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15. Cabos, tornillos, ¡un desastre!

La única luz en la oficina era la que se colaba debajo de la puerta, iluminando escasamente los zapatos de uno de los cuatros personajes que prescinden la urgente reunión. Pocas veces se daban, ya que evitaba cualquier riesgo a sus negocios.

Tres de ellos eran los líderes, esperaban sentados en sillones de cuero la noticia que el subordinado, de pie cerca de la puerta, catalogó como foco rojo. El de ojos gatunos le dedicó una mirada amenazante, indicativo de que el momento de hablar había llegado.

Sobre la mesa de centro dejó una carpeta llena de fotografías.

—Ella es el cabo suelto que hace falta ajustar —aseguró. Se lamió los labios antes de sonreír.

§

La casa estaba envuelta en un silencio melancólico. Los cuadros que colgaban de las paredes y juguetes que adornaban los muebles se guardaron en la habitación de Andrea. Debía parecer un lugar lúgubre, según las creencias católicas. La alegría no tenía permitido habitar aquellas cuatro paredes.

El día que supo del fatídico destino que se llevó a su papá no pudo evitar berrear y maldecir todo a su alrededor, incluso llegó a quedarse sin aire de tanta majadería que escupió. Todo se vió consumido por las llamas de su dolor y rabia, ya ni siquiera le importaron las marcas rojizas de las manos de Fernando que quedaron grabadas en su piel con la intención de frenar los arrebatos de ira que tenían de objetivo dañarse a sí misma, de hecho, en más de una ocasión fue él quien recibió todo ese cúmulo de emociones, ya fuese en forma de bofetadas o golpes en el pecho que con el paso de las horas se volvieron moretones. Gustavo también trató de intervenir, pues la forma en que logró el otro hacerla ceder le generaba una sensación extraña en el pecho, no obstante, en cada intento la respuesta de Andrea era más agresiva. Al final tuvieron que sedarla.

Los preparativos fueron modestos. Fernando se encargó de rentar algunas sillas y Gustavo del café y aperitivos a ofrecer a aquellos que quisieran escuchar el rezo y dar sus condolencias. Los asientos sobraron y en consecuencia todo lo demás. Aquellos que se presentaron fueron colegas del difunto y su jefe, quienes dejaron jugosos obsequios monetarios con Gustavo, debido al estado indispuesto en el que seguía sumida Andrea.

Apenas pudo mirar el rostro hinchado de su papá dentro de la caja, le pareció un desconocido que compartía algunas similitudes. El corazón se le hizo en un puño y las lágrimas continuaron adornando sus mejillas y labios, de vez en cuando se sorbía la nariz y evitaba que los mocos se escurriesen. Trató de atender a los primeros invitados de la noche pero le sobrevino un intenso ataque de ansiedad: su cuerpo entero temblaba sin control. Fernando actuó rápido y la llevó a su habitación, donde la abrazó con tal de evitar que ingiriera más calmantes. Sabía lo contraproducente que era su consumo excesivo. Frotó sus brazos y la arrulló tarareando una de las melodías que le llenaban de paz, Long, Long Time Ago, se titulaba. Pocos minutos después consiguió calmarla. La arropó e iba a dejarla descansar más sus manos envueltas en uno de sus brazos lo detuvo.

—Quédate —suspiró.

Volvió a su lado. Permanecieron tumbados y acurrucados en la pequeña cama individual. Él no dejó de acariciar sus cabellos.

La calidez de aquellos brazos la empaparon del amor que en ninguna otra realidad volvería a experimentar. Por escasos minutos se decía a sí misma que todo aquello se trataba de una pésima broma orquestada por su papá y al segundo siguiente chocaba con el muro de la realidad, las minúsculas burbujas de ilusión colisionaban unas con otras y las gotas que descendían por los aires se terminaban adhiriendo en su rostro al grado de volverse en desgarradoras lágrimas acompasadas con un llanto igualmente desgarrador. Prefería embotar sus sentidos con el efecto del calmante que le dieron en la casa de Fernando.

Levantó la cabeza y fijó sus ojos oscuros en los párpados cerrados de su acompañante.

