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27. Camino a la verdad

Los pensamientos de Matías se mantenían anclados en el registro de la casa de Andrea Montero. Para él, las posibilidades de que fuera una sicaria, como los medios de comunicación comenzaron a atribuirle que era, no eran correctas. De hecho, parecía una chica normal, bueno, no tan normal, pero los problemas que presentaba eran cotidianos entre la población. Venía de una familia marginada que se rompió demasiado pronto, la crió su padre con mucho cariño, reflejado en los álbumes de fotos guardados en los estantes como símbolo de orgullo, en los casetes de películas infantiles apilados sobre el armario del padre, así como la ropita de bebé embalada en una maleta al interior del mismo. En esa casa se respiraba tranquilidad. No tenía amigos porque su temperamento era reservado, según las observaciones de los profesores en el reverso de las boletas, y tampoco parecía tener contacto con la madre de la que sólo hallaron el nombre.

Basándose en eso no encajaba en el perfil, ni siquiera añadiendo el reciente fallecimiento de su padre ni que la hubieran expulsado de la escuela por incitar a la violencia, según el interrogatorio que le hicieron al director. No podía ser una sicaria y tampoco había nada que la conectara con la familia del juez Gutiérrez, entonces, ¿qué la hizo ir al auditorio? ¿Coincidencia o se estaban perdiendo de algo?

Estacionado cerca del parque central, esperaba a Santiago salir de presidencia. Imaginaba que cuando volviera le explicaría el motivo que los llevó allí. La cabeza estaba a punto de estallarle, los desvelos a causa de ese caso comenzaron a pasarle factura, lo peor era que no fueron asignados a él, al menos no oficialmente.

En ese mes pasaron de ser simples compañeros a cómplices, y de cómplices a dos botargas que no sabían cómo empezar una conversación. Todo comenzó a dos semanas de haber hecho el cateo en casa de la muchacha, la pusieron patas arriba y no encontraron nada que delatara conductas incriminatorias, no obstante, a Matías le pareció curioso que Santiago prestara mayor atención a los documentos de identidad de la joven que todo aquello que indicaba la baja probabilidad de que fuera una asesina. Lo atribuyó al nerviosismo y esperó a que en algún momento, mientras revisaban la información en el departamento de Santiago, se replanteara la hipótesis de investigación. No pasó. Santiago siguió sobre esa misma línea, así que tuvo que decir algo. Externó que no consideraba culpable a la chica y a partir de ahí la conducta de Santiago se tornó taciturna, apenas compartía sus inquietudes y reflexiones. La intención era clara para Matías, ya no lo quería en la investigación, incluso se atrevió a pensar que también dejó de ser bienvenido en su vida. Y eso lo hizo sentir decepcionado.

Lo admiraba por su sentido de justicia, la forma en que se dedicaba a cada uno de sus casos y que, en lugar de enfrascarse en un punto de vista, saltaba de una perspectiva a otra; el exceso de trabajo que se generaba, lo privó de un compañero de trabajo. Ahora ya no se hallaba ni la sombra de ese detective. Aunque tampoco podía culparlo, perder a un hermano cambia la vida de cualquiera, solo que esperaba que ese cambio fuera para engrandecer su sentido de justicia, no enceguecerlo de odio y dolor.

Vio el reflejo de la camisa a rayas que llevaba Santiago pasar por su lado y luego por el retrovisor. Quitó seguro. No lucía muy animado, Matías supuso que no tuvo suerte en lo que fue a buscar.

—¿Ya me vas a decir por qué venimos?

Santiago alzó la mirada, encontrando la de Matías fija en él. Suspiró. No se sentía con ánimos de hablar, no luego de saber la postura del presidente con la situación de su padre.

Desde lo que pasó con su hermano, en su interior, se formó una necesidad por sustituir el vacío de su padre con sus esfuerzos en hacer todo lo que le ordenara, pero eso sólo ocasionó que su persona se dividiera en dos, la racional y la que quiere ser el hijo deseado. La racional le gritaba que seguir adelante era un error, mientras la otra daba brincos de felicidad porque cada vez estaba más cerca de ganarse el favor del padre que tiempo atrás lo adoró.

Recargó la cabeza en el respaldo y cerró los ojos. Exhaló por la boca con fuerza, rendido al agobio de su conciencia.

—Mi padre quiere que el presidente haga una conferencia de prensa sobre asuntos generales del municipio.

—¿Y eso para qué? —Entornó la mirada Matías, expectante por lo que escuchará y confundido por lo ya dicho.

—Alguien preguntará por el caso de mi hermano y el presidente confirmará que se trata de una asesina a sueldo, entre otros detalles que se le haría llegar por correo —explicó Santiago con desgana.

—Pero no lo es.

Santiago apretó la mandíbula.

