo.
Andrea retrocedió por inercia.
¿Quién era? ¿Qué hacía allí?, dos de las tantas preguntas en su cabeza. Tenía entendido que los hombres y las mujeres nunca se cruzaban porque ambos centros estaban en áreas diferentes, entonces, ¿por qué había un hombre con ella en la enfermería?
Como si Diego hubiera leído sus pensamientos se apresuró a hablar.
—Si mi intención hubiera sido lastimarte, ¿no crees que ya lo habría hecho? —Dejó de recargarse en la pared y sonrió, su colmillo derecho era de oro—. Vine por esto. —Mostró una bolsa con siete pastillas—. Alivia el dolor a mi jefe.
La curiosidad jugó en contra de Andrea.
—¿Por qué aquí?
El gobierno construyó dos centros, uno a lado del otro, uno para hombres y el otro para mujeres, cada uno con lo necesario para evitar que los reos se cruzaran y, en consecuencia, evitar incidentes. De eso se jactaba en la radio y televisión.
Alguien con dos semanas en el reclusorio sabía lo del incendio en la enfermería del centro varonil. La idea que cruzó por la mente de Diego al verla, cobró sentido en ese momento. Al fin y al cabo una mujer como ella no sería una pieza difícil de ignorar por las oficiales a la hora de escoger a las afortunadas para la ofrenda.
Detalló sin tapujos el rostro de la muchacha, la maraña de su cabello y la delgadez casi hasta los huesos de su cuerpo. Reparó en cada moretón y corte. Le impresionó su resistencia, cualquiera con la mitad de sus heridas, que por el color entre verde y amarillo, dedujo eran algo de hace una o dos semanas más o menos, estaría recostado para amortiguar el dolor o medicándose a cada rato.
Se acercó a Andrea hasta que ella dio un paso atrás. Al lado de él tenía una de las dos camillas, así que se sentó. La diferencia de estatura reduciría en la muchacha el temor a ser atacada, eso le había funcionado con otras cuando buscaba entablar una conversación y no lograba desterrar la incertidumbre tras experiencias terribles con trabajadores de su jefe. Lo que no sabía era que Andrea jamás se fiaba, poco importaba si era un niño o un hombre, de hombros anchos y complexión atlética como él, quien la encaraba.
Diego tenía debilidad por las mujeres de mirada desafiante. Un cosquilleo le recorrió el estómago al encontrarse con los ojos de la muchacha. Una felina a la defensiva en todo su esplendor.
—Una nueva. Interesante.
La falta de respuesta llevó a Andrea a avanzar rumbo a la salida. Él, divertido, la sujetó del brazo.
Tras aplicarle el analgésico, una enfermera, con el cabello recogido en dos trenzas que caían sobre sus hombros, apareció. Todas ellas lo conocían, aunque él no, y sabían el motivo que lo llevaba allí cada viernes. Sin embargo, la actitud evasiva de la enfermera con él solo por socorrer a la muchacha en la camilla avivó su curiosidad, asimismo el interrogatorio que siguió en su contra sobre si había hecho o intentado hacer algo, a lo que respondió que sí, que le administró analgésico porque la muchacha se retorcía del dolor y, si moría, le preocupaba ser responsabilizado. Con un «si no reacciona lo vas a pagar caro, de eso me encargo yo» la mujer ,de unos treinta tantos años, abandonó la enfermería y cerró la puerta con llave. El reto lo excitó.
Regresó a Andrea a su posición original con una delicadeza sobrecogedora, luego retiró la mano de su brazo.
—No se puede abrir —dijo Diego, y señaló la puerta—. Pero no tarda en volver la enfermera que te revisó.
«Y me amenazó», pensó. Una sonrisa asaltó su rostro.