Ser presa de su atención le seguía recordando al espíritu de la película El Aro. Cubrió sus ojos con la mano que le acariciaba el cabello.

—No hagas eso —se quejó—, o tendré que huir de ti.

—Ya no quiero llorar —confesó ella entre susurros.

—Deberías. Llorar te limpia y se lleva las penas. Nuestra alma es como un conjunto de ríos que cuenta con su desembocadura, ellos se estancan y nosotros pereceremos tarde o temprano.

—Llorar te vuelve vulnerable —replicó.

—Pretender ser fuerte en cada segundo de cada día durante toda tu vida... —Resopló—. Eso no es vivir, y entre sobrevivir y morir no hay mucha diferencia.

—Quiero a mi papá.

El «papá» emergió de su garganta como un alarido desgarrador. Fernando palpó las gotas que se acumularon entre su mano y los párpados apretados de Andrea. Para él, ella seguía siendo en parte una desconocida, sabía su nombre y parte de su historia, la peculiaridad en su comportamiento lo llevó a sacar algunas conjeturas desde la noche que entablaron su primera conversación y que esperaba obtener respuestas el día que conociese a su progenitor, pero la vida y el destino tenía otros planes. En esporádicos momentos se preguntaba los motivos que lo llevaron a esa casa y, aún más importante, la razón de dejarse arrastrar a la búsqueda del bienestar de esa niña con espíritu de fiera. Había escapado del ajetreo que representaba participar en las reuniones familiares de su mujer, refugiándose en la casa que le perteneció a su hermano mayor antes de irse a los Estados Unidos por una vacante de trabajo; sin embargo, ahí estaba, cubriendo los ojos de uno de sus tantos pacientes y que, extrañamente, hacía tiempo había dejado de considerar como tal.

La arropó con su cuerpo.

—Comprendo tu dolor —le susurró cerca del oído—, al igual que tú, perdí a una de las dos figuras paternas que tenía, mi abuelo, sucedió cuando recién cumplí quince, hace unos doce años, casi trece; me dolió tanto que decidí refugiarme en la ingesta de alcohol y drogas, incluso en los fármacos que mi padre resguardaba en su despacho para uso exclusivo de exposiciones en conferencias a las que era invitado. Todo se volvió un desastre. La vida de mi familia y la mía. Dejaron de confiar en mí y monitorearon cada paso que di. Era desgastante, ¿sabes? Y aun así logré escabullirme un centenar de veces más y seguir en lo mismo. Pero ¿qué crees?

—¿Qué? —sollozó ella, atenta a la anécdota.

—Nunca dejé de sentirme vacío y solo, muy solo, Niña Tonta. —La atrajo más hacia sí—. Dejar pasar nuestra vida en nombre de alguien, que por más que uno desee sentir sus muestras de amor, estás ya no volverán, es ajustar grilletes en los pies de esas personas para condenarlos a padecer nuestro sufrimiento y desasosiego que dejó su pérdida, en emociones así nos sentimos más cómodos porque volver a levantarnos y vivir nos resulta aterradoramente difícil. No quiero esa vida para ti.

—¿Por qué? —Se sorbió la nariz.

—De haber tenido una hermanita me hubiera gustado que fuera como tú.

El corazón de Andrea se estremeció y otro cúmulo de lágrimas brotó de sus cuencas. Lloró como un bebé que reconoce los brazos de su madre luego de extrañarla y añorarla por horas. Se hizo bolita entre los brazos de Fernando, poco a poco cayó en un sueño profundo y lleno de paz.

§

Escuchar su respiración acompasada también lo atrajo al camino de la somnolencia, no obstante, Gustavo le impidió seguir disfrutando de aquello.

Ambos abandonaron la habitación de la adolescente.

Abajo no había nadie y tampoco quedó rastro de que alguien hubiese estado ahí. Sin previo aviso, Gustavo tomó del cuello a Fernando y lo empujó contra uno de los pilares que dividía la sala del comedor. El golpe en su espalda le hizo fruncir el ceño.

—¿Qué intentabas hacer? —bramó Gustavo.

—¿Se te zafó un tornillo o qué?

—¿Cómo te atreves a aprovecharte de ella?