Aún no podía aceptar que no lo fuera. Deseaba con todo su corazón que ella fuera la asesina y con ello aniquilar el tormento que lo atosigaba todas las noches, entre sueños. Sin embargo, lo que encontraron en su casa indicó lo contrario y nada parecía tener pies ni cabeza.

—¿Y cuál fue la respuesta del presidente? —quiso saber Matías, el corazón le latía como loco. Esperaba que la molestia de Santiago fuera por una negativa en redondo del aludido.

Los hombros de Santiago se hundieron y su expresión lamentable se tensó.

—Aceptó, por supuesto.

Ahora la tensión se apoderó de Matías.

Sus pensamientos giraron alrededor de las consecuencias que eso traería. La policía no permitía que su credibilidad quedara en entredicho y, si no tenían de otra, preferían fabricar pruebas antes de admitir que condenaron a un inocente. La conferencia determinaría el final del proceso. Una vez se lleve a cabo ya no importará descubrir al culpable, sino atribuirle la culpabilidad a la, aún, sospechosa.

Miró con más aprensión a Santiago. ¿No era una victoria el que hubiera aceptado el presidente hacer semejante bajeza? Entonces, ¿por qué tenía esa expresión apagada? La rabia le reventó en el paladar como un líquido amargo.

—No puedes permitirlo.

—¿Qué se supone que haga? —Santiago se hundió más en el asiento—. Luchar contra mi padre es una batalla perdida. En caso de negarme a seguir adelante, alguien más lo hará.

—¿Eso te consuela? ¿Te sientes menos miserable con esa patética excusa?

Las manos de Matías perdieron color de la fuerza con la que apretaba el volante. Su rostro raras veces demostraba sus emociones como en ese momento, tenía las cejas juntas y los labios en una mueca torcida de indignación.

A Santiago, que no pudo evitar sorprenderse por sus palabras, se le hizo difícil sostenerle la mirada, se sentía pequeño, igual que un niño en medio de una oscuridad perpetua. Se aclaró la garganta.

—No —suspiró—. Me siento de la mierda, y cada día que pasa quiero morirme. —Cerró los ojos de nuevo para evitar que las lágrimas lo abandonaran y apretó las manos en puños, soportaba el peso de sus desgracias—. Desearía estar convencido de la culpabilidad de esa mocosa y no sentir esta miseria que me oprime el pecho y no me deja respirar.

—Nunca te había costado tanto aceptar un error —dijo Matías en tono compasivo.

—Porque nunca había lastimado tanto a alguien por uno —convino; se talló los ojos y sonrió, fue una sonrisa melancólica.

Ahí estaba de nuevo el Santiago que conocía, al que minutos atrás creyó extinto. Le palmeó el hombro.

—Estamos a tiempo de remediar todo. —Estiró el brazo al asiento trasero, en el lado del copiloto había una libreta pequeña donde hacía sus anotaciones, las más importantes. Se la entregó a Santiago—. Volvamos al principio. ¿Qué se nos está olvidando?

Santiago reflexionó unos minutos.

Extrajo un lapicero del bolsillo de su pantalón y garabateó «¿Secreto?» con letras picudas cerca de donde Matías escribió «Declaración confusa». La joven seguía sin dar una declaración detallada de lo suscitado esa noche, su estado de salud delicado, que él ocasionó, y el recién castigo impuesto por el director del penal el mismo día que ingresó luego de su recuperación, se lo habían impedido. Entonces, aparte de su empecinamiento por hacerla responsable, ¿qué tenían?

Repasó cada uno de los puntos escritos por Matías. Una, dos, cinco veces en busca de algo que su corazón adolorido se empeñaba en ignorar. Era evidente que perdieron la brújula.

Contuvo el aliento y explotó en una carcajada que dejó perturbado a Matías al principio. Se reía de su ineptitud. Encerró el nombre del padre de la joven y el de la escuela a la que asistió.

—El director dijo que era una estudiante violenta y que no le sorprendería que fuera la asesina —dijo aún riendo—. Entonces, ¿por qué nunca lo reportaron al padre? —Su risa se detuvo de pronto, su semblante transmutó a uno solemne. Le dio un par de golpecitos a la libreta, sobre el nombre de la escuela, con el lapicero y se irguió, lo más derecho que sus hombros, de por sí perezosos, se lo permitieron—. El señor Leoncio guardó todo lo que tuviera que ver con su hija, encontramos reportes de cuando cursó el preescolar, los cuales dicen exactamente lo mismo que las observaciones de las boletas de primero y segundo año de preparatoria: Carece de habilidad para integrarse en actividades de equipo. Pero no hay nada que respalde las palabras del director. ¿Por qué?

Una pregunta tan corta era capaz de hacer descender al infierno con tal de darle respuesta.