Andrea, en cambio, se mantenía impasible, a excepción de las veces que el hombre frente a ella habló, en esos momentos su ceño se frunció. Algo en él la trasladaba a cuando la ansiedad le era incontenible y sus deseos más oscuros flotaron a su alrededor como chispas al acecho de comenzar un fuego donde, las veces que no pudo impedir su propagación, arrastró a cualquiera que cruzó su camino, la materialización de aquello fueron las incontables peleas que la llevaron al hospital con apenas trece años. Eso la inquietó. Ese tipo de ansiedad siempre logró inquietarla y ahora mismo se sentía así. Inquieta y abrumada con la idea de ser quien le prometió a su papá nunca más sería.
Quiso volver a irse, pero, esta vez, fue el cuerpo de Diego el que le impidió dar otro paso más. Se miraron a los ojos y reconocieron en el otro el recelo y la obstinación sobre sus propias decisiones. Ella buscaba irse. Él, detenerla a toda costa. ¿Por qué? Habría que poner una cámara para repetir las veces necesarias esa corta interacción entre ellos para, quizá, lograr entenderlo.
—¿No me crees? —la encaró Diego.
—¿Por qué debería?
La dureza implícita en la pregunta de la muchacha dejó a Diego dando de brincos sobre un océano de nubes eléctricas, mismas que anunciaban una tormenta enfurecida. Una sorpresa entre tanta monotonía. Y las sorpresas eran para divertirse.
—Nueva y rezongona. ¿Qué harás si resulta que digo la verdad?
Andrea alzó una ceja, meditando las palabras del hombre.
—Esperar.
—¿Ni una disculpa ni nada? —bufó, tratando de sonar indignado, pero fue más una mezcla de burla y saña—. Te propongo algo. Si digo la verdad nos veremos de nuevo el próximo viernes, aquí, a las cinco y media. Si no, entonces podrás pedirme lo que quieras y te lo daré.
Cualquiera que fuera el desenlace de aquella apuesta obligada, a Andrea le traía sin cuidado. No volvería allí sin importar qué, además, ya no había nada que quisiera y, ¿qué podría ofrecerle un criminal como él estando encerrado?
Diego se dirigió a la puerta, la miró y movió la manija, luego trató de jalarla hacia sí, pero, aparte del crujido de la madera, no logró abrirla. Repitió el proceso, ahora empujándola y tampoco pasó nada. Si ganaba o no estaba fuera de duda, él había sido sincero, lo que buscó con la apuesta era deshojar algo más allá de la frialdad en el rostro de la muchacha. Una mirada. Un destello en la misma. Algo, lo que fuera. Y, sin embargo, se quedó con las manos vacías. Creyó entender hasta entonces que para ella lo que dijera era una mota fácil de ignorar.
Volvió a plantarse frente a Andrea.
—Gané. —Sonrió.
El entusiasmo abrumó un poco a Andrea, por lo que prefirió desviar la mirada a los alrededores. No le apetecía entablar una conversación con el hombre, de hecho, prefería hacer como si no estuviera allí, no obstante, los cinco minutos siguientes estuvieron colmados de preguntas sobre su nombre, el motivo que la llevó a ser encarcelada, si le gustaba el café, si prefería escuchar la radio o ver la televisión, entre otros temas triviales. Parecía que mientras más se esforzaba en ignorarlo, él se empecinaba en hacerse escuchar.
—¿Por qué te hicieron todo eso? —Señaló los hematomas en la piel de Andrea.
—Qué te importa —gruñó esta.
A estas alturas ambos se habían sentado en las camillas, uno frente al otro en espera de la enfermera.
Diego tomó su respuesta como una brecha para hacerla hablar y derribar uno de los muchos escudos detrás de los que se escondía.
—Llevo ocho años encerrado aquí, así que no me es difícil deducir lo que te pasó. —Echó su cuerpo hacia atrás, recargándose en sus brazos—. Ni quien lo hizo. La cuestión es por qué. No luces como una criminal, de hecho, pareces una pobre alma en desgracia que fue fácil de atrapar en las redes de cazadores, mismos que no tardan en despedazarte.