El semblante contrariado de Fernando se fue agravando con cada palabra que salió de la boca de su amigo. La acusación le asqueó y al mismo tiempo enfureció. ¿Acaso los años que compartieron juntos en el extranjero no fueron suficientes para conocerlo? Trató de regular sus emociones mediante profundas bocanadas de aire.

—Ya ni la friegas, Gus, ¿en qué momento pudiste siquiera pensar que me estoy aprovechando de esa niña? Llevamos una amistad de cinco años. Cinco.

—La manera en que te acercas no es normal —afirmó; su agarre en el cuello se afianzó.

—Anormal es la percepción que tienes —replicó Fernando—. Estoy felizmente casado y jamás me interesaron las adolescentes, y si estoy a su lado es porque lo necesita. ¡Está desamparada, mierda! La única persona de la que recibía afecto ya no está, se esfumó, entonces, ¿cómo le hago para que se sienta menos sola? ¡¿Cómo, Gustavo?!

—No digas mamadas, Arteaga.

Ahí Fernando entendió la gravedad de la discusión. Hubo una época en la que acostumbraron a llamarse por sus apellidos, cuando comenzaban a entablar conversación, a lo mucho duró un par de meses, y volver a escucharlo hizo que una estela transparente se colara entre ellos, marcaba un límite, un sesgo. Claro que quería continuar la discusión, hacerle saber que ahí el único enfermo era él por considerarlo un depredador de niñas, porque aunque no lo dijo, así lo interpretó y le dolió ser señalado como tal cuando entre ellos se conocían perfectamente; sin embargo, alguien llamó a la puerta. Los dos se giraron en automático al origen del ruido y después al reloj pegado en la pared. Eran las tres cuarenta y cinco de la madrugada.

De un golpe deshizo el agarre de Gustavo en su cuello y se dirigió a abrir la puerta. Los rostros que encontró del otro lado lo hicieron arrepintirse de haber acudido allí: su cuñado, Ignacio Zúñiga, acompañado del capataz y hombre de confianza de su suegro y padre del muchacho lo observaban fijamente. La cicatriz mal tratada en aquel rostro le provocaba una sensación de malestar, pero lo atribuía al aura del sujeto, de otra manera no sabría explicar su aversión al tener en cuenta que era médico y las veces que atendió a pacientes con quemaduras formaba parte de su historial. Abrió el paso y los invitó a pasar. Ignacio sujetaba un ramo de peonías con las manos, su expresión apesadumbrada y de pérdida, muy similar a la de Andrea, les hizo creer que los dos adolescentes mantenían una amistad profunda. Gustavo les ofreció café, pero la respuesta a cambio fue un «no» seco.

—El muchacho quiere darle el pésame a la hija de don Leoncio —explicó el capataz.

Fernando y Gustavo se miraron. No creían propicio despertarla cuando les había costado hacerla descansar.

—Está durmiendo —dijo Gustavo, rompiendo el silencio—. Le haremos saber que han venido y yo creo que hasta se anima a visitarlos.

Quien reaccionó ante la negativa fue el capataz: enarcó la ceja sobreviviente al voraz fuego que condenó sus rostro.

—Pues si Nacho está de acuerdo, nos vamos.

Ignacio y Fernando protagonizaban una relación incierta, eran familiares que se desconocían. Al principio conectaron, todas las veces que Fernando visitó a Griselda terminó recluido en la habitación del niño para jugar el nuevo videojuego de la temporada, transformando su estadía en aquella Hacienda más amena. Los meses pasaron y esa complicidad comenzó a decaer. El niño dejó de atrincherarse en su habitación, asistiendo sin falta a cada una de las reuniones de negocios de sus padres, gestadas en el patio, y con ello terminó de fracturar su extraña relación enfocada en la búsqueda de un escondite. Quizá por compartir una afición así, Fernando lucidó el nerviosismo de su cuñado, el cual mantenía la mirada fija en los pétalos de las peonias.

—Quiero hablar con el muchacho a solas —dijo Fernando, apretando los dientes.

La tensión en sus músculos incrementaba con el pasar de los segundos.

—Todo tuyo.