El alivio de Matías se ensanchó. Lo que para él era evidente, para su amigo apenas estaba cobrando sentido. Se acababa de quitar la venda y, aunque todavía veía borroso, pudo identificar el camino de regreso a su verdadero yo.

Revisaron la hora en sus relojes de pulsera. Faltaba media hora para las dos y la preparatoria quedaba cerca del parque. Habría que interrogar con más ahínco al director y a todo el personal de la escuela para conocer al mentiroso de la historia.



El bolso café le pasó rozando el hombro y luego escuchó el estallido de la cerámica rompiéndose detrás de sí. La lámpara que recibieron de regalo en su aniversario de bodas pasado yacía en el suelo destrozada casi por completo. Gustavo miró a sus esposa con las boca entreabierta. Ella ya lo hacía, su respiración era irregular y en sus ojos brillaba rabia enardecida, si pudiera, le habría clavado los trozos puntiagudos de la cerámica en el pecho para sacar todo lo que llevaba días aguantando en su interior.

No había nadie en casa. A la nena de sus ojos se la llevó su abuelo a pasar un fin de semana entre potreros, caballos y naturaleza, y la servidumbre disfrutaba del día libre que Sofía les otorgó de un momento a otro.

Gustavo se sentó en la cama. Regresaba todos los días a casa a bañarse y cambiarse para volver a la oficina y seguir trabajando en el caso de Andrea, por lo regular lo hacía a la hora del almuerzo, porque sabía que diario su mujer y la niña se iban con el abuelo a su rancho, pero ese día no fue así. No sabía qué decir o preguntar, prefirió esperar a que se calmara o que ella comenzara la conversación más incómoda que hubieran tenido nunca.

En cambio, Sofía estaba al borde de la locura, su indiferencia y apatía tatuada en el rostro la hacían querer seguir con su rabieta, no obstante, dio una profunda bocanada de aire y cerró los ojos. En una lucha interna, calmó sus demonios. Una vez estuvo segura de tener las riendas de sus emociones, su semblante se endureció y en sus ojos atravesó un destello de cansancio. La vida a lado de Gustavo era demasiado tranquila y aburrida, pero podía soportarla, lo que ya no podía era esa nueva actitud, en especial con su hija, a quien mal acostumbró en sobremimar y ahora necesita verlo para dormir, cosa que se dedicó a ignorar en el transcurso del mes por ese caso, que en primer momento lo alentó a llevar, y ahora se arrepiente profundamente.

—¿Cuándo te vas a acordar que tienes familia? —preguntó; se acercó a él, cautelosa.

Con un ligero movimiento, Gustavo se pasó la mano por el cabello.

—Cuando termine.

Sofía no pudo evitar reír ante la firmeza de la respuesta de su esposo para luego dejarse envolver por una oleada de irritación. Se recargó en sus manos, cada una a un costado de Gustavo, quien se vio obligado a echarse hacia atrás y enfrentar su rostro a escasos centímetros del suyo.

—Nunca me he quejado de nada en todos estos años que llevamos casados, ¿sabes? —comenzó a susurrarle; sus ojos se pusieron rojos, dándole un aspecto tétrico—. Pero ahora no solo me voy a quejar, también te voy a exigir que pares con esta tontería.

—¿Qué tontería? ¡¿Eh?! —gritó Gustavo con el semblante colérico.

Aún así, Sofía no se alejó ni se inmutó. En el fondo trataba de entender su insistencia y, a la vez, maldecirlo por la misma.

—Nuestra hija padece tu ausencia, ¿de verdad no te importa?

Gustavo palideció. En su corazón se sacudió el remordimiento que sofocó todo ese tiempo con llamadas cortas para apaciguar la angustia de su princesa por las noches. Había olvidado que ella era su todo, y se maldijo por buscar reemplazarla por un amor prohibido y enfermo que lo único que haría era envenenarlo. A su vez, recordó la constante advertencia de Sofía, cuando consideró que la niña ya estaba lista para ir a la cama sola, sobre seguir leyéndole cuentos para hacerla conciliar el sueño. Su error fue grande.

Trató de escapar de Sofía, pero no se lo permitió y siguió torturandolo con sus palabras.

—La niña ya no duerme por esperarte, ahora parece un zombi y tú andas bien campechano en el despacho. Basta, ¿oíste? Tienes que parar.

Se alejó de él en busca del bolso en el suelo con restos de cerámica encima. Lo sacudió y sacó su teléfono cuadrado con el teclado escondido detrás, aparecía al deslizar la pantalla hacia arriba. Buscó una foto en la que la niña se viera lo más demacrada posible, recurriría a meter el dedo en la llaga del vago de su esposo. Le lanzó el teléfono al pecho, este rebotó y cayó entre sus pies, Gustavo le dedicó una mirada desconcertada que se hundió en dolor al sostener el teléfono y ver a su princesa pálida y con unas enormes ojeras debajo de los ojos.