El cuerpo de Andrea se tensó. Sus ojos volvieron a fijarse en el rostro divertido del hombre, lucía satisfecho, mientras ella cada vez más hundida en las arenas movedizas de la desdicha. Su corazón se aceleró y el impulso de atacar se incrementó. Una parte suya quería abalanzarse encima de él y quitarle la sonrisa de los labios, en cambio, la otra, aquella que no entendía, le pedía ir más allá de la fuerza bruta, ir en busca del entendimiento. Al cabo de unos segundos ambos sentires se manifestaron, perturbando al relajado Diego.
En efecto, Andrea arremetió contra él, quedando a escasos centímetros de su cuerpo e imponiéndose con la diferencia de estatura, ella de pie y él a merced suyo. Un poco ridículo, pues a Diego no le tomaría ni un mínimo de esfuerzo someterla, pero el factor sorpresa había jugado bien a su favor, y en parte porque a él también le intrigaba saber más de la fachada frívola y desentendida con la que cargaba.
—Si llevas tanto tiempo aquí deberías saber que jugar con los sentimientos de los demás no es divertido. Las personas como tú no son diferentes de esos cazadores que les gusta destrozar a quienes no hemos hecho nada más que tratar de vivir como podemos.
La chispa en los ojos de Diego se apagó y sus labios fueron consumidos por una mueca de hastío. Le pesó la comparación, atrayendo recuerdos de una infancia marcada por la muerte de su única familia. Cuando más trataba de olvidarse de sus propias carencias y penurias se transformaba en un payaso sin tacto con quienes le recordaban a la niña de piel blanca y ojos de sol naciente, con aroma a tierra mojada y risa de ruiseñor. De su garganta brotó una risa melancólica para luego tomar a Andrea entre sus brazos y colocarla debajo de él. Sí, sabía que los sentimientos de otros eran valiosos y no, él no era un cazador con cualquiera, hasta para eso se debía ser selectivo.
—El próximo viernes, aquí, a las cinco y media. —Acercó sus labios a la oreja de una Andrea ansiosa—. Ven o iré por ti.
Los vellos en el cuello de Andrea se erizaron.
Tras levantarse y alejarse de ella, la puerta se abrió, del otro lado apareció la enfermera de las trenzas que resultó ser Leticia. El semblante recompuesto de Diego irradió suficiencia, pero el ambiente que se respiraba allí puso en alerta a la enfermera que se acercó hasta donde yacía Andrea intentando sentarse en la camilla.
—Ve —le dijo Diego, condescendiente, a Leticia—. Yo no soy ningún asesino.
Ambas mujeres se quedaron absortas en la espalda del hombre mientras se desplazaba por el pasillo hasta desaparecer. Leticia se aseguró que el cuerpo de Andrea siguiera en el estado en que lo dejó media hora antes y, en efecto, parecía estar bien. La interrogó y confirmó que nada había ocurrido entre ellos dos más que un cruce de palabras sobre cosas triviales. Para Leticia aquel hombre representaba un peligro inminente, no sólo para Andrea, sino para todas las mujeres en general. Se sabía que era un sádico y que por su causa trasladaban a incontables reclusos cada fin de mes al hospital por las múltiples heridas infringidas, por algo era llamado "El Impío". No podía controlar su ingreso a la enfermería, después de todo era una orden del mismo director, pero sí advertir a Andrea sobre mantenerse alejada de tipos o tipas como él. No paró de repetir sus fechorías hasta hacer prometer a la muchacha que, en caso de verse de nuevo, no cruzaría palabra alguna con él.
El desconcierto era evidente en el rostro de Andrea, pero accedió, al fin y al cabo no era algo difícil de hacer. A ella tampoco le agradaba.
Una vez les pasó la conmoción de la presencia de Diego, Andrea recordó el propósito que la llevó allí.
—¿Puedo pedirle un favor?
Leticia la tomó de las manos y asintió.
—Contacte a mi abogado y dígale que me urge hablar con él. Es algo delicado.
NOTA:
Holaaa, mi gente linda
Cuéntenme qué les pareció el capítulo, se valen preguntas que trataré de responder jiji
¡Nos seguimos leyendo en la próxima actualización! 💗🫰🏻
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