Una macabra sonrisa contrajo los pliegues de la piel chamuscada del capataz antes de cruzar la puerta principal seguido por Gustavo.

Como si se hubiese deshecho de la piedra que le presionaba el pecho, soltó una profunda bocanada de aire. La efervescencia de sus emociones bajó. Para Ignacio los últimos tres días habían sido un infierno, no, incluso arder en un lago de lava era mucho mejor que el panorama dentro de su casa. Tuvo la sospecha de que aquel incidente no fue coincidencia, sino una trampa planificada por su propio padre, pese a ello mantuvo la esperanza de estar equivocado. El paradero de su nana permanecía como un misterio, nadie sabía nada y sus constantes cuestionamientos fueron ignorados; y la falta de memoria tampoco ayudaba. No lo castigaron a punta de golpes y humillaciones, como acostumbraban, sólo hubo silencio, se llegó a plantear que prefería los castigos a la indiferencia. Rogó una y otra vez que le gritaran, que le pegaran si eso los hacía felices, pero el silencio no dejó de flotar en el aire. Salir de casa estaba prohibido a menos que fuera acompañado de Calderón.

Supo sobre el asesinato del señor Leoncio por boca de su padre, lo había citado en su despacho después del desayuno, la misma mañana que encontraron su cuerpo abandonado en el desagüe. Encima del escritorio el gran Sacrilegio Zúñiga preparaba un ramo de peonias enérgicamente, sus manos se movían con agilidad y sumo cuidado de no arruinar la envoltura, que extraño o no lucía demasiado doble a comparación de las que solían vender en las papelerías y florerías. Cruzó por el despacho a paso de pluma, temeroso de perturbar el buen humor de su padre.

—Ni te acomodes —le dijo, sus ojos siguieron pegados en la labor manual—. Te llamé para informarte que irás a dar los pésames con la mocosa esa que hizo que te suspendieran. Al parecer su padre murió.

—Pero... —chilló, olvidando la posición en la se hallaba. Se aclaró la garganta—. Perdón. No creo que sea conveniente, de hecho, no lo será: Andrea y yo tenemos una pésima relación.

—Por eso mismo, pendejo. —Alzó la vista, poseía un brillo tétrico—. Que la gente vea que tú no eres el problema y así limpias un poco la mierda que nos manchó.

—Papá...

—Papá ni que nada. Lárgate.

Puso toda la resistencia que pudo, pero al final las sucias mañas de su padre rindieron fruto.

La indicación que le dio Calderon antes de bajar de la camioneta fue clara, «entrega el ramo a la mocosa, a nadie más, y nos largamos». Ahora que no lo tenía alrededor estaba en sus manos hacer lo que le ordenaron o mentir respecto a ello, pero ¿por qué desobedecer si era un símbolo de paz?

Ofuscado, buscó la mirada de Fernando.

—Quiero verla —confesó sinceramente.

—Otro día será. Vamos, te acompañaré a casa.

—No es necesario. —Se aferró al ramo, temía que su interlocutor se lo arrebatara—. Permíteme dejar el regalo cerca de ella, sin palabras de por medio sólo un gesto reconfortante. Que sepa que no está sola.

—Lo sabe, créeme —volvió a negarse Fernando. Algo le olía muy mal.

—Por favor...

La insistencia suele anunciar una enorme avalancha de mierda.

—Al rato llevaremos el cuerpo al panteón, puedes poner las flores sobre la caja y me aseguraré que sepa de quién es el obsequio. Eso o nada.

El muchacho asintió y se dirigió hacia el altar del hombre al que le hubiera gustado conocer. De lejos lo había visto incontables veces, casi todos los días llegaba por Andrea, lloviese o corriese el viento helado él aparecía a las tres en punto y cuando no, Andrea se iba dando pequeños saltitos a un lado de la banqueta como si arriesgar su vida probara algo que sólo ella sabía y que evocaba en él un miedo atroz de perderla en forma de lianas, las cuales se enredaban en sus extremidades y lo hacían correr hacia ella para asegurarse de que llegase viva a casa. Acomodó las flores aun con la cabeza llena de la silueta de Andrea dando de saltos, saltos que burlaron a la muerte.

Nota: Gracias por seguir aquí...

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