Acarició el teléfono como si este fuera el rostro de su hija adorada, ya no pudo tragarse las lágrimas, descendieron una a una por sus mejillas en un silencio perturbador y sofocante.

A Sofía le irritaba verlo en un estado tan deplorable. Todavía recuerda el día que su padre se lo presentó y, al final de la reunión, le avisó que se casaría con él; opuso resistencia, por supuesto, pero los términos con los que volvió a lado de su padre la hicieron aceptar. Si de alguna forma podía proteger a las personas que más quería en el mundo, aún si eso implicaba que debía pretende que no existían, lo haría y cumpliría con su parte del trato; por eso, le molestaba que al estúpido que le correspondía seguir la otra parte, se estuviera comportando como un veinteañero enamorado.

Le arrebató el teléfono y lo empujó a la cama. Se colocó a horcajadas encima de él y aferró con la mano que tenía libre su cuello; Gustavo tardó en reaccionar ante la rapidez de sus movimientos.

—No me interesa si te estás cogiendo o no a esa muchachita, Gustavo —dijo en tono áspero; apretó el agarre, haciendo que las cejas del hombre se arquearan y su boca se abriera en busca de aire—. Sólo te encargo que cumplas con tu rol. A partir de hoy volverás a la hora de la cena, atenderás a la niña y dormirás conmigo. Volverás a ser un padre y esposo filial. El resto del día puedes hacer lo que se te pegue la regalada gana, ¿comprendes?

Tras terminar su discurso se puso de pie y sacudió la suciedad inexistente de sus vaqueros, con ello se fue la frustración e irritación que minutos antes se gestaba en su interior, fue una especie de liberación que la devolvió a la burbuja de paz en la que se esforzaba por habitar.

En cambio, a Gustavo le costó recomponerse del escalofrío que le generó creer que su esposa acabaría con su vida. El oxígeno, al precipitarse a tomar una bocanada de aire, le raspó, sintió que respiraba agua de mar, haciéndolo toser hasta deshacerse de la sensación. Ni bien se había recuperado cuando replicó entre sofocados resoplidos:

—Vendré a cenar con ella y la arroparé, luego volveré a trabajar.

—¿Ahora que ya eres mi esposo tiraste la careta de hombre devoto?

La pregunta venía impregnada de burla y saña, Gustavo la sintió como una daga enterrándose en su pecho. Era cierto que su matrimonio no fue por amor, pero tampoco lo sintió como un negocio, para él, Sofía era una mujer no solo bella, sino también humilde y fiel a la idea de una vida en calma y colmada de respeto. Quizá se había equivocado y era hasta ese momento que comenzaba a conocer a la verdadera Sofía Santos, una versión femenina del ambicioso Esteban Santos. O sólo estaba agotada de aguantar a un hombre como él y esa era la consecuencia inevitable de su ultimada indiferencia.

Se mordió la lengua y repensó lo que saldría de su boca, pues todo era su culpa y debía hacerse responsable.

—Lo siento. Nadie debería ser más importante que ustedes, mi familia. Por desgracia, no puedo hacer la vista gorda de todo lo que esa muchacha está padeciendo. Y no —se adelantó a decir al ver como Sofía articulaba alguna objeción—. No me la he cogido ni existe ese tipo de relación entre nosotros, Sofi.

Sofía se rio con ganas.

—¿Qué dedo me chupo? Soy una mujer —le recordó—, sé cuando un hombre está detrás de una vieja para co-ger-se-la. Tú no eres distinto de ellos.

—¡Pues no! —replicó Gustavo mientras se ponía de pie—. Si tanto te cuesta creerme cuando te digo que este es el caso más difícil que he tomado, te invito a leer su expediente. Aquí. —Su portafolio lo esperaba en la silla a un lado de la puerta, de él extrajo una pila de hojas encarpetada—. Léelo. Conócela y comprueba que si no me pongo las pilas, condenarán a alguien inocente.

La mirada altiva de Sofía reparó en el grosor del expediente, no obstante, el recelo que le generaba el comportamiento de su esposo la hizo negarse a sentir compasión.

—Poco me interesa la vida de esa muchacha.

Gustavo dejó el expediente sobre la cama, derrotado, y se volvió hacia la silla, donde cerró el portafolio y se fue con el alma atormentada y la cabeza atribulada de preocupación.

El corazón de Sofía no se alejó mucho de los pesares que carcomían a su esposo, lo secuestro la sensación de congestión como solo la experimentaba recordando la vida que se vio obligada a abandonar.

Cuéntenme, ¿qué les pareció el capítulo? 🫣💕

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